El juicio sobre las redes sociales está por hacer. Es un fenómeno demasiado nuevo para poder establecer definitivamente sus pros y sus contras. Entre los contras, sin embargo, pocas dudas hay de que habrá que situar el ascenso de lo que podríamos denominar el “pensamiento plebeyo”, la sustitución de los argumentos y el raciocinio, por el eslogan, cuando no por el exabrupto. Frente a esto, en el grupo de los pros, quizás pueda situarse la apertura de nuevos caminos para el chiste y la chirigota en cuyo uso el pueblo español ha dado siempre tanta muestra de ingenio y que a menudo sustituyen de forma muy certera todo un discurso político.
Recibí el otro día por medio de WhatsApp una ilustración firmada por Miky Duarte que en cuatro viñetas resumía de forma extraordinaria la evolución sufrida por el nacionalismo catalán. En la primera de ellas se visualiza a Felipe González alimentando a un dragón pequeñito con estelada incluida. En la segunda, Aznar repite la misma faena, solo que el dragón ha aumentado considerablemente de tamaño. La envergadura del monstruo adquiere dimensiones mucho más elevadas en la tercera viñeta hasta el punto de sobrepasar en gran medida la altura de Zapatero que, sin embargo, continúa empeñado en alimentarle. En la cuarta y última, el dragón ha crecido tanto que se sale de la viñeta y a su lado Rajoy se muestra diminuto e insignificante. A diferencia de sus antecesores no le da ya de comer, sino que vestido de paladín, mantiene en su brazo una lanza con la que parece enfrentarse a él, pero la desventaja para el presidente del Gobierno resulta más que evidente, y por eso los gritos de “venga, dale” que aparecen en la viñeta tienen algo de ternura y de ironía. Difícil explicar mejor y de forma más sintética lo que ha ocurrido con el nacionalismo.
Al Gobierno de Rajoy se le puede culpabilizar de muchas cosas, pero no de ser el causante del avance y crecimiento del independentismo catalán. Más bien ha heredado el monstruo que, como hemos visto, se ha ido conformando a lo largo de estos cuarenta años hasta llegar a adquirir tal magnitud que está resultando problemático y enormemente difícil de controlar en estos momentos, incluso para el propio Estado aun con todos los medios que cuenta, al tiempo que causa graves daños a la sociedad y a las economías catalana y española.
El origen de este despropósito se encuentra en gran parte, tal como expresa magníficamente la viñeta descrita, en las concesiones realizadas por los respectivos gobiernos españoles a las formaciones nacionalistas, en contrapartida a los apoyos que estas les han venido prestando en el Parlamento español, especialmente en aquellas ocasiones en las que no contaban con mayoría absoluta. El monstruo ha ido engordando poco a poco hasta adquirir dimensiones gigantescas. Se afirma de acuerdo con las encuestas, que el número de independentistas se ha incrementado sustancialmente en estos últimos años. Sin embargo, el voto nacionalista curiosamente ha permanecido constante en las distintas elecciones. ¿Cómo explicar esto? La razón es relativamente sencilla. Las formaciones nacionalistas se han encontrado con más medios y poder y se han lanzado a la ofensiva final del secesionismo. Han pasado de ser catalanistas a independentistas. Como es lógico, sus votantes también.
La existencia de partidos nacionalistas en las Cortes españolas genera injustas discriminaciones territoriales. Se supone que todo diputado, al margen de la provincia por la que haya sido elegido, debe defender los intereses generales de todos los españoles, lo que no ocurre con las formaciones nacionalistas que anteponen ante todo las conveniencias de una determinada región. De igual modo que se ha estipulado que para que un partido pueda acceder al Congreso debe obtener un porcentaje mínimo de votos a nivel nacional, habría que preguntarse si no habría que exigir también representación en un número mínimo de las Comunidades Autónomas; y garantizar así que las motivaciones de todos los diputados se adecúan a los planteamientos generales.
No obstante, la culpa del enorme monstruo creado no cabe imputarla en su totalidad a los gobiernos españoles. Han existido otros muchos elementos y actores que han intervenido en este proceso y a los que no se puede eximir de responsabilidad. Habrá que citar en primer lugar a los empresarios y al mundo económico. La estampida de empresas acaecida en Cataluña en el último periodo suscita dos cuestiones. La primera es que difícilmente podría pensarse que en un mundo globalizado las secuelas económicas pudieran ser otras, fuese cual fuese la ideología de los actores. Los que hemos considerado la creación de la Unión Monetaria como una grave equivocación y con efectos nefastos sobre la realidad social y económica para bastantes países, también hemos señalado las enormes dificultades y problemas a los que se vería sometido un país que quisiera abandonarla en solitario. Una cosa es entrar y otra salir cuando se está dentro. ¿Qué decir entonces de la viabilidad de que una región rompa política y económicamente con el Estado al que pertenece y en consecuencia con la Unión Europea y con la Moneda Única?
