Una semana más, y van ya muchas, dedico este artículo al tema de Cataluña. Es posible que los lectores estén un poco hartos; también los articulistas, y no es que no haya otros temas que tratar: informe del FMI sobre las pensiones, reforma laboral en Francia, política monetaria europea, condiciones laborales y fiscales de los autónomos, el Brexit y muchos más. Pero la insurrección en Cataluña es un problema de tal calibre y con tales repercusiones en toda la sociedad española que obliga a posponer cualquier otro asunto. Eso es lo malo del nacionalismo, que termina contaminando todo en términos de enfrentamientos territoriales, olvidando o tapando las auténticas cuestiones, las que realmente importan, que surgen de la desigualdad y de las distintas posiciones sociales.
Pocos artículos de la Constitución se habrán hecho tan populares como el 155. Desde hace algún tiempo se encuentra continuamente presente en los medios de comunicación y sobre él han vertido opiniones todos los comentaristas, tertulianos y políticos, ofreciendo las versiones más dispares. En un principio, se le atribuyó un carácter dramático, maximalista y extraordinario, identificándolo con la suspensión de la autonomía. Poco a poco se fue desechando esta perspectiva para considerar que se trataba de un artículo abierto, entre otras razones por su condición de inexplorado; y ello ha conducido a que durante las semanas previas a su aprobación se suscitase la discusión de si se iba a utilizar un artículo 155 blando o duro.
Es verdad que el artículo 155 está sin estrenar y que además no ha tenido desarrollo en una ley orgánica. En este sentido se trata de un artículo abierto y así figura en la literalidad del texto al indicar: “… el gobierno… podrá adoptar las medidas necesarias…”, pero no existe un artículo 155 benigno y otro riguroso. La severidad o lenidad no se encuentra en el artículo en sí mismo, sino en los incumplimientos de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico por parte de la respectiva Comunidad Autónoma, que debe tener su correlato en el rigor de las “medidas necesarias” que puede adoptar el Gobierno de España.
Resulta evidente que los incumplimientos o atentados al interés general previstos en el artículo 155 pueden abarcar un amplio espectro, por lo que, en conformidad con ello, las medidas a tomar, también. Desde luego, estas no pueden ser del mismo orden cuando se trata, como en Canarias en 1989, de solucionar un problema de aranceles que cuando el objetivo, como en estos momentos, es corregir el golpe de Estado ejecutado por el Gobierno y el Parlamento catalán. Quizás el error cometido por el Estado español consista en que, desde la aprobación de la Constitución, este artículo no se haya aplicado hasta ahora; en que no se haya activado en otras ocasiones en las que las Comunidades Autónomas (no solo la catalana) han incumplido la legalidad de forma contumaz y en que se haya esperado a que la violación de la ley adquiriera unas dimensiones gigantescas, difícilmente imaginables incluso por aquellos que redactaron la propia Constitución.
Es la pasividad del Estado, frente a los quebrantamientos legales y constitucionales de las Comunidades Autónomas durante estos cuarenta años, la que nos lleva a calificar de traumática la utilización del artículo 155. En esta ocasión, la posible amplitud y dureza en la forma de aplicarlo tienen una clara justificación: la gravedad de la insurrección que se ha planteado en Cataluña, y a las que las “medidas necesarias” tienen que acomodarse.
A pesar de la trascendencia del tema, las alegaciones que la Generalitat presentó no dejan de ser cómicas, porque el cinismo llevado al límite termina pareciendo ridículo. ¿Cómo se puede afirmar que el artículo 155 permite que el Gobierno español dé instrucciones al Consejo de Gobierno de la Generalitat, pero no permite cesarlo? ¿Que le dé instrucciones?, ¿para qué se ría de él y le tome el pelo? Durante tres años llevan haciendo caso omiso de toda clase de prohibiciones e instrucciones del Tribunal Constitucional y del resto de tribunales. El mismo artículo 155 estipula que, antes de su activación, tanto el Gobierno español como el mismo Senado requieran al presidente de la Comunidad. Sería absurdo pensar que toda la eficacia de ese artículo queda reducida a volver a requerir (dar instrucciones) a los que han despreciado cualquier requerimiento.
Los límites del artículo 155 los marca la expresión las medidas necesarias. Es posible que para eliminar un arancel en 1998 en Canarias no fuese necesario cesar al presidente de la Comunidad, pero para lograr que Cataluña retorne a la normalidad constitucional resulta totalmente imprescindible que los actuales miembros del govern no permanezcan en sus cargos. El punto número dos del artículo 155, “Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”, no es una limitación del punto uno, sino todo lo contrario, trata de dejar claro que en esa tarea de aplicar las medidas necesarias puede contar con toda la administración autonómica, y cesar lógicamente a los que se opongan a ellas.
