Dicen que cuando un gobierno no sabe resolver un problema crea una comisión, que es la manera de dejarlo en vía muerta. Quizás podría afirmarse también que a veces lo que se crea es un ministerio o una secretaría de Estado. Zapatero fue experto en eso de inventar ministerios sin contenido: Vivienda, Igualdad, etc. Pedro Sánchez, no obstante, le ha ganado por la mano. Por si hubiera sido poca la multiplicación de carteras y de órganos administrativos establecidos al principio del segundo gobierno Frankenstein, ahora crea una secretaría de Estado. Tras su nefasta gestión de la pandemia y su vergonzoso lavado de manos en lo que ha denominado la “nueva normalidad”, como toda solución al empeoramiento progresivo de contagios que anuncia una nueva oleada crea una secretaría de Estado de Sanidad y se va de vacaciones. Habrá que preguntarse a qué se va a dedicar ahora el filósofo.
Pedro Sánchez va a reponer fuerzas para lo que de verdad le interesa de cara al futuro, aprobar unos presupuestos. Casi al final del artículo de la semana pasada insinuaba yo, sin dar más detalles, que la aprobación de los presupuestos tenía más que ver con la representación que con la gobernanza, lo que sin duda extrañaría a muchos de los lectores. Y es que entre los muchos tópicos que anidan en la vida política española se encuentra la creencia generalizada de que los Presupuestos Generales del Estado tienen una gran trascendencia, ya que fijan y cifran la política económica y social del gobierno de turno. Se piensa que sin ellos no se puede gobernar; y puede ser que tengan razón, no se puede gobernar bien, pero sí chapuceramente.
Los que hemos trabajado dilatadamente en el área del gasto público tendemos a relativizar y a desmitificar la realidad presupuestaria. Recuerdo que cuando yo me dedicaba a esos menesteres, el abogado del Estado que venía encargándose año tras año de coordinar la elaboración de la ley de presupuestos, tuvo un rasgo de humor y definió, ya entonces, el presupuesto como un solo crédito y ampliable. No era ninguna exageración, indicaba con ello la enorme flexibilidad que existía en la normativa presupuestaria. Una vez aprobado, el gobierno podía hacer todo tipo de modificaciones entre partidas y, además, muchos de los créditos eran ampliables. Es más, siempre cabía el recurso al decreto ley y a los créditos extraordinarios.
Tras su aprobación, el margen de maniobra del Ejecutivo era y sigue siendo amplísimo. Me viene a la memoria que en aquellos tiempos (tiempos ya lejanos) en los que todos los años se discutía en las Cortes el presupuesto, todos los diputados hacían esfuerzos para que los proyectos de infraestructuras de sus respectivas provincias figurasen explícitamente en las partidas de inversión, con la finalidad de poder vender electoralmente más tarde tal hazaña en sus territorios. Recuerdo también -con cierta rechifla – que, después, en la fase de ejecución el gobierno lo cambiaba todo, haciendo baldíos tales esfuerzos; aunque no del todo, porque la venta del producto estaba ya hecha.
Aquellos que piensan que los presupuestos son un instrumento para controlar al Ejecutivo se equivocan. Sobre todo, después de haberse impuesto la utilización desmedida de los decretos leyes que, si bien en teoría están condicionados a ser utilizados en situaciones extraordinarias y de urgente necesidad, la permisiva actuación del Tribunal Constitucional ha dado lugar a que todos los gobiernos los hayan usado abusivamente. Abuso que se ha convertido en crónico, habitual y llevado al extremo por Pedro Sánchez, aprobando por esa vía las cosas más surrealistas.
Hay que considerar además que una gran parte de los presupuestos está afectada de gran permanencia y sus partidas se consolidan de un ejercicio a otro. Tan solo una fracción de cuantía reducida en relación con el resto es la que goza de discrecionalidad y no se encuentra supeditada a compromisos anteriores. De manera que el gobierno -manejando esa proporción que comparativamente no es llamativa, pero sí lo suficientemente grande- puede actuar con total desahogo y a sus anchas, concediendo y negando mercedes.