La segunda cuestión se centra en la pregunta que José Borrell se planteaba de manera retórica en la manifestación del 10 de octubre. ¿Acaso las empresas no podían haber avisado antes? Me atrevo a contestar que, sin duda, podían; pero no querían y no por esa pantomima de que ellos son empresarios y no entran en política. Bien que entran cuando les interesa. Y precisamente buena prueba de ello radica en la actitud cómplice que muchas de ellas han mantenido con el independentismo. No querían, en unos casos porque las buenas relaciones con las instituciones de la Generalitat les proporcionaban pingües beneficios. En otros, o en los mismos, han jugado motivos quizás más bastardos. Pensaban que el órdago de los independentistas beneficiaba sus intereses. Confiaban en que no se iba a llegar a una situación extrema, pero el conflicto conseguiría para Cataluña nuevas prebendas y ventajas frente a otras Comunidades, prebendas y ventajas que también redundarían indirectamente en su provecho y en el de sus empresas. Podría traerse aquí a colación aquella frase atribuida a Arzallus acerca de ETA: “Ellos mueven el árbol y nosotros recogemos las nueces”. Sería interesante conocer las cantidades aportadas por las fundaciones de las grandes compañías a la Asamblea Nacional Catalana, a Ómnium Cultural y a otras asociaciones del frente soberanista.
Pocas semanas antes del uno de octubre, cuando ya se veía que el conflicto iba a estallar, comenzaron a manifestarse la casi totalidad de las asociaciones empresariales en el sentido de oponerse a la independencia y a la ruptura de la Constitución. Les faltó tiempo, sin embargo, en la mayoría de los casos para proponer una “solución política” que se orientaba siempre hacia el mismo sitio, hacia las ventajas económicas. El 28 de septiembre pasado en este diario citaba yo dos ejemplos, de los muchos que se podían haber ofrecido, el de Joaquim Gay de Montellá, presidente de Fomento del Trabajo, que abogaba por celebrar en 2019 un referéndum legal para aprobar un nuevo estatuto que debería recoger el reconocimiento de la identidad nacional, más inversiones del Estado, el pacto fiscal y la representación de Cataluña en organismos internacionales y competiciones deportivas. A su vez, el presidente del Círculo de Empresarios, Javier Vega de Seoane, apostaba por una reforma de la financiación autonómica que acabase con las “transferencias indefinidas y sin condiciones” entre Comunidades.
No cabe duda de que en esta dinámica empresarial ocupan un papel relevante los medios de comunicación catalanes; por supuesto los públicos, pero también los privados, la mayoría de los cuales dependen de las ayudas de la Administración de la Generalitat y de instituciones y empresas próximas al soberanismo.
En el fortalecimiento del independentismo catalán tiene también mucho que ver lo que a veces he venido denominando como “el pecado original de la izquierda española”: su desconfianza hacia el Estado y, por lo tanto, su pretensión de debilitarlo por todos los medios posibles, entre otros, troceándolo y limitando sus competencias. El sistema político instaurado por la Restauración, marginaba totalmente a las clases populares y las expulsaba del juego político. Eso explica el auge que tuvo en nuestro país y especialmente en Cataluña el movimiento anarquista, y la consolidación de tendencias federalistas e incluso cantonalistas. Más tarde, tras el breve periodo de la Segunda República, el Estado se identificó con el franquismo, un régimen que se proclamaba adalid de la unidad de España. Es hasta cierto punto lógico que la izquierda, al combatir todo lo que se identificara con la dictadura, terminase asumiendo o al menos sintiendo simpatía por el nacionalismo.
En este contexto hay que integrar el sesgo nacionalista que en muchas ocasiones han presentado tanto Iniciativa per Cataluña, heredera del PSUC, como el PSC, que aglutinó los diferentes grupúsculos socialistas catalanes incluyendo la propia agrupación regional del PSOE. En ambos casos, su tendencia independentista aparece ya en la misma relación con su referente nacional, definiéndose como organizaciones independientes. Han venido repitiendo la problemática y el conflicto que se daba entre Cataluña y España. Ambas formaciones se han mostrado todos estos años muy celosas de su independencia y de su autonomía, no permitiendo que las direcciones centrales intervengan en sus organizaciones, aunque ellos sí se consideraban con derecho a interferir en la dirección estatal, eligiendo a sus órganos y conformando sus decisiones.
