En el artículo de la semana pasada me refería yo al mundo de apariencias construido por Sánchez y también a la farsa y a la representación en la que desde hace muchísimos años se mueve la Unión Europea (UE). En Pedro Sánchez todo es escena y espectáculo. Coreografía fue su entrada triunfal en el salón del Consejo de Ministros con todo el Gobierno (también los miembros de Podemos e IU) de pie en la puerta aplaudiéndole y vitoreándole, como si se tratase de Sigfrido después de haber matado al dragón. Una escena propia de un régimen caudillista y bananero que se repitió después, unos días más tarde, en el Congreso de los Diputados con los grupos parlamentarios del PSOE y de Podemos.
Lo malo es que la sociedad e incluso los medios de comunicación tienen muy mala memoria y nadie consulta la hemeroteca; de lo contrario, recordarían que hace tan solo tres meses Pedro Sánchez se lanzó a reclamar, con la prepotencia que le es habitual, lo que denominó un nuevo Plan Marshall. Su propuesta pasaba por la constitución en la UE de un fondo de un billón y medio de euros financiado por deuda perpetua mutualizada, que se transferiría a los distintos países miembros sin contrapartida y sin devolución, según las necesidades que cada uno de ellos hubiese contraído como consecuencia de la pandemia. Los recursos se asignarían sin condicionalidad alguna. Todo esto tiene poco parecido con lo que al final se ha aprobado. Del proyecto ha desaparecido la deuda perpetua. La cantidad que se concederá a fondo perdido es aproximadamente la cuarta parte (390.000 euros) de lo reclamado y, desde luego, tendrá condicionalidad no solo en la planificación y selección de los proyectos y políticas, sino en su ejecución; incluso se prevé que cualquier gobierno pueda convertirse en vigilante del vecino.
Como se puede apreciar, hay una gran diferencia entre la propuesta y lo conseguido. Sin embargo, se continúa hablando de Plan Marshall, de conquista histórica, de éxito sin precedente y no sé cuántos calificativos más; y todo ello basado únicamente en titulares, rueda de prensa y sin leer la letra pequeña, que en gran medida estará aún por escribir. La gran mayoría de los periodistas, comentaristas y medios de comunicación nacionales han comprado este relato. Unos por vaguería, por sentimiento de rebaño, porque así no hay que adentrarse en las implicaciones y recovecos que tiene el acuerdo. Otros, porque en el fondo se alegran, ya que la ayuda, sea cual sea, implica la intromisión de Bruselas en la política económica española y piensan que la va a condicionar en la línea neoliberal que de hecho impera en Europa. Son los mismos que en tiempos de Rajoy reclamaban insistentemente que el Gobierno pidiese el rescate, y a los que, con buen criterio, este no hizo caso.
Esta representación nacional tiene su correspondencia con ese otro espacio de quimeras que es la UE. Bruselas ha destacado siempre por su capacidad para manejar la publicidad y la propaganda, haciendo pasar los fracasos por éxitos. Desde al menos la firma del Tratado de Maastricht, la UE ha intentado tapar sus ingentes lacras y carencias con parches, que solo le permiten ir tirando, pero que son presentados como pasos de gigante en la buena dirección, como éxitos enormes de la integración. Todo lo más, sin embargo, son muletas que la facultan para continuar arrastrándose, pero sin solucionar en absoluto los problemas de fondo. Los desequilibrios entre los países son cada vez mayores y las contradicciones internas, más profundas. Y, según se ha visto precisamente en la última cumbre, no hay ninguna intención de establecer entre los Estados una verdadera integración presupuestaria y fiscal, complemento necesario del mercado único y de la Unión Monetaria. Incluso a los países que son contribuyentes netos, siguiendo la estela de Gran Bretaña, se les devuelve el dinero.
Triunfalismo y algaradas aparte, lo único que se ha hecho en la última cumbre es salvar los muebles, o al menos intentarlo. Merkel se lo espetó abiertamente al primer ministro holandés: «Si los países del Sur quiebran, caemos todos». La canciller alemana ha sido la verdadera artífice del acuerdo. Muchos se extrañan del papel que ha asumido, enfrentándose incluso con los que son siempre sus aliados, pero hay una razón clara: Merkel es perfectamente consciente de que lo que está en peligro es la propia Unión, tan conveniente para Alemania y para los propios países del Norte y presuponía que la cerrazón de estos podría matar la gallina de los huevos de oro. Es un problema de supervivencia. En realidad, esto es lo único que se ha aprobado en la Cumbre, ese mínimo imprescindible para que el edificio no se desmorone; y, así y todo, dada la imponente debacle económica en la que se van a ver inmersos muchos países, no es seguro que se consiga.
