“Operari sequitur esse”, el obrar sigue al ser, decían los escolásticos. Un gobierno Frankenstein solo podía parir un presupuesto Frankenstein. No sé, por tanto, a qué ha venido tanto revuelo acerca de si Sánchez había o no pactado con Bildu. Unos rompiéndose las vestiduras, otros negándolo o incluso escribiendo una carta a la militancia para justificarse. Muy propio de Pedro Sánchez eso de recurrir a la militancia. Lo cierto es que nos podíamos haber ahorrado el blablablá y la charlatanería, porque el pacto no se sustancia ahora, sino que existe desde mucho más atrás. Por supuesto desde el voto de investidura, pero incluso antes, en la moción de censura. Aunque si nos referimos a él como simple proyecto tendríamos que remontarnos al 2016, cuando Sánchez se enfrentó al Comité Federal de su partido porque no le dejaba intentar la formación de lo que Rubalcaba había denominado un gobierno Frankenstein. (Permítanme que haga propaganda de mi libro “Una historia insólita. El gobierno Frankenstein” de la editorial el viejo topo).
Hay que rechazar esa versión de que Pedro Sánchez se vio obligado a seguir este camino por la traición de sus compañeros (“idus de marzo”). Es posible que en el origen de este relato se encuentre la necesidad de justificar cierta complicidad. La historia real es otra. El Comité Federal forzó su dimisión para evitar que llevase a cabo su proyecto, contrario a lo aprobado por el propio Comité Federal y que no era otro que el que acometió tras su regreso al ganar de nuevo las primarias. Tal vez muchos de los militantes que votaron a Sánchez en esta segunda ocasión no fueran conscientes de que estaban dando su asentimiento a la nación de naciones y al posible gobierno Frankenstein. Espero que en la actualidad se haya disipado cualquier duda que pudiesen tener al respecto.
Es posible que en aquel momento ni siquiera Sánchez tuviese totalmente perfilado su proyecto, ni se percatase de toda su amplitud. Su motivación se encontraba tan solo en que sabía que era la única forma de llegar entonces a ser presidente del gobierno. Hoy, el plan está mucho más maduro. Ha llegado a la conclusión de que en un espacio político tan sumamente dividido como el actual y en el que la proliferación de partidos de corte territorial es cada vez mayor, hacerse con la adhesión de todos las fuerzas soberanistas, aun cuando hayan dado un golpe de Estado o sean los herederos de ETA, le garantiza para mucho tiempo poder continuar en el colchón de la Moncloa. Ciertamente que ello tiene su contrapartida, contrapartida que parece no importarle demasiado: entrar en un proceso indefinido de cesiones que se hace más presente en momentos como este en el que se quiere aprobar unos presupuestos generales.
Todos pretenden cobrar, todos presentan su factura, desde las migajas más insignificantes de “Teruel también existe”, a las más consistentes y graves de los independentistas vacos y catalanes, con consecuencias nocivas y que ahondan el proceso de desintegración del Estado. El presupuesto se convierte así en un pastiche, en un collage hecho de remiendos, de cada una de las peticiones de las distintas formaciones políticas.
Muchas de estas cesiones se refieren a privilegios económicos, distribución desigual de los créditos presupuestarios entre territorios, que generan evidentes discriminaciones. No obstante, la gravedad mayor de este escenario se encuentra en las cesiones que no tienen nada que ver con los presupuestos en sí mismos, sino con determinadas medidas que se adoptan con ocasión de su aprobación y que van a incrementar el proceso de desintegración del Estado. Aún más, es posible que algunas de ellas permanezcan ocultas y no aparezcan hasta más tarde, tal como ocurrió con los pactos de la moción de censura, en teoría, inexistentes, pero cuyas mercedes no tardaron en hacerse presentes.
Hay otras, sin embargo, que se exhiben a bombo y platillo porque el partido implicado necesita vender la mercancía. Así ha ocurrido con Esquerra Republicana. El motivo, que hay próximamente elecciones en Cataluña y precisa justificarse ante su clientela y convencer a sus votantes de que el pacto con el sanchismo no les convierte en botiflers, sino que es beneficioso para Cataluña y para el independentismo. Rufián se ha vanagloriado de conseguir que desaparezca lo que ha llamado el 155 financiero. Se trata de que se acabe el control teórico que el Ministerio de Hacienda mantiene sobre las cuentas de la Generalitat de cara a garantizar que los recursos se dedican a su finalidad y no a otras de carácter ilegal.
Esta limitación tenía su origen en el hecho de que especialmente durante los últimos años la Generalitat ha desviado cuantiosos fondos de sus objetivos, a financiar el procés y a promocionar el soberanismo, lo que le ha obligado, por una parte, a elevar los impuestos y, por otra, a endeudarse cuantiosamente. El control, desde que Sánchez ganó la moción de censura, era ya casi simbólico, aunque, no obstante, el independentismo lo consideraba una humillación. En realidad, el Gobern continúa financiando con dinero público toda clase de gastos destinados al objetivo de la independencia, incluso a preparar un nuevo golpe mejor organizado y que evite el fracaso. Los independentistas no han abdicado de conseguir sus objetivos, aunque sea por procedimientos totalmente ilegales, incluso delictivos.
Rufián públicamente se jactó también, aunque explicado de forma chapucera, de otro acuerdo, se refería a la necesidad de armonización fiscal entre las distintas Comunidades de España. La medida era un tanto sorprendente, no por el contenido, sino por quien la proponía. Desde hace más de treinta años en distintos artículos (por citar tan solo el último, el titulado “Susana tiene razón”, del 23 de marzo de 2017 en este mismo digital) he venido defendiendo la necesidad de armonización fiscal. Primero en la Unión Europea. Su ausencia origina una competencia desleal entre los distintos países, en una carrera por ver quién reduce más los impuestos (es lo que se llama dumping fiscal), de manera que la presión fiscal termina descendiendo generalizadamente y las posibilidades de realizar una política social, también.