El papel de estas formaciones políticas ha sido fundamental en la configuración social y política de Cataluña y también del nacionalismo. Sirvieron para canalizar y aglutinar a las clases populares, obreras y en una buena proporción de emigrantes, que poco tenían que ver con el catalanismo. Sin embargo, sus direcciones, con arraigo en gran medida en la burguesía catalana, presentaban una tendencia clara hacia el catalanismo cuando no al nacionalismo o al independentismo. De esta manera, en Cataluña se obstaculizaba e impedía la existencia de una izquierda jacobina con vocación internacional, como existe en todas las otras Comunidades. Tanto IC como el PSC han mostrado a lo largo de todos estos años un comportamiento confuso y oscilante, sin saber muy bien dónde ubicarse, pero con un coqueteo constante, cuando no entrega, al nacionalismo.
Con esta situación ambas formaciones han venido creando en mayor o menor medida conflictos y dificultades a IU y al PSOE, al tiempo que han condicionado sus planteamientos ante el problema catalán. Especial relevancia ha tenido y tiene la influencia del PSC sobre el partido socialista, dado el protagonismo que esta formación política tiene en la política global española y en la respuesta que hay que dar a los partidos secesionistas.
Desde hace algunos años ha surgido un hecho nuevo que ha dado aire y fuerza al independentismo (ver mi artículo de 14 de septiembre en este mismo diario). La crisis que se inició con el euro en 2008 y las políticas mal llamadas de austeridad originaron con toda razón fuertes movimientos sociales de contestación, también en Cataluña, contra las múltiples medidas que se consideraban injustas y frente a las situaciones de pobreza y de desigualdad difíciles de aceptar. Se hacía de ello responsable a los partidos mayoritarios, y lo que eran al principio movimientos de protesta se convirtieron en formaciones políticas ansiosas de reclamar su cuota de poder a lo que consideraban vieja política.
Surgió así una nueva izquierda sin contornos muy definidos, y quizás distintos en cada una de las Comunidades Autónomas. En Cataluña, desde luego, muy próxima por no decir identificada con el nacionalismo. Lo que en sus inicios constituyó una protesta social y económica se ha transformado en una reyerta territorial. Ese fue el ardid de Artur Mas, trasladar de sitio la diana y conseguir que los ataques que se dirigían contra el Gobierno de la Generalitat se orientasen hacia Madrid y que lo que era una contienda de clases y de grupos sociales se transformase en una lucha entre territorios. Y aquí tenemos esa nueva izquierda situada en el mismo bando que aquellos que provienen del partido más reaccionario y corrupto de España, CiU, y defendiendo los intereses de una de las regiones más ricas y prósperas de la península frente a las más pobres y subdesarrolladas.
Esta mutación tan descorazonadora no ha quedado confinada en el ámbito de Cataluña, sino que se ha instalado en toda España. Esa nueva izquierda, que se ha comido casi en su totalidad a Izquierda Unida y que ha robado muchos votos al PSOE, ha sido incapaz de transformar el descontento y la indignación en un discurso coherente de izquierdas. La levedad del pensamiento de sus líderes ha reducido todo a una lucha maniquea y también nominalista frente a la derecha y al PP, pasando por completo de contenidos. En esa dinámica, ha abrazado contra toda lógica el discurso del soberanismo catalán. Afirman que no son independentistas, pero la aceptación del derecho a decidir (derecho de autodeterminación) de una parte de España es reconocer ya que la soberanía no está en el conjunto de la sociedad española, sino tan solo en una región, provincia o cantón, sea el que sea. Bien es verdad que siempre son las regiones ricas las que quieren la independencia.
Hoy, la vacuidad de contenidos ha conducido a los líderes de Podemos y sus adláteres a un discurso bronco, nihilista, anárquico, a veces hecho de exabruptos y bastante mentiroso, similar al que emplean los golpistas en contra del Estado, en el que todo es nefasto y debe destruirse. Han desaparecido las manifestaciones por las pensiones, por la reforma laboral, por los salarios, por la sanidad, por la educación y se han sustituido por las reivindicaciones de los independentistas, que si ya resultan contradictorias en un partido de izquierdas catalán, qué decir cuando se hacen desde Andalucía, Extremadura, Galicia o Castilla.
republica.com 10-11-2017