¿Qué tipo de Estado queremos? Esta es la pregunta que debe hacerse toda sociedad y también la española. ¿Un Estado liberal o un Estado social? Un Estado liberal precisa de un nivel reducido de gravámenes, aquellos imprescindibles para que se desarrollen las funciones que son esenciales a toda unidad política: justicia, policía, exteriores; en su caso, ejército, y poco más. A medida que la actividad económica y la sociedad en general se fueron haciendo más complejas, los propios Estados liberales tuvieron que asumir competencias de tipo económico, infraestructuras, transportes, comunicaciones etc., pretendiendo, eso sí, minimizar su cometido y dejar el protagonismo al sector privado. Se reservaron fundamentalmente el papel de árbitro y regulador. Todo ello implica ya un cierto aumento del tamaño de la Hacienda Pública, aun cuando el nivel de imposición continúe siendo relativamente reducido.
El Estado social representa un salto cualitativo. Parte de la convicción de que el Estado liberal se encuentra en un equilibrio inestable. Ni el derecho ni la democracia pueden ser auténticos sin unas condiciones mínimas de igualdad social. Condiciones que deberían surgir: primero, de que los gravámenes se adapten al principio de progresividad, es decir, que contribuya más quien más posea; segundo, de que, junto con los derechos políticos, las Constituciones garanticen derechos sociales, empleo, educación, sanidad, pensiones, vivienda, seguro de paro, etc. Es más, tras la Gran Depresión del año 29 se comprobó que la economía no es un sistema perfecto que se autorregula, sino que precisa de la intervención de los poderes públicos. Poco a poco surge un fenómeno nuevo, es la misma clase empresarial la que se dirige con frecuencia al Estado para pedir ayuda.
Cabe poca duda de que el Estado social resulta caro y exige un nivel considerable de imposición, por eso, desde principios de los ochenta los países occidentales viven en una especie de esquizofrenia. Por una parte, se produce lo que se puede llamar “la rebelión de los ricos”, se establece una fuerte ofensiva contra los sistemas fiscales, especialmente en lo que respeta a la progresividad; pero, al mismo tiempo, desde todos los sectores de la sociedad se reclama la actuación del Estado y se exige su intervención. En especial en los momentos de crisis, ciudadanos, empresas, organismos e instituciones privadas reclaman su ayuda como un derecho propio y una obligación del sector público. Este comportamiento apareció con claridad en la recesión de 2008, y desde luego se está haciendo patente de forma irrefutable en los momentos actuales con la crisis sanitaria. ¿Podemos imaginarnos los estragos que la pandemia hubiera hecho en la sociedad y en la economía manteniendo simplemente un Estado liberal? El Estado social es caro, pero más caro puede resultar no tenerlo.
España llegó tarde al Estado social, y aún no había terminado de consolidarlo cuando se inicia en Europa el proceso involutivo del que hemos hablado antes, y al que nuestro país se sumó con entusiasmo, al menos en materia impositiva. Desde finales de los años ochenta tanto los gobiernos de González como los de Aznar y como los de Zapatero entraron en un proceso desaforado de bajada de impuestos, con argumentos tan descabellados como los de la curva de Laffer, que ya había mostrado con Reagan su inconsistencia. No solo se dañó la progresividad del sistema sino también la suficiencia, lo que explica nuestra brecha recaudatoria respecto al resto de países europeos.
Se mire como se mire, España está muy por debajo de lo que debería ser su puesto en la Unión Europea, ordenados sus miembros por el nivel de presión fiscal que cada uno mantiene. Esta magnitud en España es inferior en seis puntos a la media de la Eurozona, y en cinco a la de la Unión Europea. Pero no es solo que sea menor que la de Francia, Italia, Alemania, Suecia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda, Austria y Finlandia, lo que podría tener una justificación, sino que está por debajo de Portugal, Grecia, Polonia, Chequia, Hungría, Eslovenia y Croacia, lo que resulta difícil de explicar por mucho que se empeñen los enemigos de los impuestos en buscar argumentos.
No se puede argüir que los tipos impositivos son superiores. Ello resulta muy difícil de comprobar. Los sistemas fiscales son un entramado complejo y cada elemento se complementa con los restantes, por lo que no tiene sentido fijarse en uno solo, por ejemplo, en el tipo del impuesto sobre sociedades, prescindiendo de las deducciones, exenciones y beneficios fiscales que rodean el tributo.
