Entre los objetivos de los independentistas ocupa un puesto preeminente lo que denominan “internacionalización del conflicto” y, para ello, no han escatimado esfuerzos y medios, principalmente públicos. Artur Mas lo acaba de declarar: el reconocimiento internacional es esencial para proclamar una república. Con este propósito están peleando por implicar a Europa en el problema. La misma pasión y entusiasmo que ponen para atacar y separarse de España la usan en manifestar que son europeístas y, lo que resulta más incongruente, se empecinan en sostener, contra lo que afirman los tratados y frente a todas las declaraciones de los mandatarios europeos, que la ruptura con España no implicaría la salida de Europa.
Esta fobia a España y filia a Europa resulta, por lo menos a primera vista, paradójica, porque si algo amenaza hoy la soberanía de los ciudadanos es el proyecto europeo. Es la Unión Monetaria la que coarta el derecho a decidir. Hoy en España, los ciudadanos catalanes son tan soberanos como los extremeños, los murcianos o los castellanos. Su capacidad de decidir, su autogobierno, no queda reducido al ámbito de la Generalitat. El habitante de Barcelona decide en su ayuntamiento con otros barceloneses, en su comunidad con otros catalanes y en el Estado español con otros españoles. Es soberano en cada una de las administraciones según las respectivas competencias, ya que se puede afirmar que, dentro de las imperfecciones connaturales a todas las instituciones, en las tres se dan estructuras democráticas. En las tres, por lo tanto, existe autogobierno.
La situación cambia radicalmente cuando se trata de la Unión Europea y en particular de la moneda única. La pertenencia a ella destruye en buena medida la soberanía de los pueblos, ya que se transfieren múltiples competencias de las unidades políticas de inferior rango (Estado, Autonomía, Municipio) que, mejor o peor, cuentan con sistemas representativos, a las instituciones europeas configuradas con enormes déficits democráticos. Sin embargo, parece que esta verdadera pérdida de autonomía, de democracia, no inquieta en absoluto a los secesionistas catalanes.
Tal vez esta paradoja no lo sea tanto y tenga su explicación. Más tarde volveremos sobre ello. Centrémonos ahora en el hecho de que esa devoción europeísta de los secesionistas no tiene correspondencia, ni puede tenerla, de las instituciones europeas. Ha sido Juncker -siempre tan explícito, hasta el punto de salirse a menudo de lo políticamente correcto- quien ha dado, cuestiones jurídicas aparte, la auténtica razón: el efecto contagio. «Si Cataluña se convierte en (un Estado) independiente, otros harían lo mismo. Eso no me gusta». No quiero, añadió, que dentro de quince años se configure una Europa de noventa y ocho países. Sería imposible de manejar.
Si los secesionistas no estuviesen tan ciegos, se darían cuenta de que las instituciones europeas y muchos países como Francia, Italia, Alemania, etc., son los primeros interesados en que no se consume la independencia de Cataluña. Si algo teme hoy la Unión Europea son los nacionalismos, ya que pueden abrir de nuevo la caja de Pandora que precisamente el proyecto europeo ha pretendido cerrar. Si no reconstruyesen la Historia a su antojo, serían conscientes de que todos los Estados actuales se han formado tras muchas penalidades, contiendas y tratados, la mayoría de las veces por la unión de otras entidades políticas más pequeñas y deberían considerar que en la Europa de hoy habrá cerca de noventa regiones -o como se las quiera llamar- con los mismos derechos o más que Cataluña para optar a la independencia.
No, el secesionismo no puede esperar ninguna ayuda de la Unión Europea, y sin embargo es en la Unión Europea y en la moneda única donde se encuentra en gran medida el origen y la causa de ese recrudecimiento e intensificación del independentismo en Cataluña. Para analizar esta inferencia será preciso que antes nos desprendamos de toda esa hojarasca que el relato secesionista ha vertido sobre la génesis de la ofensiva, culpabilizando de la misma al Gobierno de España y al Partido Popular. Relato que, por otra parte, ha sido comprado por otros que en teoría no son nacionalistas, como Podemos o incluso el partido socialista.
