La ministra de Economía lleva tiempo presentando un panorama idílico acerca de la evolución de la economía española. Pero ha sido en las últimas semanas, con el cierre del ejercicio 2022, cuando se ha desmelenado. Ha llegado a declarar que España inicia 2023 con un motor económico sin precedentes, nuestra economía es robusta. ¡Ahí es nada! Y al mismo tiempo se atreve a tildar de agoreros a los que tienen opiniones en contra.
Esta postura desenfadada y autocomplaciente no es exclusiva de Calviño. De ella participan y han participado como corifeos todos los miembros del Gobierno, incluyendo al propio presidente, que no deja de contraponer lo que, según él, indican los datos a lo que denomina “panorama apocalíptico” que pregonan algunos. Existe sin embargo una diferencia entre Calviño y los demás ministros. Se supone que ella sabe de economía, mientras que el resto, incluyendo a Sánchez, carecen de conocimientos económicos.
No es que yo participe de esa postura bobalicona que tiene a la ministra como gran experta por el hecho de que fuese en su día directora general en la Comisión. Es de sobra conocida la mediocridad existente en buena parte de la burocracia europea. Pero Calviño es además técnica comercial del Estado y algo de política económica debe de saber, por lo menos para interpretar correctamente los datos. Hay que suponer por tanto que su discurso triunfalista solo obedece a la voluntad de engañar y presentar una realidad que ella misma entiende que no es tal. Esto no significa que la simulación no se encuentre también en las motivaciones del resto del Gobierno, sepan o no sepan economía.
El discurso triunfalista del Ejecutivo choca ciertamente con la realidad de la calle y con la sensación que los ciudadanos tienen de que la economía va mal. Así lo manifiesta el ochenta por ciento en algunas encuestas. El relato del Gobierno se basa, por una parte, en la manipulación de las cifras cambiando de nombre a la misma realidad. Ello es demasiado evidente en el caso del paro y del empleo. Tanto Escrivá como Yolanda Díaz se han dedicado a enfangar los datos y a confundir lo que realmente ocurre en el mercado de trabajo. A su vez, Calviño no ha tenido ningún reparo en forzar la dimisión del anterior director general del INE para sustituirlo por alguien más manejable. El problema es que las sospechas y dudas sobre la coherencia de las cifras, tanto más cuanto que se cambian los criterios de elaboración, originan una manifiesta incertidumbre sobre la situación económica. Existe el riesgo de que con las estadísticas se produzca el mismo descrédito que con las encuestas del CIS de Tezanos.
Por otra parte, el Gobierno fundamenta también su discurso en un solo dato o en un momento concreto de la coyuntura. Prescinde de los demás y olvida que la realidad económica es un todo continuo y que todo análisis, para ser coherente, precisa considerar un periodo adecuado y la correlación entre una pluralidad de variables. El Gobierno ha lanzado las campanas al vuelo ante el hecho de que el incremento del PIB en 2022 haya sido del 5,5%, por encima de las previsiones realizadas y superior al de la mayoría de los otros países de la UE. Pero esto en sí mismo no dice nada sin considerar de dónde venimos y hasta qué punto se hundió nuestra economía en el 2020, en un porcentaje mayor al del resto de las europeas.
El dato realmente relevante es que somos el único país de la Unión Europea que aún no ha recobrado el nivel del PIB previo a la pandemia. En concreto, el PIB en 2022 tan solo ha sido el 98,73% del de 2019, y lo que es aún más grave, según las previsiones, ni siquiera lograremos alcanzar el 100% en este año. Como se puede apreciar, la situación no es precisamente para tirar cohetes, ya que representa cuatro años perdidos.
Esta evolución del PIB cuestiona abiertamente todos los planteamientos gloriosos que acerca del empleo se nos han venido haciendo a lo largo de todos estos años. Por más que se manipulen las cuentas, las cifras no cuadran (ver mi artículo de 22 de diciembre de 2022 en estas mismas páginas titulado “Crecimiento económico y cifras de desempleo”). En realidad, después de tantos equívocos, cambios y tergiversaciones, el único dato que se puede acercar a la realidad es el de horas semanales trabajadas. La evolución de esta variable sí es acorde con la del crecimiento de la economía. Según el INE, en el cuarto trimestre de 2022 se trabajó por término medio 630 millones de horas semanales, mientras que en el mismo periodo de 2019 se alcanzaron los 640 millones. Estamos, por tanto -sean más o menos los empleados- a un 98% de conseguir el volumen de trabajo pre pandemia.
El Gobierno últimamente también se ha vanagloriado de la tasa de inflación de los últimos meses, considerando que es la más baja de los países europeos. Una vez más, el análisis tiene que ser más fino. Primero, la consideración del incremento de los precios, ya que es acumulativa, no puede circunscribirse a un mes ni a un año. Se precisa contemplar al menos el espacio transcurrido desde el comienzo de la crisis. En segundo lugar, hay que considerar que la UE después de la ampliación es muy heterogénea, y en lo referente a esta inflación (que en una medida importante tiene su origen en la crisis de la energía, en la invasión de Ucrania y en la reacción un tanto espasmódica que frente a ella ha tenido la propia UE) resulta bastante evidente que el impacto no puede ser el mismo en todos los países. La cercanía y la dependencia rusas lógicamente tienen que ser factores determinantes. La comparación debe hacerse con aquellos países de nuestras mismas características.