Tampoco tiene sentido recurrir a lo que llaman esfuerzo fiscal, variable predilecta de todos aquellos que pretenden defender que en nuestro país la tributación es muy elevada. Ningún organismo internacional serio la utiliza para hacer comparaciones. Su definición no tiene ningún significado y quizás tan solo constituya un índice de pobreza, ya que al dividir la presión fiscal por la renta per cápita son lógicamente aquellos países en los que esta última variable es menor los que se sitúan a la cabeza de la clasificación. Todos los que pretenden usar el esfuerzo fiscal se limitan a mostrar que su nivel en España es superior al de Alemania, al de Austria, al de Holanda, al de Bélgica, etc. Pero nadie cita que los valores más altos se encuentran en países como Bulgaria, Rumania, Letonia, Lituania, Grecia, Eslovaquia, Portugal, Chipre, etc., en general en todos los países económicamente más débiles. Tampoco añaden que la brecha de recaudación es tan considerable en España que, a pesar de tener una renta per cápita inferior a Francia e Italia, está situada por debajo de ellos en la clasificación.
Si de verdad se quiere mantener en nuestro país el Estado social, no queda más remedio que dejarse de demagogias y plantearse en serio la subida de la presión fiscal. Sin abordar una auténtica reforma que incremente la progresividad y suficiencia de nuestro sistema tributario, no es creíble ni lo del escudo social, ni lo de no dejar a nadie atrás, ni lo de un gobierno progresista. Una reforma fiscal que no puede quedar reducida a elevar la tributación de las grandes empresas, a crear dos impuestos de final dudoso, sobre todo si no se implementan a la vez en toda la Unión Europea y un gravamen a las grandes fortunas, todos ellos elementos que suenan muy bien porque en teoría no afectan al común de confesores, pero que carecen de la suficiente capacidad recaudatoria.
Llenar el país de mercedes sin querer subir de verdad los impuestos no es progresismo, sino puro populismo y demagogia con efectos seguramente muy graves para la economía. Lograr enderezar la Hacienda Pública (dejando aparte que lo primero sería colocar al frente del Ministerio un equipo que supiese algo de impuestos) pasaría en buena medida por desandar el camino andando desde finales de los ochenta y por enfrentarse con los cuatro grandes (al menos deberían ser grandes) tributos que dotan o deberían dotar de progresividad al sistema: IRPF, impuesto sobre renta de sociedades, patrimonio y sucesiones y donaciones.
Comencemos por el IRPF. Lo primero que hay que señalar es que cualquier reforma que se quiera acometer en este impuesto tiene que empezar por devolverle su carácter global, con una sola base imponible y una sola tarifa. Sin duda el ataque mayor que se infligió a la progresividad del gravamen fue separar las rentas de capital de la tarifa general y someterlas a una tarifa más reducida. Es verdad que ya con Solchaga y Solbes se había venido otorgando de forma progresiva un trato de favor a los dividendos, pero fueron los gobiernos de Aznar los que dieron la puntilla al sistema, al escindir en dos la base imponible, la primera constituida fundamentalmente por las rentas de trabajo (y en menor medida por las rentas de la propiedad inmobiliaria y las de los autónomos) y a la que se le aplica la llamada tarifa general, y otra base imponible en la que se engloban los ingresos financieros sometida a una tarifa que eufemísticamente se llama “del ahorro”, para ocultar su verdadero concepto, de rentas de capital.
El primer efecto de esta escisión lo constituye la radical injusticia de hacer tributar a las rentas del trabajo a un tipo muy superior al que se aplica a las rentas de capital. Pero hay un segundo efecto tan pernicioso como el primero y es que los ingresos no se acumulan en una única base imponible, con lo que la progresividad del impuesto se ve reducida, fenómeno que afecta lógicamente a los que tienen rentas de ambas fuentes.
Curiosamente, no he visto que nadie en ese gobierno «progresista» exija esta modificación, sin la cual los otros posibles cambios pierden gran parte de su razón de ser. Crear tramos adicionales en la parte alta de la tarifa general con tipos marginales elevados no deja de discriminar una vez más a las rentas de trabajo respecto a las de capital. No digo que esa medida carezca por completo de sentido, puesto que en los niveles elevados de la tarifa general se encuentran los ejecutivos de las grandes corporaciones con salarios realmente escandalosos. No es lógico que el último tramo termine en los 60.000 euros. A menudo desde la izquierda, incluso desde la misma Unión Europea, se plantean limitar las retribuciones de los grandes ejecutivos. La mejor forma para ello, incluso desde la óptica más liberal, no es la prohibición, sino introducir en la tarifa del impuesto tramos elevados y a unos tipos marginales tales que desincentiven cualquier subida de sueldo en esos niveles. Ahora bien, esta medida queda totalmente coja sin dar un tratamiento homogéneo a las rentas de capital.
El argumento de que son muy pocos los contribuyentes que están en los tramos altos no representa ninguna objeción seria. Hay medidas fiscales que tienen su razón de ser en la suficiencia del tributo, pero otras obedecen principalmente a la justicia, aunque indirectamente también afectan a la suficiencia, porque es difícil exigir a la totalidad de los contribuyentes un esfuerzo fiscal si no existe ejemplaridad en aquellos que más tienen. A los que se rasgan las vestiduras por el nivel que alcanza el tipo marginal máximo hay que recordarles (a veces parecen ignorarlo) que no es un tipo medio, sino marginal, es decir, el que se aplica a los ingresos percibidos a partir de ciertas cantidades, y además que la tarifa vigente a principios de los ochenta, y establecida por un gobierno de centro como UCD, estaba conformada por 32 tramos y un tipo marginal máximo del 65%.