La pregunta de que cómo se puede obligar a alguien a hacer algo, si se le cesa, tiene muy poco recorrido porque el artículo habla de obligar a la Comunidad Autónoma, no a tal o cual cargo. Además, se postula “el cumplimiento forzoso”. Se entiende que el empleo mínimo de fuerza lo constituye la destitución del cargo.
Sin embargo, la sola invocación del artículo 155 genera una especie de alergia y no tanto por la dificultad de aplicarlo, sino porque muchos consideran una herejía el hecho de que el Gobierno central intervenga en una Comunidad Autónoma (a ese punto hemos llegado). No solo entre los nacionalistas, sino entre otros que no se tienen por tales, como los miembros de Podemos o como una parte del PSC. Lo que subyace tras esa postura es la negativa a considerar al Gobierno de España como un gobierno propio (autogobierno). Ello es tan absurdo como si los habitantes de Barcelona creyesen que su gobierno radica exclusivamente en la corporación municipal y que las instituciones de la Generalitat son extrañas por el solo hecho de que no son exclusivas de Barcelona.
El lenguaje no es inocente. El nombre de «autónomo» añadido a los gobiernos regionales induce a la confusión. Primero, el de creer que siempre lo son cuando, como he repetido en algún que otro artículo, un poder es autónomo (como contraposición a heterónomo) cuando es democrático, y es evidente que el gobierno de una Comunidad también puede ejercerse de forma despótica y al margen de la voluntad de los ciudadanos. Segundo, porque por la misma razón la autonomía no es condición exclusiva ni mucho menos de los gobiernos regionales. Por mucho que se quiera, no resulta fácil justificar la actitud de Montilla porque si bien fue presidente de la Generalitat, también fue ministro del Gobierno de España.
Dado el grado de anarquía, desgobierno y transgresión de la legalidad que se había producido en Cataluña, la aplicación del artículo 155 debería verse tan solo como una defensa de la propia autonomía y de las instituciones democráticas. No obstante, el nivel de autarquía y enrocamiento que rige en el pensamiento de algunos les hace ver como un pecado, un escándalo y una invasión, la aplicación más que justificada de un artículo constitucional. Ello explica las reticencias y reservas que han presidido la postura del PSC (no así de Borrell) en toda esta materia, y que esta sea también la razón, al menos en buena medida, de que el 155 no se haya utilizado antes, dando lugar a que se celebrase el referéndum del 1 de octubre y que en estos momentos se aplique con tantos recelos y limitaciones.
Quizás haya que buscar en estos escrúpulos del PSC y en el oportunismo de Ciudadanos -formación que cree tener buenas expectativas electorales- la urgencia en convocar desde el primer momento elecciones autonómicas. Convocatoria a todas luces precipitada y a ciegas porque se desconoce la situación en la que la sociedad catalana puede encontrarse dentro de 54 días. Se supone que el objetivo del artículo 155 no es la convocatoria, de cualquier modo, de elecciones, sino el regreso a la legalidad. La convocatoria de elecciones es tan solo el final lógico de esa normalidad conseguida, pero no puede precederla.
De ahí el planteamiento radicalmente equivocado mantenido por el PSOE (con Margarita Robles a la cabeza, y con las presiones tal vez de Iceta entre bambalinas) de mantener en suspenso la aplicación del 155 si Puigdemont convocaba elecciones. Planteamiento que hacía felices a muchos, inconscientes tal vez de que de esta forma, tras todo lo sucedido, únicamente se retrasaba el problema. Alfonso Guerra estaba en lo cierto al afirmar que una cosa no tenía nada que ver con la otra.
La convocatoria de elecciones para una fecha tan próxima, el 21 de diciembre, plantea muchos interrogantes. Tras lo que ha costado llegar hasta aquí, no parece razonable quedarse a mitad del camino y encontrarnos con que a los tres meses estamos de nuevo en el inicio del problema. A estas alturas no se conoce el grado de dificultad que va a tener la aplicación del 155 y es muy dudoso que en tan poco tiempo la sociedad catalana haya vuelto a ese mínimo de neutralidad necesaria para celebrar unas elecciones con ciertas garantías. Son muchos años de errores, de cesiones y de inhibiciones del Gobierno español y de sectarismo de las instituciones catalanas. Sin duda, no es fácil invertir todo esto y menos a corto plazo, pero por eso mismo no se ve la necesidad de fijar desde el primer momento la fecha de las elecciones. Existe, desde luego, el peligro de que se quieran convertir estas elecciones de autonómicas en plebiscitarias, y si los resultados son los mismos retornemos al principio.
republica.com 3-11-2017