¿Qué les pasa a los catalanes? Todas las encuestas arrojan el resultado de que, aunque con oscilaciones, el número de los ciudadanos que se inclinan por la independencia es inferior al de los que la rechazan. No obstante, el panorama cambia cuando llegan las elecciones, el sesgo hacia el nacionalismo es mayoritario, no solo porque los partidos secesionistas son los que obtienen más escaños, lo que puede explicarse como consecuencia de los defectos de la ley electoral, sino porque gran parte de los catalanes que se declaran en las encuestas en contra de la independencia terminan votando a partidos que, si bien no se proclaman nacionalistas en la práctica, su simpatía e incluso complicidad con el nacionalismo resulta innegable.
No es infrecuente escuchar de muchos catalanes, de esos que se confiesan anti independentistas, el lamento de que el Estado les ha abandonado, se ha inhibido, dejándoles en manos del nacionalismo. Tienen su parte de razón, desde la Transición los partidos nacionales se han preocupado sobre todo de sus intereses, permitiendo que los nacionalistas campasen a sus anchas por Cataluña y el País Vasco, a cambio de conseguir su apoyo en el Parlamento español. De esta manera, poco a poco, el nacionalismo ha terminado apoderándose de todas las instituciones en sus respectivos territorios y, lo que es peor, ha impuesto progresivamente su discurso y su punto de vista a toda la sociedad.
Pero no es menos cierto que todo esto no hubiese sido posible sin el silencio, la pasividad, e incluso en muchos casos la complicidad, de la población no independentista. En cierto modo, las reivindicaciones nacionalistas y su victimismo beneficiaban a toda la sociedad en cuanto significaban obtener ventajas evidentes frente a otros territorios. Por otra parte, el conformismo era más cómodo y la aceptación de las reglas de juego podía acarrear beneficios inmediatos, quizás nada despreciables.
Buen ejemplo de ello lo ha constituido gran parte del empresariado, de los medios de comunicación y de otras muchas entidades que han visto recompensada su fidelidad al régimen (este sí que ha sido y es un régimen) de manera muy generosa, pero es que este modo de actuar se ha extendido también a muchos ciudadanos particulares a los que tampoco les iba mal el paraguas del victimismo. Muy pocos han sido los que han plantado cara. La mayoría han optado por amoldarse y recolectar los beneficios.
Solo cuando la situación subió de nivel y se dio un salto cualitativo, cuando el nacionalismo se declaró ya en franca rebeldía y se convirtió en golpismo, cuando vieron que los secesionistas estaban dispuestos a declarar la independencia unilateralmente, sonó la señal de alarma, la mayoría de los empresarios se asustaron. Vivían bien en la ambivalencia, pero el envite era demasiado fuerte. Gran parte de ellos se situaron en la tercera vía, “sí, pero no”, y la mayoría silenciosa de ciudadanos salió por primera vez a la calle de forma masiva. Un partido que había sido hasta entonces cuantitativamente secundario en Cataluña, Ciudadanos, se alzó como la fuerza política más votada.
Pero el tiempo pasa y parece que lo borra todo, lo que en el caso de Cataluña resulta un poco incomprensible, porque durante cuatro años se ha extendido el caos; y la violencia se ha adueñado con frecuencia de las calles de toda la Comunidad Autónoma. Los golpistas continúan sin arrepentirse de nada y afirman que están dispuestos a repetir el golpe. El Gobierno ha sido desgobierno, más pendiente del procés y de su propaganda secesionista, que de la gestión y de los problemas de los administrados. Por eso resulta tan difícil comprender los resultados actuales de las encuestas, no ya que el voto independentista se mantenga (el fanatismo suele dar razón de casi todo), sino que gran parte de la sociedad silenciosa se inclinen por formaciones políticas que mantienen cierta complicidad con el secesionismo. ¿Dónde están las izquierdas catalanas?
Es cierto que, en Cataluña, desde hace tiempo, al menos desde el inicio del procés, el enfrentamiento político no se plantea en términos de izquierda y derecha, sino de independencia o no independencia. No hay más que considerar el extraño matrimonio entre Convergencia -o lo que queda de ella- y Esquerra. Llevan gobernando juntos casi una década. Incluso cuentan siempre con el apoyo de la CUP cuando la necesitan en el Parlament. Pero precisamente por eso se entiende mal la traslación de votos que las encuestas arrojan de Ciudadanos al PSC, porque si hay un partido que en Cataluña ha defendido a esa más de la mitad de ciudadanos humillados y ofendidos ha sido la formación naranja.
