Echémonos a temblar. El ministro Escrivá ha tenido una idea. Dicen que un francés con una idea en la cabeza arma más follón que un perro con una lata atada al rabo. El ministro independiente debe de ser francés. Ya tuvo una idea, la del ingreso mínimo vital, y menudo lío que ha armado. Lo diseñó como un impuesto negativo sobre la renta, imposible de gestionar y mucho menos de controlar. Si alguna vez llega a estar en funcionamiento, dará lugar a todo tipo de abusos, corruptelas y trampas.
Ahora idea incentivar los fondos de pensiones de empresa, lo cual, diga lo que diga, choca con el hecho de que el Gobierno reduzca en los presupuestos la cuantía que los contribuyentes pueden deducirse en el IRPF de los planes de pensiones individuales, que al fin y al cabo son voluntarios. No es que me parezca mal que se minore este gasto fiscal. Los fondos de pensiones son un mal invento, sin demasiado sentido. Solo benefician a las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras.
Nacen -o al menos adquieren notoriedad- a mediados de los noventa, unidos a la campaña de desprestigio de las pensiones públicas. En 1994 el Banco Mundial difundió un informe en el que vaticinaba la quiebra de los sistemas públicos, informe inmediatamente secundado por los servicios de estudios de todas las entidades financieras, que sirvió para presionar a los gobiernos a que concediesen desgravaciones fiscales a los fondos de pensiones. Así, el periodo comprendido entre 1995 y 2000 se configuró como el de mayor expansión de los planes, pasando de 4,9 de billones de euros a 11,5. Más tarde llegó el estancamiento e incluso la minoración.
Lo primero que hay que poner en cuestión es que sea adecuado denominarlos “de pensiones”, porque en definitiva se trata únicamente de una forma más de ahorrar y no de las mejores. Como alternativa a las pensiones públicas, carecen de toda viabilidad, porque lo único que nos ofrecen es que cada uno se apañe, ahorrando lo que pueda en su vida laboral. Para ese viaje no hacían falta tales alforjas. Pero lo más indignante es que pretendan decidir por nosotros hacia dónde tenemos que dirigir el ahorro. ¿Por qué materializarlo en los llamados fondos de pensiones y no en la bolsa, en inmuebles, en obras de arte o en cualquier otro activo financiero? Dicho de otra forma, ¿por qué hay que primar fiscalmente una forma de ahorro en detrimento de las otras? Además, no hay ninguna certeza de que los fondos incrementen el volumen global del ahorro. Todo lo más, pueden cambiar su composición, orientándose hacia un lado o hacia otro dependiendo de los incentivos fiscales.
En realidad, los fondos y planes de pensiones no existirían sin la desgravación fiscal, tal como se encargan de recordar sus propios defensores todas las veces que corre el rumor de que esta va a desaparecer. Pero entonces, ¿cuál es la razón de la existencia de un producto financiero que nadie demandaría sin desgravación fiscal? Concretamente en España, según ha ido disminuyendo la cuantía de los beneficios fiscales los fondos de pensiones han ido perdiendo importancia relativa.
Existe, además, un cierto espejismo con el tratamiento fiscal de los fondos de pensiones. El beneficio que se obtiene no es tan grande como a primera vista podría parecer. Las aportaciones, al realizarlas, se deducen de la base imponible del IRPF, pero en contrapartida, cuando se rescata parcial o totalmente el fondo la cantidad correspondiente se debe incluir en la base imponible de ese ejercicio. Desde esta óptica, el beneficio fiscal consiste tan solo en posponer el momento en que se hace efectivo el gravamen. La única ventaja hipotética radica en que el tipo marginal del impuesto pudiera ser menor en el momento de la jubilación que durante la vida activa, pero aun así no es seguro que compense las comisiones de gestión y de depósito cobradas anualmente.
Hasta el 31 de diciembre de 2006, fecha en la que se modificó la ley, contaban con otro aliciente. Llegada la jubilación, el fondo se podía rescatar de una sola vez, y su tratamiento como renta irregular comportaba que la incorporación a la base imponible era tan solo del 60 % de su cuantía. Esta ventaja desaparece para las nuevas aportaciones realizadas a partir del 1 de enero de 2007. Si hasta ese momento era muy dudosa la conveniencia de realizar aportaciones a los fondos privados, a partir de entonces parece palmario que únicamente la ignorancia y el desconocimiento pueden conducir a que se quiera invertir en esta modalidad.
Todo esto es aplicable, por supuesto, a los fondos individuales, pero con tanto o mayor motivo a los de empresa, que parecen ser los preferidos por el señor ministro. Si los primeros han ido reduciendo su importancia, los segundos han quedado en un puesto casi residual -vestigios de otras épocas- y localizados en grandes empresas, muchas de ellas provenientes del sector público, privatizadas. A veces se limitan solo a parte de la plantilla, la más antigua y con derechos consolidados, y se han excluido a partir de una cierta fecha para las nuevas contrataciones laborales. Parece irrefutable que los fondos de empleo resultan inaplicables para la mayoría de las corporaciones de este país, que son pequeñas o medianas.
