El 13 de enero de 1993 en un artículo en el periódico El Mundo me refería a una conferencia pronunciada por Milton Friedman en la Universidad de Londres, y que junto con otros trabajos había publicado en castellano la editorial Gedisa, en la que el premio Nobel relataba cómo al colaborar en un libro sobre la historia monetaria de los Estados Unidos se vio obligado a leer medio siglo de informes del Banco de la Reserva Federal. Afirmaba que el único elemento que hizo más liviana esa tarea ingrata y pesada fue la oscilación cíclica que estos informes atribuían a la importancia y efectividad de la política monetaria. En los años buenos se decía: «Gracias a la excelente política monetaria de la Reserva Federal…»; en los años malos, por el contrario, se afirmaba: «Pese a la excelente política de la Reserva Federal…». Y luego se insistía en las limitaciones de la política monetaria y en la influencia y potencialidad de otros factores, por supuesto negativos, y de otras políticas incompetentes.
Seguro -apostillaba yo en el citado artículo- que algo parecido le sucedería al estudioso español que quisiera bucear en los informes del Banco de España (BE) y consultar en las hemerotecas las declaraciones de sus responsables. La política monetaria ha funcionado siempre de manera perfecta, las culpas han debido buscarse en otras instancias: el déficit y el gasto público, los salarios, la actuación de los sindicatos, etcétera. La verdad -continuaba yo señalando entonces- es que soy de los que piensan que la política monetaria puede arreglar pocas cosas, pero puede destruir muchas. Es sumamente potente cuando se trata de restringir la demanda, desacelerar el crecimiento económico y sumir a la economía en la recesión y el desempleo; incluso puede conseguir, a base de matar al enfermo, un cierto alivio de dolencias tales como la inflación o el déficit comercial, pero resulta bastante inoperante cuando pretende reactivar la economía. «Se puede conducir al caballo al abrevadero, pero no se le puede obligar a que beba». «La política monetaria es como una soga, sirve para arrastrar, pero es incapaz de retornar el objeto al punto de partida». La historia económica de todos los países está plagada de situaciones en las que una política monetaria restrictiva -no sé por qué, pero las políticas monetarias siempre tienen una finalidad restrictiva- ha originado efectos desastrosos, y salir de la crisis solo ha sido posible tras muchos años de sacrificios y después de pagar un alto coste, tanto en forma de menor crecimiento como en aumento de desempleo. Es relativamente fácil deprimir una economía, pero mucho más difícil reactivarla.
Desde que escribí aquel artículo, no solo han transcurrido más de 25 años, sino que ha pasado mucha agua bajo el puente, como afirma el pianista de la película Casablanca. El BE acaba de presentar su informe económico anual referente al año 2019. Pero esta institución ya no maneja la política monetaria, puesto que España carece de moneda propia, y ahora paradójicamente los bancos centrales, incluyendo el Banco Central Europeo (BCE), no han tenido más remedio que pasarse a las políticas expansivas. Bien es verdad que en Europa continúa habiendo muchas reticencias tanto por parte del Bundesbank como por parte de los bancos centrales de otros países del Norte, ante esta forma de actuar de los institutos emisores.
Si hace 25 años, bajo el paraguas de los criterios de convergencia y la presión de Alemania, la tiranía de la política monetaria se imponía restringiendo el crecimiento económico, a partir de la crisis de 2008 las cosas cambian. El BCE, para salvar el euro, y ante la pasividad del resto de las instituciones, se ha visto forzado a practicar una política monetaria expansiva, y a terminar financiando a la mayoría de los Estados, rompiendo así, aun cuando no se quiera reconocer, las limitaciones de las que se le había revestido desde su creación.
La crisis del 2008 demostró el contrasentido que se escondía tras uno de los dogmas básicos en los que se había asentado la Unión Monetaria, el de la prohibición de que el BCE financiase a los Estados miembros. Muy pronto se hizo evidente que los Estados están indefensos ante unos mercados globalizados, si no tienen detrás un banco central que les respalde. La inestabilidad financiera de los países podría hacer tambalear la propia viabilidad de la Unión Monetaria.
La crisis del Covid-19 va a poner en solfa otro de los principios esenciales del credo comunitario: el rechazo a las ayudas de Estado, la prohibición de que los países puedan auxiliar a sus empresas, violando así la libre concurrencia. Alemania ha destinado ya más de un billón de euros a sanear sus corporaciones, y quizas aquí se encuentre el origen y el destino del fondo europeo de recuperación planteado por la Comisión. Origen porque, tal vez, surge de la convicción de que un mercado único no puede funcionar si unas empresas reciben dinero público porque pertenecen a países pudientes, y otras no porque están ligadas a naciones con dificultades presupuestarias. Y destino porque será seguramente a sanear empresas a lo que se dirija el dinero comunitario.
Pero volvamos al informe del BE de este año. Su importancia radica, a mi entender, en que su gobernador, Hernández de Cox, pertenece al consejo del BCE y sus palabras (al igual que las manifestaciones ocasionales de Guindos en la prensa) pueden darnos importantes pistas acerca de cuál va ser la postura del BCE en la crisis, postura que conviene tener muy en cuenta ya que la estabilidad económica de España -como la de casi todos los otros países del Sur- va a depender más que nada del comportamiento de dicha institución.