Sin duda, Ciudadanos cometió un gran error, convertirse en partido nacional, y no quedarse en Cataluña, que es donde tiene un sentido y un perfil propio. He criticado a Ciudadanos en bastantes artículos y también en mi último libro “Una historia insólita, el gobierno Frankenstein”, pero estas críticas iban dirigidas a su comportamiento en la política nacional, no en Cataluña, donde han mantenido una posición bastante digna. Aunque hayan podido cometer alguna equivocación ¿cómo compararles con el comportamiento errático y torticero seguido por el PSC?.
Lo más que se puede esperar del PSC es la constitución de un tripartito, y conviene no olvidar que todo este fregado catalán comenzó precisamente con el anterior tripartito y la alianza de Zapatero con Maragall. Fue el primer intento de cambiar la Constitución por la puerta de atrás. Ciertamente no en rebeldía como lo hicieron en 2017 los independentistas, pero sí arteramente aprobando un estatuto anti constitucional, estatuto que en el fondo nadie demandaba. Solo hay que considerar la enorme abstención que se produjo en el referéndum de su aprobación. De aquellos polvos vinieron estos lodos. Resulta, por tanto, bastante incomprensible que aquellos que se quejan del independentismo, terminen votando a un partido que entre otras cosas pretende indultar a los golpistas para que prueben de nuevo, a ver si tienen éxito.
Lo más inconcebible es que parece que las buenas perspectivas del PSC se deben a presentar como candidato a Salvador Illa. Es difícil de entender. Se desconoce cuáles son sus gracias. Lo mejor que se puede decir de él es que es educado, modoso, de buenos ademanes y palabras. Claro que todo esto también podría interpretarse como amorfo, ni chicha ni limoná, y que cuando habla no se le entiende nada porque parece que está rezando. Pero más allá de todo esto, como ministro de Sanidad no ha brillado con luz propia. Ha sido tan solo una marioneta en manos de Sánchez, transmitía lo que este decidía. Su permanencia al frente del Ministerio de Sanidad se ha caracterizado por la inoperancia más absoluta. Tomó posesión de un medio ministerio (Sanidad) que era parte de otro casi sin competencias (Sanidad y Consumo). Un ardid para que tuviera un sitio en el Consejo de Ministros y desde esta plataforma se dedicase a su auténtica misión, servir de cemento a ese maridaje espurio que Sánchez pretende mantener con el nacionalismo golpista.
El hombre propone y Dios dispone. Así que se ha tenido que enfrentar con la pandemia más grave de los últimos cien años. Sin preparación y sin medios no es de extrañar que su gestión haya sido un desastre, tanto más cuanto que desde el comienzo se echó en manos de un chisgarabís, locuaz y frívolo, que no tenía ni siquiera la categoría de subdirector general y que toda su “expertitud” (que diría Calvo) consiste en haber entrado en la función pública por la puerta de atrás, gracias a un importante pariente del PP.
Las dificultades con las que se encontró Illa al comienzo de su mandato son notorias. La distribución de competencias y medios entre las Comunidades Autónomas hacían del Ministerio un gigante de barro y dificultaban gravemente la gestión. Pero su languidez y su carencia radical de experiencia no solo sanitaria sino en la Administración Pública le convirtieron en una marioneta en manos de Sánchez. La subordinación de los criterios sanitarios a las conveniencias políticas cerraba toda posible solución.
El sometimiento a los intereses políticos estuvo presente desde el primer momento. Se reaccionó tarde. Había que mantener las manifestaciones feministas. “El machismo mata más que el coronavirus”, lema de los carteles, parece ahora una broma macabra. Se permitió la entrada por los aeropuertos de todos los italianos que quisieron pasar cuando en Italia la epidemia estaba ya desbocada. En una semana se pasó de asegurar que en nuestro país no había ningún problema a decretar el estado de alarma e imponer el confinamiento más duro de toda Europa.
Se adoptó un sistema de mando único, lo que a todo el mundo le pareció bien dada la gravedad de la situación. El problema surgió cuando ese mando único, el Ministerio de Sanidad y el señor Illa, comenzaron hacer aguas por todas partes. Pretendieron centralizar todas las compras, pero resultó un auténtico desastre. Los suministros no llegaban y muchos de los contratos eran fraudulentos y adjudicados sin el menor rigor, y aún está por conocerse qué hubo detrás de todas esas contrataciones. Al final cada Comunidad, a pesar de no tener competencias (estaban atribuidas al mando único), tuvo que apañarse como pudo.
