Casi todo el mundo conoce la parábola, que se atribuye a Esopo, del escorpión y la rana. Estaba en la naturaleza del primero matar al anfibio. No podía actuar de otra manera. Y está en la naturaleza del gobierno Frankenstein actuar como lo está haciendo. Su presente y su futuro dependen del bloque de la investidura, que es el mismo del de la moción de censura. No debemos sorprendernos.
El ministro de Justicia ha anunciado en el Congreso, como quien no quiere la cosa, que va a comenzar a tramitar los expedientes de indulto de los golpistas catalanes. El anuncio no es inocente. Se podría pensar que se trata del comienzo de un trámite más. Cada año se inician más de 4.000. Es cierto, como dicen los sanchistas, que el Gobierno está obligado a tramitarlos, pero no a aprobarlos (no suelen pasar de 30 los finalmente concedidos) y sobre todo no se anuncian en las Cortes. Es evidente que las palabras del ministro de Justicia fueron dichas con toda la intención. Es un mensaje a los golpistas.
No soy de los que piensan que el simple inicio de los expedientes no significa nada. Está claro que la determinación del Gobierno es aprobarlos si fuese necesario. Es más, parece que ya han encargado a la abogacía del Estado que recopile todos los casos en los que el perdón se ha concedido con el informe negativo del tribunal sentenciador. Las palabras del ministro de Justicia constituían, se llegue o no se llegue a concederlos, un mensaje a los nacionalistas asegurándoles que el Gobierno está dispuesto a otorgarlos si tuviese que recurrir a ello.
Caben pocas dudas de cuál es la intención del Ejecutivo. Se ha negado siempre a apoyar las reformas encaminadas a excluir de la ley del indulto los delitos de sedición y rebeldía, y acaban de rechazar en el Senado una proposición de ley para penalizar la convocatoria de referéndums.
Es cierto que el Gobierno piensa que tal vez no sea preciso recurrir a los indultos, puesto que va a tramitar también y de modo exprés, es decir por lectura única, una modificación del Código Penal con el objetivo de rebajar las penas en el delito de sedición y rebeldía, de manera que servirá para excarcelar a los sediciosos catalanes a quienes se les aplicaría retrospectivamente la medida. Tendrá además efectos colaterales. Primero, facilitar la vuelta de los fugados; segundo, abaratar la repetición del golpe.
A todo esto hay que añadir la prohibición al rey de desplazarse a Cataluña para participar en la entrega de despachos a los nuevos jueces. El hecho es de una enorme relevancia, por afectar a dos instituciones, columnas medulares del edificio democrático. Por una parte, la jefatura del Estado y, por otra, el poder judicial. Al margen de que se sea republicano o monárquico, mientras que el rey sea el jefe del Estado, vetar su presencia en una parte del territorio nacional es aceptar la tesis de los golpistas y asumir que Cataluña no es España.
Intelectualmente siempre me he confesado republicano. Como afirmó Pi i Margall, la ventaja de la república sobre la monarquía es la que existe entre lo racional y lo absurdo. Pero en política prima la funcionalidad. Y el constructivismo social con compás y tiralíneas sin tener en cuenta las circunstancias suele resultar peligroso. En este país, desde la Transición y con todos sus defectos, la monarquía ha funcionado aceptablemente bien, quizás porque nuestra Constitución diseñó una monarquía muy republicana en la que el rey apenas tiene competencias, como se acaba de demostrar en los momentos presentes cuando el monarca ni siquiera puede asistir a los actos oficiales sin la aquiescencia del Gobierno.
Tampoco se puede decir que hasta ahora la Corona haya caído en la tentación de borbonear, actuación tan frecuente en Alfonso XIII. Más bien lo que se ha producido es el efecto contrario, el de los políticos queriendo instrumentar la monarquía. Buen ejemplo de ello fue ya la postura de Sánchez en 2015, cuando pretendió dar a su designación para presentarse a la investidura un sentido que no tenía. Se presentó como investido de una dignidad especial, de cierta preeminencia, por encima de todo el resto de políticos, trastocando el acto del rey, que no tiene nada de discrecional, ya que es funcional, automático, se ve impelido a designar a quien tiene posibilidades de ser elegido o al que le dice que las tiene, aunque como en este caso, y luego se vea, carece de ellas. A partir de ese momento la predisposición de Pedro Sánchez en utilizar para sus fines a la monarquía ha sido permanente.