La realidad habla por sí misma. Pedro Sánchez lleva más de dos años gestionando unas cuentas que no son suyas. Es más, que criticó duramente desde la oposición y que se negó a apoyar. En ningún caso, sin embargo, las ha sentido como un corsé, y me atrevería a mantener que se ha encontrado tan cómodo con ellas como si fuesen las propias. Los problemas que haya podido tener obedecen a su propia incompetencia, a la levedad de su gobierno y a no contar con una mayoría consistente, pero no a unos presupuestos que ha modificado a su conveniencia sin ningún impedimento. Si disolvió las Cortes durante el primer Gobierno Frankenstein no fue porque no le aprobasen unos nuevos presupuestos (solo fue el pretexto), sino porque esperaba mejores resultados en las urnas. La prueba es que tras las elecciones en ningún caso se planteó la urgencia de elaborar unas nuevas cuentas públicas para el año 2020.
La necesidad que siente ahora de aprobarlas para 2021 no surge del ámbito de la gestión, sino del de la representación, del que dirán, de la creencia generalizada entre la población de que un gobierno debe tener sus propios presupuestos y, sobre todo, de la necesidad de presentar a la Unión Europea un documento que cuente con la mayor aquiescencia posible de las fuerzas políticas. Pero que nadie se llame a engaño, todos estos motivos no son suficientemente sólidos como para obligarle a convocar elecciones, en el caso de que no lograse su aprobación. Solo el convencimiento de que podría obtener mejores resultados en unos nuevos comicios le llevaría a disolver el Parlamento.
Esto deberían tenerlo muy en cuenta el resto de las formaciones políticas. En especial Ciudadanos, que pretende justificar la nueva actitud colaboracionista que ha adoptado su dirección con la excusa de que así doblega al Gobierno, y lo desliga de los que considera socios indeseables. Deberían haber aprendido ya que las promesas de Pedro Sánchez carecen totalmente de valor y que, aunque pretendan convencernos de otra cosa, lo único que han obtenido hasta ahora es que les hayan tomado el pelo y representar el deshonroso papel de tontos útiles. ¿Dónde está ese plan B que, según ellos, habían conseguido arrancar a Sánchez? ¿No será ese desmadre en el que nos movemos ahora y al que han bautizado como “nueva normalidad”?
A la nueva dirección de Ciudadanos y a sus asesores no les debería caber la menor duda de que lo que firmen respecto a los presupuestos será papel mojado tan pronto como estos se hayan aprobado, y que Pedro Sánchez se sentirá en total libertad para actuar a sus anchas y sin cortapisas. En cierto sentido lo ha dicho ya él mismo, al afirmar sin ningún pudor que será él quien reparta los fondos europeos. Recursos que, conviene recordar, serán en su mayoría préstamos que repercutirán de una u otra manera en las cuentas públicas, y que, como he escrito en varias ocasiones, me temo que van a dedicarse a intentar salvar a empresas privadas. Digo a intentar, porque no es seguro que lo consigan. El final puede consistir en enterrar dinero público en empresas zombis que antes o después terminen quebrando.
Por otra parte, la dirección de Ciudadanos tampoco tendría que hacerse líos mentales para calmar su mala conciencia e intentar convencernos de que ellos negocian exclusivamente con el PSOE. No deben equivocarse. Pactar en estos momentos con el sanchismo es hacerlo con el lote completo. No solamente con Podemos, de los que Ciudadanos no quiere ni oír hablar, sino también con el PNV y con los privilegios del País Vasco que tantas veces han criticado; con Bildu, con quienes Pedro Sánchez se ha coaligado en Navarra y negocia en el Parlamento español; con los golpistas catalanes, tan en las antípodas de todo lo que ha representado Ciudadanos desde su fundación; incluso con los partidos regionalistas cuyo objetivo, por muy ortodoxos que sean, reside exclusivamente, al igual que en el caso de los nacionalistas, en conseguir privilegios para sus respectivos territorios, distorsionando el equitativo equilibrio regional.
Ciudadanos tiene una cierta tendencia al catarismo. Siempre se han considerado los puros, pero en política eso no funciona. Cuando constituyó gobiernos autonómicos con el PP le repugnaba tener que negociar con Vox y pretendía convencernos de que no lo hacía, a pesar de que los votos de esta formación eran totalmente necesarios; montaba una espléndida pantomima, y mantenía la tesis de que ellos dialogaban únicamente con el PP, y de que el pacto de este partido con Vox no les afectaba.
Ahora defienden que pactan únicamente con el PSOE. Pero es que este partido tiene tan solo 120 diputados, y Pedro Sánchez lleva macuto, y muy voluminoso, todo el que ha sido necesario para alcanzar la Moncloa. Pactar con él, les guste o no, es hacerlo con el lote completo, con el gobierno Frankenstein en pleno, desde Bildu y el PNV hasta los golpistas catalanes.
Republica.com 14-8-2020