No es el momento de relatar la inmensa acumulación de desatinos cometidos a lo largo de toda la pandemia. Los engaños y las rectificaciones han estado presentes en todo el proceso. “Donde ayer dije digo hoy digo diego”. Las mascarillas pasaron de no convenientes a ser obligatorias. Y las FFP que ayer se consideraban improcedentes e incluso egoístas resulta que son las que ahora Alemania considera como las únicas aceptables. La desescalada fue caótica y llena de prejuicios políticos, sin informes y al margen de todo criterio científico, y con un comité de expertos fantasma o inexistente.
Ante la catástrofe, el Gobierno optó por descargar la responsabilidad en las Comunidades Autónomas -pero sin darles al mismo tiempo los medios y la autoridad necesarias-, que ha pretendido mantener en sus manos para intervenir cuando por sus conveniencias políticas le pareciese necesario. Buen ejemplo de ello fue el sainete de Madrid que para demostrar quién mandaba no dudó primero en fabricar un engendro jurídico tumbado por los tribunales y al final decretar un estado de alarma reducido a una sola provincia con el que hizo el ridículo más absoluto, demostrándose que la Comunidad Autónoma tenía razón en su estrategia. La llamada “cogobernanza”, una de tantas palabras elaborada por la fábrica de la Moncloa, ha sido un caos, convirtiendo el mapa de España en la lucha contra la epidemia en un espectáculo de lo más heterogéneo y variado. Illa aseguró que no habría diecisiete navidades distintas y lo cierto es que si nos descuidamos acaba habiendo cincuenta.
A su vez, el Gobierno ha sido totalmente reacio a utilizar las competencias que permanecían exclusivamente en sus manos. A pesar de la petición de las Autonomías afectadas, se negó siempre a establecer en los aeropuertos y en las estaciones de ferrocarril controles efectivos, incluso cuando después de la aparición de la cepa británica y casi todos los países habían anulado ya todos los vuelos con Inglaterra Sánchez, rechazó hacerlo. El Ministerio del Interior, tan presente en la primera etapa incluso con entorchados en todas las ruedas de prensa, desapareció posteriormente como por asomo, con lo que la mayoría de las Autonomías se han encontrado sin medios para asegurar que se cumplían las medidas que iban adoptando.
El último escándalo, por ahora, lo ha constituido el de la vacunación. Como es habitual, el Gobierno ha lanzado la responsabilidad hacia fuera. En este caso a la Unión Europea, que, como es habitual, está demostrando lo que es, un bodrio burocrático incapaz de dar solución eficaz a cualquier problema. No obstante, Sánchez intentó ponerse las condecoraciones y venderlo a bombo y platillo, colocando en el primer envío un cartel monumental, que decía “Gobierno de España”. Algo infantil ciertamente, pero muy revelador de su finalidad de representación y propaganda. Ahora, ante las dificultades, echará balones fuera y trasladará todas las culpas a la Unión Europea.
Se dirá que todo esto es imputable principalmente al Gobierno y no a Illa. En alguna medida es verdad, pero el ahora candidato a la presidencia de la Generalitat ha sido el hombre de paja, el instrumento, el medio del que se ha valido Sánchez para implementar esta política tan desastrosa y para intentar vender como triunfos y aciertos los mayores descalabros. “No se arrepiente de nada”, ha manifestado en la despedida el hasta ahora ministro, y aleccionó a su sucesora anticipando que lo va a pasar bomba. La mayor prueba de la insignificancia de Salvador Illa consiste en que se ha considerado que puede dejar el Ministerio en el momento más crítico de la epidemia sin que pase absolutamente nada. Lo cual es cierto.
¿Es este personaje anodino el que quieren los catalanes para presidente de la Generalitat? Lo cierto es que Salvador Illa nunca va a serlo. Primero porque lo más probable es que se vuelva a formar un gobierno independentista y segundo porque, aunque diesen los números y se intentase constituir un tripartito, Esquerra nunca aceptaría no presidirlo y tener que votar de presidente a un hombre del PSC. ¿Entonces a qué tanto interés en colocar a Illa de candidato? Me da la impresión de que la finalidad ha sido otra, nombrar a Iceta, no en un ministerio cualquiera, sino en el de Administración Territorial. Pero eso merece quizás otro artículo.
republica.com 5-2-2021