Los independentistas han construido una explicación que nada tiene que ver con la realidad. Afirman que el pacto firmado en la Transición se rompió en 2010 cuando el Tribunal Constitucional tumbó algunos artículos del Estatuto que previamente había votado el pueblo catalán en referéndum. Nada de todo esto es cierto. En la Transición no se firmó ningún pacto bilateral entre España y Cataluña, luego difícilmente se ha podido romper ahora. Si hubo acuerdo, fue entre todos los ciudadanos (también los catalanes) y las fuerzas políticas que los representaban, redactando y aprobando una Constitución común para todos. Por lo tanto, se rompe el contrato cuando desde algún ángulo, sea partido o territorio, se pretende cambiar la Constitución por la puerta de atrás, es decir, sin seguir los procedimientos marcados por la propia Carta Magna. Eso fue lo que ocurrió con el Estatuto catalán. Fue el PSC de Pasqual Maragall, con la complicidad del PSOE de Zapatero, los que pretendieron dar gato por liebre y aprobaron un Estatuto que contravenía la Carta Magna. Los que recurrieron al Tribunal Constitucional lo único que hicieron fue ejercer un derecho, y el Tribunal ejercer sus competencias para hacer que las aguas volviesen a su cauce.
Los secesionistas catalanes han mitificado el enorme agravio que, según ellos, se infligió al pueblo catalán cuando se modificó el Estatuto que previamente había sancionado en referéndum. La verdad es que la sociedad catalana no demostró demasiado entusiasmo por la aprobación de ese Estatuto, ya que la participación fue únicamente del 48,85%, con el 73,90 de votos positivos. En resumen, tan solo el 36% de los catalanes con derecho a voto dieron su aquiescencia al nuevo Estatuto. Nada que ver con la adhesión que suscitó en su día la Constitución.
El discurso nacionalista parte además de un error que es crónico en todos sus razonamientos, el de creer que la soberanía radica en la sociedad catalana cuando, por el contario, se encuentra en todo el pueblo español en su conjunto; y el de pensar que la norma suprema se halla en el Estatuto aprobado en referéndum y no en la Constitución a la que el propio Estatuto se tiene que conformar. En la Segunda República el Estatuto que se discutió en las Cortes también había sido aprobado en referéndum por el pueblo catalán y todo el mundo, comenzando por el propio Azaña, su máximo valedor, defendió que debía ser modificado para adaptarlo a la Constitución que acababa de ser sancionada. Si hubo algún ultraje a los catalanes no fue en 2010 sino en 2006, el cometido por aquellos que presentaron un texto a referéndum que era anticonstitucional.
El nacionalismo pretende explicar la deriva independentista con este relato mítico que oculta las verdaderas razones, pero que quedan al descubierto tan pronto se examinan las fechas y los acontecimientos. En 2010, tras la sentencia del Constitucional, ni CiU ni Artur Mas parecían especialmente molestos con el PP, ya que, tras derrotar en las elecciones al tripartito, gobernaron durante dos años con el apoyo de los populares y gracias a ellos aprobaron los presupuestos. Presupuestos que al igual que en el resto de España contenían fuertes recortes. Y aquí es donde de nuevo entran en juego la Unión Europa y la Unión Monetaria. La crisis económica y la política impuestas desde Franfurkt, Berlín y Bruselas caen como una losa sobre España y en toda ella surgen amplios movimientos de protesta cuyo paradigma más claro lo constituye el 15-M.
Cataluña no es una excepción, más bien todo lo contrario. El Gobierno de Mas asumió de forma muy clara esa política llamada de austeridad y Barcelona fue uno de los lugares en los que la protesta y la contestación adquirió más virulencia. Quizá ya no nos acordemos de cómo los mozos de escuadra retiraban las urnas que se habían colocado para censurar la política que aplicaba la Generalitat, ni de la contundencia con la que la policía catalana cargaba contra los manifestantes, y cómo estos pusieron cerco al Parlamento catalán hasta el extremo de que el presidente de la Generalitat tuvo que entrar en helicóptero.