En España, desde 2019 hasta finales de 2022, el índice de precios al consumo armonizado por la UE se ha incrementado un 13%, igual que en Portugal, menos que en Alemania (18%) y que en Italia (17%), pero más que en Francia (12%) y en Grecia (11%). En cualquier caso, las cifras más relevantes de cara al futuro se hallan en la inflación subyacente, que lejos de reducirse aumenta, y más concretamente en la relación precios-salarios, que es lo que más importa a la mayoría de los ciudadanos. Y aquí volvemos a situarnos en una mala posición. Según la OCDE, nuestro país está a la cabeza de la pérdida de poder adquisitivo. Incluso en Italia y en Alemania, con tasas de inflación más elevadas, los salarios reales se han reducido menos que en España.
En varios artículos he combatido ese tópico que define la inflación como el impuesto de los pobres. Obedece a una tesis trasnochada, propia de los tiempos en los que era el Estado el que emitía la moneda. La inflación lo que siempre conlleva es una redistribución de la renta entre los ciudadanos y entre los distintos agentes económicos, ya que los precios (incluyendo entre ellos los salarios y los tipos de interés) tienen una evolución muy desigual. Unos salen beneficiados y otros perjudicados, dependiendo del lugar que se ocupa en el escenario social y económico y de la fuerza que cada uno tenga para imponerse.
Los trabajadores suelen ser perdedores porque los salarios suben menos que los otros precios. Resulta curioso que la ministra de Economía afirme, como si la cosa no fuese con ella, que las retribuciones de los trabajadores tienen que incrementarse, al tiempo que todas sus propuestas y medidas se reduzcan a que se suba el salario mínimo interprofesional y a que se realice un pacto de rentas. Por otra parte, la preocupación de Calviño debería haber comenzado por los salarios de los empleados públicos que, en contra de lo que vienen afirmando algunos periodistas, solo se elevarán este año el 2,5%.
He criticado con frecuencia lo que se denomina pacto de rentas, porque con él los únicos ingresos que de verdad se controlan son los salariales. En un sistema de libre mercado los beneficios empresariales resultan muy difíciles -más bien imposibles- de limitar y no digamos los tipos de interés, que precisamente son los que pretenden elevar los bancos centrales para controlar la subida de los precios. En esa lucha que la inflación desata entre los distintos tipos de rentas, el pacto que se propone constituye tan solo el estrado para decretar la derrota de los trabajadores.
La situación en España no deja de ser paradójica, puesto que son los sindicatos y el Ejecutivo los que reclaman el pacto de rentas, mientras que los empresarios lo rehúyen. La explicación se encuentra en que no lo necesitan, habida cuenta de que la entrega de las organizaciones sindicales a la política gubernamental y su debilidad es de tal calibre que la patronal sabe que convenio por convenio va a imponer sus deseos. La fuerza de los sindicatos radica tan solo en decisiones como el salario mínimo interprofesional, que dependen exclusivamente del Gobierno.
Esto explica que el decremento de los salarios reales sea uno de los mayores de Europa. Carece de sentido responsabilizar de ello a los empresarios y repetir, tal como hace la ministra, ese latiguillo de que tienen que arrimar el hombro, latiguillo que es el que los sanchistas emplean para echar las culpas a los demás. Es absurdo pretender que las empresas se comporten como sociedades benéficas. En un Estado social y democrático de derecho cada uno tiene su papel: los sindicatos, los empresarios, el Gobierno etc., y resulta imposible intercambiar sus funciones.
No creo que los empresarios españoles sean peores que los del resto de países. Si los salarios reales se han reducido más que en otras latitudes habrá que buscar el origen en la estructura de la economía, en las características y tipología de los puestos de trabajo, en la productividad, en la política económica del gobierno y en la debilidad de los sindicatos. CC.OO. propone ahora que el incremento salarial esté en consonancia con los beneficios empresariales. La teoría parece correcta, pero para llevarla a la práctica hay que pelear convenio por convenio y empresa por empresa y no vale con encargar a la Agencia Tributaria unos supuestos índices que estarían faltos de consistencia y con los que lo único que se conseguiría sería enfangar una vez más a este organismo en tareas que no son suyas.
La economía española está muy lejos de ser ese país de las maravillas que de vez en cuando nos presenta Calviño. Los españoles son los únicos ciudadanos europeos que aún no han recobrado el nivel de vida pre pandemia. La renta per cápita actual es inferior a la de 2019, incluso a la de 2018. Es decir, que en los cuatro años de gobierno de Sánchez los ingresos de los habitantes de nuestra querida España, por término medio, se han reducido. Es más, el empobrecimiento de la población es aún mayor que el que se deduce de esta variable. Hay que considerar que su patrimonio se ve minorado por el aumento de la deuda pública en un 17% del PIB, incremento muy superior al experimentado por la casi totalidad de los países europeos: el de Grecia 5% del PIB; Portugal el 3%; Holanda el 3%; Alemania 7%; Austria 9%; Bélgica 10%, y Francia e Italia, que son los que más se acercan, ambos con el 14%. La media de la Eurozona se ha situado en el 9%.
Como se ve, todo este escenario sitúa nuestra economía a la cola de Europa en casi todos los parámetros, y muy lejos del discurso triunfalista del Gobierno. El hecho es tanto o más llamativo, si tenemos en cuenta los fondos de recuperación y el relato de Sánchez y sus mariachis acerca de que con ellos se iba a cambiar radicalmente la realidad económica de España situándonos a la cabeza de todos los Estados europeos. ¿Fondos de recuperación? ¡Oh paradoja!, pues resulta que la única economía que aún no se ha recuperado es la española.
republica 16-2-2023