Si algo dejó claro el señor Hernández de Cox es que se prevé que las finanzas españolas acumulen un fuerte incremento del endeudamiento público, sin que de sus palabras parezca desprenderse que las ayudas europeas vayan a aliviar lo más mínimo la situación. Evidentemente, los recursos que provengan de Europa como préstamos se computarán como deuda pública. Pero y ¿las tan cacareadas transferencias a fondo perdido? Claramente no incrementarán la deuda, pero me temo que, sean muchas o pocas, van a orientarse a otros menesteres distintos de financiar los gastos de las administraciones públicas, y que en su mayoría se concederán condicionadas a las ayudas de Estado a las que me he referido antes.
Del informe y de las palabras del gobernador, se desprenden claramente también las dos etapas en las que pretenden dividir la crisis. Una primera época en la que el sector público tiene que asumir una política expansiva, más gasto, más subvenciones, más prestaciones, menos impuestos, etc. Se trata, según se dice, de salvar la economía, época durante la cual el endeudamiento público alcanzará, de acuerdo con distintas hipótesis, cuantías diferentes, pero todas ellas cifras astronómicas. Una segunda etapa que eufemísticamente se denomina de estabilización, consistirá en aplicar lisa y llanamente una política fiscal fuertemente restrictiva.
Que nadie se llame a engaño, ni piense que la política de austeridad es cosa del pasado. En realidad, el proceso que se planteó en la crisis de 2008 no difiere del planteamiento actual. También entonces se configuraron dos etapas (más que configurar o planificar, se produjeron de hecho), aunque los que han quedado marcados en el imaginario popular han sido únicamente los ajustes y los recortes de la segunda. Hay que recordar, no obstante, que estos no comenzaron hasta 2010 y que estuvieron precedidos durante dos años por de medidas expansivas de escaso éxito y que después todo el mundo ha afirmado que fueron contraproducentes.
Por recordar algunos hitos destacados. En agosto de 2008 el Gobierno de Zapatero aprueba 24 medidas aplicables a los sectores de la vivienda, el transporte, la energía, las telecomunicaciones, el medio ambiente y la financiación de las PYME. A finales de noviembre, se anuncia de nuevo un plan urgente para la reactivación de la economía dotado con 11.000 millones de euros, un 1,1 % del PIB, con el que se espera conseguir la creación de 300.000 puestos de trabajo durante 2009. En enero de 2009 se presenta el Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo, conocido como Plan E, por un coste del 2,3% del PIB. Todas estas iniciativas no tuvieron ningún rechazo en su momento en la Unión Europea; ni en el resto de organismos internacionales, más bien las aconsejaban. Sin embargo, sus resultados en el erario público sirvieron más tarde de argumento para imponer los ajustes de 2010 y años posteriores.
El Gobierno actual, oposición, representantes empresariales y sindicales no deberían desdeñar la enseñanza de la historia, ni olvidar que estamos en la Unión Monetaria y que nuestra soberanía está en extremo limitada, por una parte, por la libre circulación de mercancías y capitales y, por otra y principalmente, por la carencia de moneda propia. Queramos o no, nuestro nivel de endeudamiento nos va a dejar más que nunca en manos del BCE y conviene que no nos equivoquemos, los mandatarios de la Unión Europea y los halcones del Norte no se van a mover por fotos más o menos idílicas de concordia entre gobierno, patronal y sindicatos, sino por sus propios intereses. Nos ayudarán en la medida que sea imprescindible para la estabilidad de la Unión y, sin duda, estableciendo condiciones.
El Ejecutivo y los agentes sociales tendrían que ser por ello, en los momentos actuales, mucho más cautos a la hora de plantear los gastos o las rebajas de impuestos; no sea que comprobemos más tarde que, por intentar salvar lo insalvable, nos vemos obligados a acometer medidas muy punitivas tanto para la economía como para los ciudadanos. Con el argumento de que hay que ayudar a las empresas, son múltiples las actuaciones que el Gobierno está llevando a cabo que sin duda van a representar una enorme carga para el erario público. En economía nada es gratuito y todo tiene su coste de oportunidad. No sé si se están midiendo adecuadamente las necesidades y el coste beneficio.
Me temo que Podemos y la Izquierda Unida de Garzón van a descubrir las limitaciones que impone pertenecer a la Unión Monetaria, y lo que significa gobernar en estas circunstancias. Casado, por su parte, debería olvidar ese latiguillo de que hay que bajar los impuestos, y acordarse de lo que tuvo que hacer Montoro, en contra de todas sus convicciones. Constatará que la cosa no va a ir de bajarlos sino de subirlos. Y nuestro ínclito presidente de Gobierno quizás se entere, aunque a lo mejor no, de que la reforma fiscal que se precisa para garantizar la economía del bienestar es algo más que subir la tributación a las grandes corporaciones. Esa reforma fiscal que tal vez sea imposible aplicar, dadas las condiciones actuales en la Unión Europea. Posiblemente, merezca la pena hablar de ella la próxima semana.
republica.com 10-7-2020