De ahí que sea bastante incomprensible que se quiera incentivar precisamente los planes de empresa que se dan solo en las grandes sociedades o entidades públicas, en las que los trabajadores están mejor organizados en sindicatos, y tienen más fuerza para presionar y conseguir acuerdos encaminados a la constitución de planes de pensiones; por el contrario, la posibilidad de conseguir fondos de empleo será nula para la gran mayoría de asalariados, con relaciones laborales más precarias y en sectores y explotaciones más frágiles, donde apenas existen las organizaciones sindicales o, si existen, carecen de fuerza.
Ahora bien, el ministro ha tenido “una idea grandiosa”, nada más y nada menos que constituir un gigantesco fondo de promoción pública y de gestión privada cuyo objetivo es conseguir -ahí es nada- que los fondos de pensiones de empleo se extiendan por lo menos a la mitad de la población ocupada. El señor ministro debe ignorar, por lo visto, que, según las encuestas, el 60% de la población española carece de capacidad de ahorrar (no llega a final de mes) y otro 30%, si lo hace, es en una cuantía mínima, con la única intención de poder hacer frente a los imprevistos que pudieran surgir y sin que sirva, desde luego, como aportación significativa a un plan de pensiones.
La ensoñación adquiere dimensiones ciclópeas cuando se añade que se dirige a las pymes, autónomos y empleados públicos. Se pretende, según dicen, facilitar la adhesión y articulación de las pymes y de sus trabajadores mediante planes colectivos sectoriales y altamente digitalizados (la digitalización que no falte); las empresas y los trabajadores se darían de alta desde el móvil, por un sistema muy simple, supongo que será tan simple como la gestión del ingreso mínimo vital. En cuanto a los autónomos, ¿nos podría explicar el señor ministro cómo lo va a conseguir, si aún no se ha logrado que funcione correctamente el régimen especial de autónomos de la Seguridad Social?; ¿si no pueden pagar, según dicen, unas cotizaciones adecuadas para mantener las pensiones públicas cómo van a acometer las aventuras esotéricas que ahora quiere crear el señor Escrivá?
Con digitalización o sin digitalización, con móvil o sin móvil, en el caso de las pymes y en general en cualquier empresa las aportaciones van a recaer sobre los trabajadores y además obligatoriamente (no dejan de ser obligatorias porque lo hayan pactado los sindicatos). Resulta evidente que, aunque nominalmente se diga que una parte la soportará la empresa, lo cierto es que toda su cuantía (tanto la aportación del trabajador como la del empresario) va a ir en detrimento de los salarios, y no parece que estos, y especialmente en las pymes, estén para tales alegrías. Por otra parte, si lo que desea es subir las cotizaciones, hágase en el sistema público; bien es verdad que este no discrimina por empresas, pero esa es precisamente una de sus cualidades.
Lo que a menudo se olvida es que el fundamento y el sentido de la Seguridad Social radican precisamente en su carácter redistributivo y en la cobertura generalizada del riesgo de vejez. Es cierto que no nos movemos en un sistema por completo igualitario, y que las pensiones son diferentes en función de los años de cotización y de las bases sobre las que se ha cotizado; pero no es menos cierto también que no existe una proporcionalidad estricta entre cotización y prestación. Es este carácter universal y compensatorio, en el que se exige una caja única, lo que diferencia radicalmente el sistema público de los planes privados, y lo que impide que estos puedan constituirse en alternativa.
En cuanto a los empleados públicos, el señor Escrivá no es nada original. El disparate ya lo cometieron otros con anterioridad. Los sindicatos de la función pública firmaron un pacto con el último gobierno Aznar con el fin de que parte del incremento salarial que correspondía a los empleados públicos se abonase como aportación a un fondo de pensiones. Las cantidades eran ciertamente ridículas, pero se entiende mal el carácter de su obligatoriedad porque, aunque se hizo la pantomima de pedir aquiescencia al trabajador, la percepción de tal cantidad se encontraba condicionada a que fuese bajo la forma del fondo de pensiones. No había alternativa. La finalidad del Gobierno, y más concretamente del ministro de Hacienda, parecía estar bastante clara. Pretendía legitimar y publicitar los fondos privados. Tal vez lo mismo que ahora persigue Escrivá. ¿Pero cuál fue la motivación que impulsó a los sindicatos? Es difícil encontrar otra distinta que la del poder que les concede participar en su gestión. Esperemos que esta vez las organizaciones sindicales no se dejen deslumbrar por el oropel y hagan caso omiso de los cantos de sirena
Republica 20-11-2020