Segundo, dentro de España entre las Autonomías. Si la diferencia de legislaciones fiscales entre países genera graves problemas dentro de la Unión Europa, cuánto más entre las Comunidades de un mismo Estado. Por eso resulta tan cuestionable el haber transferido a las Autonomías la capacidad normativa de los tributos y mucho más la cesión de los impuestos de patrimonio y de sucesiones, que son los gravámenes más idóneos para realizar el dumping fiscal.
No comparto ese argumento tan simplón de que bajando los impuestos puede recaudarse más. La llamada curva de Laffer no ha funcionado nunca, y en las escasas ocasiones en que se ha cumplido ha sido por medio del dumping fiscal, por el procedimiento de quitar recursos al vecino. Es posible que una Autonomía, a base de rebajar el impuesto de sucesiones o el de patrimonio, atraiga a un buen número de contribuyentes, con lo que quizás incremente sustancialmente la recaudación del IRPF. La situación puede ser conveniente para ella, pero dañina desde el punto de vista global.
Es lógico que un jacobino como yo, que piensa que el haber establecido las Autonomías supone el mayor error de la Transición, no solo esté a favor de la armonización fiscal entre las distintas regiones, sino que se pronuncie en contra de concederles capacidad normativa en esta materia. Pero lo que no parece muy consecuente es que sea un partido independentista el que lo postule, puesto que si alguien ha reclamado para sí la autonomía financiera han sido los nacionalistas, y especialmente los catalanes. Concretamente el statu quo actual se aprobó en el 2009, estando Zapatero de presidente del gobierno y de acuerdo con las peticiones de la Generalitat y del tripartito.
No resulta de recibo que, una vez establecido el sistema, se cuestionen las reglas de juego y se pretenda romper la baraja cuando no interesa el resultado. No es presentable que se niegue a los demás lo que uno ha reclamado para sí. No puede por menos que extrañar que sea precisamente el portavoz de un partido independentista el que exija que el impuesto sobre el patrimonio retorne al Estado, aunque en una especie de cacao mental hable de gravamen sobre las grandes fortunas.
Es verdad que la rueda de prensa adoptó, antes que cualquier otra cosa, la forma de una rabieta contra Madrid. No sé qué les pasa a estos chicos con Madrid. Tienen una fuerte fijación con la capital de España. Rufián tal vez pensó que ello le iba a proporcionar votos en las próximas elecciones. Quizás sí, pero de lo que no hay duda es que resultó un tanto chabacano y grotesco. Soy crítico con la política de bajada de impuestos, especialmente del de sucesiones, que practica la Comunidad Autónoma de Madrid. Viene de lejos. De los tiempos de Esperanza Aguirre. Pero lo que hay que reconocer es que en el fondo el PP lo único que está haciendo es lo que le permiten las leyes en vigor, precisamente aquellas que los nacionalistas han reclamado. No se puede exigir autonomía fiscal para las Comunidades Autónomas y protestar después porque los vecinos bajan los impuestos. Uno, además, tiene la impresión de que si Cataluña no los reduce es tan solo porque tiene que atender a muchos gastos espurios.
Es posible que la Comunidad de Madrid esté haciendo dumping fiscal, pero desde luego no es la única, y mucho menos el problema radica solo en ella. La concesión a las Autonomías de la capacidad normativa ha originado un mapa de lo más dispar. Un caos. No hay dos que presenten la misma tributación ni en tipos ni en deducciones. Además, conviene no olvidar a las Comunidades del régimen foral que sin duda son las que practican el dumping fiscal de manera más abierta y más descarada, hasta el punto de atraer la atención de la Comisión Europea. Habrá que preguntarse si Esquerra Republicana va a enfrentase con sus colegas de Euskadi y si va a exigir la modificación de los conciertos del País Vasco y de Navarra. La contradicción se agudiza si recordamos el hecho de que el procés se inició ante la negativa de Rajoy a conceder el sistema del cupo a la Generalitat. Y es que, por mucho que se empeñen, no se puede ser nacionalista y de izquierdas.
Toda la rueda de prensa del portavoz de Esquerra rezumó prepotencia, dando a entender que son ellos los que mandan en España, por eso no se limitó a proponer una reforma fiscal, sino la creación de una comisión, en la que se elaborase y aprobase. Una comisión bilateral Estado-Cataluña. Hemos llegado al extremo. Hasta ahora los independentistas, para resolver los problemas catalanes exigían relaciones bilaterales, como si se tratase de dos Estados soberanos, pactos de igual a igual. Ahora dan un paso más. Se sitúan al nivel del gobierno central a la hora de legislar para toda España. Quieren decidir una reforma fiscal para todo el Estado. Sánchez lo admite. Esquerra es gobierno.
El gobierno Frankenstein representa sin duda un salto cualitativo. Lo dijo Pablo Iglesias refiriéndose a Bildu: “Se incorpora a la dirección del Estado”. Esta es la inmensa anormalidad de la situación actual. Que gobiernan España los que han dado un golpe de Estado y hablan claramente de repetirlo, los herederos del terrorismo y todos aquellos que confiesan abiertamente su deseo de romper el Estado. Otegui lo ha dejado claro, participar en el sanchismo es la mejor forma de alcanzar la república vasca.
republica.com 4-12-2020