A pesar del trato de favor que actualmente mantienen en el IRPF las rentas de capital, la cuantía declarada es muy reducida, inferior al 10%, de las que se hacen constar como rentas de trabajo, lo que nos conduce, por una parte, al impuesto sobre sociedades y, por otra, a los de patrimonio y sucesiones. Al impuesto sobre sociedades porque resulta vital que las rentas de capital no queden estancadas y ocultas en sociedades interpuestas e instrumentales que carecen de finalidad como no sea la de esconder patrimonios y sus rentabilidades. Hay sin duda formas para evitarlo. Es verdad, no obstante, que, por muchos esfuerzos que se haga en esta dirección, las rentas de capital siempre tienen la capacidad de permanecer retenidas como mayor valor de los activos hasta el momento de su realización en el que lucirán como plusvalías. Ello permite en muchos casos retrasar indefinidamente su tributación. Es precisamente esta condición de los activos financieros la que hace, junto con otros motivos, necesarios los gravámenes sobre patrimonio y sucesiones.
Serán, quizás, estas dos figuras tributarias las más odiadas por los detractores de los impuestos, y objeto de toda clase de sofismas para condenar su existencia. Sin embargo, son dos complementos imprescindibles al impuesto sobre la renta y al de sociedades para construir un sistema fiscal justo y coherente. La imposibilidad de extenderme aquí en la justificación de su razón de ser y en desmontar las falacias que se han construido frente a ellos, me conduce a autocitarme por si algún lector quiere entrar más a fondo en el tema. Para ello pueden verse dos capítulos de mi libro «Economía, mentiras y trampas» (Editorial Península) y, entre otros, los artículos de este diario digital del 22-9-2011, y del 7-11-2018.
No obstante, sí añadiré el gran error que se cometió en los primeros años de la Transición al cederlos a las Comunidades Autónomas. Se permitió, así, la disparidad y casi la anarquía, y con ello el dumping fiscal entre las Autonomías. Se perdía también la función de control que poseen en una gestión integrada de los impuestos directos. Una reforma fiscal en profundidad debería pasar no tanto por homogenizar estos dos impuestos en las Comunidades como en retomar el carácter estatal de ambos tributos, compensando a las Autonomías si fuese necesario.
El impuesto sobre sociedades necesita una reforma amplia y a fondo, aunque sin chapuzas de tributaciones mínimas. El gravamen debe ser proporcional a los beneficios, pero examinando y eliminandocasi todas las deducciones y desgravaciones que ahora mantiene y que alejan el tipo efectivo del nominal y vacían casi por completo de contenido el tributo. Por otra parte, en este impuesto, a diferencia del de la renta personal, no tiene sentido discriminar por el tamaño, entre grandes y pequeñas empresas. Las primeras pueden tener muchísimos accionistas y las segundas un número reducido de socios, pero muy selectos. Las primeras pueden tener graves dificultades económicas, y las segundas notables beneficios y una situación muy saneada. Lo único que se logra al establecer estas distinciones es desincentivar las fusiones empresariales, y mantener nuestro país como una economía de PYMES.
Es verdad que,en los momentos actuales, a la hora de acometer una reforma fiscal no podemos prescindir del hecho de que impera la globalización y de que pertenecemos a la Unión Europea, institución que censura cualquier desviación en materia de déficit público, pero que es totalmente permisiva con los paraísos fiscales, y permite que países miembros como Irlanda, Holanda, Luxemburgo sean totalmente laxos en materia tributaria y que practiquen el dumping frente a otros Estados.
No es menos, cierto, sin embargo, que, si el capital es fácil de deslocalizar, las personas individuales que son las que reciben las rentas, tienen muchas más dificultades en hacerlo, a no ser que asuman el coste del exilio. De ahí la necesidad de imputar correctamente los patrimonios y sus ingresos, (bien estén o se produzcan en España o en el extranjero), a sus beneficiarios últimos, personas físicas. De ahí también la relevancia de la medida adoptada en 2013 por Montoro estableciendo la obligación, bajo elevadas sanciones, de declarar el patrimonio que se mantiene en el extranjero, lo que se recoge en el llamado modelo 720. Curiosamente, la Comisión, lejos de aplaudirlo, lo ha denunciado como norma abusiva al Tribunal de Justicia. ¿Nos puede quedar alguna duda de qué intereses defiende la Unión Europea? ¿Nos puede extrañar que elijan como presidente del Eurogrupo al ministro de Hacienda de un paraíso fiscal? Solo un gobierno imberbe, ansioso de apuntarse tantos, podría pensar otra cosa.
republica.com 17-7-2020