No obstante, la presentación al exterior es muy distinta. Como en todas las ocasiones, se habla de éxito fabuloso, de paso de gigante, incluso de nueva Europa, cuando de nueva no tiene nada y ha quedado patente que continúa anclada en las mismas contradicciones y errores de siempre. Para ponderar la importancia del acuerdo se argumenta que es la primera vez que las transferencias se realizan a fondo perdido, lo cual no es cierto, ya que los Fondos de Cohesión, el FEDER, el Fondo Social Europeo y hasta la propia PAC, gozan de la misma característica. Es verdad que en la pasada crisis todos los rescates se instrumentaron mediante préstamos, pero, precisamente por ello y dado el desmedido nivel de endeudamiento que mantienen los países en el momento actual, los créditos malamente pueden constituir ya una solución. Me temo que tampoco vayan a serlo las transferencias a fondo perdido, si tenemos en cuenta su escasa cuantía.
Para entender lo mucho de superchería que acompaña a la presentación del acuerdo adoptado por el Consejo la semana pasada en Bruselas, no está de más que analicemos el montaje que ha venido rodeando desde el inicio todo lo referente a los Fondos de Cohesión, ya que da la impresión de que va a existir una cierta semejanza entre ambas realidades. También entonces Felipe González, al volver de la ciudad holandesa de Maastricht, agitó con todo el triunfalismo imaginable y a modo de botín los Fondos de Cohesión. Con tal motivo publicaba yo un artículo en el diario El Mundo en el que pretendía desinflar el optimismo del Gobierno y de la política oficial, situándoles ante la realidad de un presupuesto comunitario que se elevaba tan solo al 1,24% (nunca ha sido mayor) del PIB de la UE, porcentaje totalmente discordante con el que mantiene cualquier Estado por liberal que sea, y que demostraba bien a las claras la insuficiencia de los fondos creados para compensar las consecuencias de la integración monetaria que se acababa de realizar.
No obstante, en España se creó un auténtico mantra -que aún perdura- acerca de la ingente cantidad de recursos que se recibían de la UE. La generalización de esta opinión se ha conseguido a base de una campaña publicitaria bien organizada por la Comisión que obligaba a publicitar la marca Europa en todas las obras, infraestructuras, actuaciones etc., financiadas, aunque fuese solo en parte, por el presupuesto comunitario. Bien es verdad que a este objetivo colaboró también una propaganda interna empeñada en cantar las excelencias de la UE, y lo muy positivo que ha resultado para España incorporarse a ella.
Nadie ha puesto sin embargo el acento en el hecho de que España no solo era receptora de fondos sino también contribuyente, con lo que la cantidad a considerar era la posición neta, desde luego muy inferior a la bruta, y que por término medio ha podido ser a lo largo de todos los años anteriores a la ampliación aproximadamente el 1% del PIB. Unos años más, otros menos. Cantidad desde luego insuficiente para compensar el efecto negativo que producen sobre nuestra economía el mercado único y la unidad monetaria.
Por otra parte, las ayudas -al igual que se supone que van a ser las del nuevo Fondo de Recuperación- han sido finalistas. Se forzaba así a los países a invertir en determinados objetivos, no solo por la contribución realizada a la UE, sino incluso por la cofinanciación que se exigía en la mayoría de los proyectos al gobierno nacional. En muchos casos la elección no era la más acertada ni la que más convenía al país, ni la que el país libremente decidía, sino la que iba a contar con la aquiescencia de Bruselas. Eso explica, por ejemplo, el descomunal desarrollo de las infraestructuras, algunas de ellas sin demasiado sentido, en detrimento de los gastos de protección social.
Mucho de lo señalado para los Fondos de Cohesión tiene plena validez para la parte del Fondo de Recuperación que teóricamente se va a transferir a los países a fondo perdido. Pero antes parémonos un instante a considerar la otra parte, aquella que se va a conceder como bajo forma de préstamos. Parece evidente que poco o nada va ayudar en la solución del problema. En los momentos presentes, gracias al BCE, los países no tienen problemas de financiación y los tipos de interés son muy reducidos. El problema está en las enormes cotas que el endeudamiento va a alcanzar en algunos países y estas no se aminoran por el hecho de que los préstamos los facilite la UE en lugar de los mercados. Quizás el alivio sea en todo caso para el BCE que se verá obligado a respaldar en el mercado menor cantidad de deuda pública. Bien es verdad que en compensación a lo mejor deberá sostener los bonos que emita la propia Comisión.