Plantear ahora el cambio de la forma de Estado carece de todo sentido, y constituye una aventura peligrosa. España tiene una cantidad ingente de problemas, como para enfangarse gratuitamente en este lodazal, tanto más cuanto que no existe ni el consenso ni el quórum necesario tal como exige nuestra Constitución para realizarlo. Es más, muchos tenemos la sospecha de que las andanadas que se lanzan al rey no son tanto como rey sino en su calidad de jefe del Estado. Que lo que realmente se busca es la desintegración del Estado. Y, paradójicamente, los que dan gritos a favor de la república están en contra de esa República con mayúscula, esa res pública que es el Estado español.
Si como insinúa Podemos, lo que intentaba el presidente del Gobierno con el veto al rey era deslegitimar a Lesmes, por estar vencido su mandato, lejos de constituir una justificación incrementa la gravedad de la decisión. En primer lugar, porque es una prueba más de cómo este Gobierno no tiene ningún reparo en manipular a la monarquía y sacarla de su papel institucional. Habría tomado al rey como rehén en su lucha partidista en el contencioso que mantiene con el PP respecto a la renovación de los órganos constitucionales.
En segundo lugar, pretender deslegitimar a Lesmes constituye ya por sí mismo un ataque a la Constitución. Lesmes, le guste o no a Sánchez y aunque haya terminado su mandato, y mientras el Congreso y el Senado no se pongan de acuerdo en su renovación, es el presidente del poder judicial, poder independiente del ejecutivo, columna del estado de Derecho y que representa a toda la justicia. No es de extrañar que los jueces en su conjunto hayan tomado la decisión como una ofensa, tanto más cuanto que los ataques a la justicia están siendo continuos. Primero, violentando a la abogacía del Estado. Segundo, nombrando una fiscal general con sectarismo político demostrado. Y tercero, el indulto y la modificación del Código Penal, que tienen como única finalidad corregir la sentencia del Tribunal Supremo.
Lo cierto es que tampoco nos puede asombrar que el rey y la justicia estén en la diana del Gobierno Frankenstein, ya que en ellos se centra la agresividad de los golpistas. El primero por ser el signo de la unidad del Estado y la segunda porque se ha convertido actualmente en la valla de contención frente a la sedición de Cataluña. Todos estos hechos pueden resultar insólitos, pero, como indicaba al inicio del artículo, no tenemos por qué sorprendernos: está en la naturaleza del Gobierno.
La editorial El viejo topo acaba de editar mi último libro, que he titulado “Una historia insólita, el gobierno Frankenstein”. Me pregunto en él cómo hemos llegado a esta situación. Cómo es posible que aquellos grupos que han dado un golpe de Estado en Cataluña y que amenazan con volver a repetirlo, no solo continúen gobernando en Cataluña, sino que hayan decidido el gobierno de España y que le condicionen día a día, aunque no, formen explícitamente parte de ese Ejecutivo. El gobierno Frankenstein no se compone únicamente del PSOE y del PP, sino que lo integran todo el bloque de la investidura que no es distinto del de la moción de censura. Ciertamente es una historia insólita. Y es la que me he propuesto narrar en el libro, cómo en pocos años hemos llegado a este escenario y cuáles han sido sus causas y los protagonistas. Es una historia llena de situaciones inauditas que lógicamente despertaban nuestra sorpresa según iban acaeciendo.
Hay un hecho conocido, pero poco recordado, y que expresa hasta qué punto Sánchez está ligado a los golpistas, y cómo el gobierno Frankenstein estaba presente ya desde sus primeros pasos. En esa noche aciaga de primeros de octubre de 2016, cuando el Comité Federal del PSOE fuerza su dimisión de secretario general, entre los energúmenos que gritaban a la puerta de Ferraz y que se suponía que eran militantes socialistas, se encontraba Torra, el ahora inhabilitado.
Pero, una vez constituido este Gobierno, no tenemos ya derecho a la sorpresa. Está en su naturaleza. Pocas cosas nos deberían impresionar. El plus que otorga a Sánchez el gobierno y le mantiene en él es el ayuntamiento con los secesionistas catalanes, con los separatistas vascos, con los herederos de ETA, con independentistas y regionalistas de todos los pelajes; su ventaja estriba en la coyunda con todas las fuerzas centrífugas que ven en él, en el ámbito nacional, la vía más propicia para poder conseguir sus aspiraciones. Ese es el gobierno Frankenstein que le ha servido para llegar al poder y en el que piensa perpetuarse lo más posible, aunque al final en esa labor el Estado quede destrozado.
republica 2-10-2020