Artur Mas, situado contra las cuerdas por la contestación popular, tuvo la habilidad de esconderse tras el nacionalismo al igual que Pujol lo supo hacer cuando lo acusaron en su día por el caso de Banca Catalana. Desvió hacia Madrid las protestas que se dirigían hacia el Gobierno catalán. Eran España y el gobierno del PP los causantes de las medidas regresivas que se adoptaban y del dolor y la pobreza que causaban. España nos roba. (Ahora afirman que España nos tiraniza). Curiosamente, tanto la Unión Monetaria como la prodigalidad del Gobierno catalán quedaban exoneradas de toda responsabilidad. La crisis del euro y las injustas políticas aplicadas han originado reacciones en todos los países que, si bien podían ser dispares, tenían idéntico origen. En Cataluña el descontento se transformó en buena medida en fuerte incremento del independentismo. Pero hay además otra forma tal vez más profunda y permanente en que la Unión Monetaria ha podido influir en el secesionismo: con el ejemplo.
Tradicionalmente, el Estado social y de derecho se ha basado, con mayor o menor intensidad, sobre una cuádruple unidad: comercial, monetaria, fiscal y política. Es sabido que las dos primeras generan desequilibrios regionales, tanto en tasas de crecimiento como en paro, desequilibrios que son paliados, al menos parcialmente, mediante las otras dos uniones, la fiscal y la política. La unión política implica que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones independientemente de su lugar de residencia, y que por lo tanto pueden moverse con libertad por el territorio nacional y buscar un puesto de trabajo allí donde haya oferta. La unión fiscal, como consecuencia de la unión política y de la actuación redistributiva del Estado a nivel personal (el que más tiene más paga y menos recibe), realiza también una función redistributiva a nivel regional, que compensa en parte los desequilibrios creados por el mercado.
La Unión Monetaria Europea ha roto este equilibrio creando una unidad comercial y monetaria, pero sin que se produzca, ni se busque, la unidad fiscal y política, lo que genera una situación económica anómala que beneficia a los países ricos y perjudica gravemente a los más débiles, ya que la unidad de mercados y la igualdad de tipos de cambios traslada recursos de los segundos a los primeros sin que esta transferencia sea compensada por otra en sentido contrario, mediante un presupuesto comunitario de cuantía significativa.
Esta situación anómala que crea la Unión Monetaria es la que ansían para sí los soberanistas surgidos en las regiones ricas. No se puede negar que tras el nacionalismo se encuentran pulsiones irracionales, sentimientos, emociones, afectos, recuerdos que en principio pueden ser totalmente lícitos. Pero, en la actualidad, cuando se trata de países occidentales y de territorios prósperos, el principal motivo, al menos de las elites que se encuentran al frente del independentismo, es el rechazo a la política presupuestaria y fiscal del Estado, que transfiere recursos entre los ciudadanos, pero también entre las regiones. Recordemos que la deriva secesionista de la antigua Convergencia se inicia no en 2010 con la sentencia del Tribunal Constitucional como quieren hacernos creer, sino en 2012 con el órdago acerca del pacto fiscal que Artur Mas dirige al presidente del Gobierno y de la negativa de este a romper la unidad fiscal y presupuestaria de España.
Y de esta manera retornamos al principio del artículo y comprobamos que la paradoja que nos planteábamos no es tal, ya que se explica el motivo inconfesado que al menos las elites y dirigentes del independentismo tienen para querer romper con España y que sin embargo no tengan ningún problema, todo lo contrario, para admitir la pérdida de soberanía que representa la Unión Europea. Se encuentran confortables en un ambiente de total libertad económica como el de la Unión Monetaria y les incomoda el Estado español, no tanto por español como por Estado y por la función redistributiva que ejerce. De ahí la contradicción en que caen los nacionalistas de izquierdas, o aquellos que desde la izquierda coquetean con el nacionalismo, defienden en el ámbito nacional lo que critican a la Unión Europea: la carencia de una unión fiscal y política.
republica.com 20-Octubre-2017