Retornando a la parte del fondo que se transfiera a fondo perdido y ya que se empeñan en hablar de cantidades enormes y mareantes, deberíamos hacer unos sencillos cálculos. Afirman que el monto global va a ser de unos 390.000 millones de euros, de los que a nosotros, según dicen, nos corresponderán alrededor de 72.000 millones. Ciertamente los 390.000 millones no van a llover del cielo, ni van a ser generosamente donados por los países del Norte, aunque eso es lo que ellos quieren hacer creer, sino que de una u otra forma (impuestos comunitarios, préstamos, mayores aportaciones al presupuesto de la UE, etc.) va a recaer sobre todos los países miembros, y se supone que aproximadamente en función de su PIB. El nuestro se situará alrededor del 9 o 10% del de la UE, con lo que deberemos hacernos cargo de alrededor de 39.000 millones. El saldo neto que percibiremos quedará reducido por tanto a 33.000 millones de euros (72-39), que se distribuirá en tres anualidades (2021, 2022, 2023) de 11.000 millones de euros por término medio, aproximadamente el 1% del PIB. A ello habrá que descontar la parte que correspondería a España de las minoraciones que por ejemplo en la PAC y en los Fondos de Cohesión se van a hacer en el marco financiero plurianual 2021-2027, para compensar parcialmente el fondo de reconstrucción.
Por mucho que se quiera vender lo contrario, estas cantidades resultan bastante insignificantes comparadas con las necesidades que por desgracia va a presentar la economía española, según señalan todas las previsiones (20 o 30 puntos sobre el PIB). Necesidades que se van a ir haciendo rápidamente presentes, aun cuando la ministra de Hacienda sea portavoz de todo, menos de la ejecución presupuestaria, y no se facilite ninguna información sobre esta materia.
Los cantores de las excelencias del acuerdo, en su afán laudatorio, proclaman la gran novedad que representa que por primera vez se vaya a mutualizar la deuda. La afirmación no es en sentido estricto exacta, puesto que el endeudamiento necesario para financiar el Fondo de Reconstrucción no lo van firmar sindicadamente los países, sino la Comisión con la garantía del presupuesto comunitario. Sin duda contestarán que para el caso da lo mismo, porque detrás se encuentran todos los Estados miembros, y tendrán razón. Pero entonces no se puede decir que es la primera vez, porque la Comisión ya se había endeudado con anterioridad y con la misma garantía. Y el argumento de que en el fondo son todos los países los que responden sirve exactamente igual para el endeudamiento del MEDE, del SURE e incluso para el pasivo del BCE.
En un sentido si se quiere más laxo, y al mismo tiempo de forma más arcana, la verdadera mutualización de la deuda, y en cantidades más importantes, se está produciendo con las operaciones llamadas de expansión cuantitativa que el BCE, al igual que otros bancos centrales, lleva tiempo ejecutando. Cuando en marzo de 2015 Draghi comenzó esta operación, el balance del BCE era de 2,1 billones de euros; en la actualidad es ya de 6,2 billones, más del 50% del PIB comunitario. El BCE, con su actuación en el mercado, salvó al euro cuando estaba contra las cuerdas, y con las primas de riesgo de Italia y España por encima de 500%, y ha sido su actuación la que ha mantenido viva durante todo este tiempo la Unión Monetaria a pesar de sus contradicciones.
Ante los problemas económicos derivados del Covid-19, el BCE ha sido el primero en reaccionar poniendo sobre la mesa un programa de emergencia (PEPP) de 750.000 millones de euros, ampliado más tarde a 1,35 billones, que ha hecho posible que las primas de riesgo permanezcan relativamente estables. He aquí el verdadero rescate. La pregunta es hasta cuándo podrá el BCE seguir manteniendo al euro en sus contradicciones. El otro día en Bruselas lo que estaba en juego era si se descargaba al BCE, aunque fuese en pequeña medida, de tan pesada carga. De ahí la postura de Merkel. No se rescataba a Italia o a España, sino al BCE. Por eso resultan tan ridículas las peroratas de los botafumeiros de Europa; y más que ridícula, hiriente, teniendo en cuanta lo mal que lo van a pasar muchos españoles, la entrada triunfal de Pedro Sánchez al Consejo de Ministros y al Parlamento. Le faltó hacerlo bajo palio.
republica.com 31-7-2020