La noticia ha saltado a la prensa. La cadena HBO Max ha retirado de su streaming la película «Lo que el viento se llevó», tachándola de racista. No es un film que precisamente me apasione, pero acusarle de racista me parece desproporcionado y excesivo. Sobre todo, me repele lo que la acción tiene de censura.
Hace año y medio en España, en Operación Triunfo, la concursante María Villar se negó a cantar un párrafo de la canción de Mecano «Quédate en Madrid» porque empleaba el término «mariconez». «Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez y ahora hablo contigo en diminutivo con nombres de pastel». Los responsables televisivos habían accedido a cambiar el vocablo por el de estupidez, pero el autor, José María Cano, se negó en redondo. Mantuvo que la canción era suya, que nadie tenía derecho, salvo él, a modificar la letra, y que no estaba dispuesto a hacerlo por ese motivo que, precisamente, sí le parecía una estupidez.
La semana pasada la estatua del misionero español Junípero Serra, que se encuentra en el centro de Mallorca, sufrió una agresión, apareciendo por la mañana manchada con tinta roja, con la inscripción “racista”. El ataque obedecía, al parecer, a la consigna dada por la concejala de Justicia social, Feminismo y LGTBI, Sonia Vivas, para que la derribasen. Los seguidores de la orden no debían de disponer de suficientes medios y se contentaron con pintarrajearla. En realidad, la orden no era nada novedosa, se trataba de imitar lo acaecido días atrás en San Francisco, hecho inscrito en esa furia iconoclasta que se ha desatado en Estados Unidos y que ha tenido como víctimas también a las estatuas de Colón y Cervantes.
Tres hechos, y se podrían citar muchos más, en apariencia sin conexión, pero que obedecen a un mismo fenómeno, el de la tiranía de lo políticamente correcto, un nuevo fundamentalismo referente a determinadas materias, que pretende reescribir la historia y la cultura. Ante el piquete de esta nueva Inquisición no hay obra de arte que esté a salvo del furor revisionista. Si le hiciésemos caso, no se librarían de su anatema ni las tragedias griegas, ni las más sublimes óperas, ni las más excelsas pinturas, ni esos monumentos extraordinarios y sorprendentes (casi todos se hicieron con un tipo u otro de esclavismo) ni los personajes históricos más relevantes. La acusación de racistas, antifeministas, homófobos, etc., revolotearían sobre todos ellos. Su pasión iconoclasta parece no tener límites y estarían dispuestos a emular la destrucción de los budas de Bamiyán por los talibanes.
La entidad del fenómeno se agrava porque surge en los propios países occidentales, en aquellas sociedades que se consideran herederas de la Ilustración, en las culturas que alardean de abrazar el laicismo frente al integrismo religioso, que proclaman el libre pensamiento como motor del desarrollo y del progreso. Es un discurso sin duda reaccionario, pero paradójicamente no proviene de las esferas más conservadoras de la sociedad que pretendiesen retornar al antiguo régimen, no nace de los nostálgicos del absolutismo y del dogma, sino de un pseudoprogresismo que, habiendo renunciado a su propio discurso en materia social y económica, lo sustituye por una especie de mistura de feminismo, ecologismo, defensa de minorías raciales o de grupos como el de LGTBI, etc. Todas ellas batallas muy respetables, pero que se convierten en nocivas al transformarse en un cuerpo doctrinal, en un nuevo catecismo de fe, en el que no cabe el desacuerdo o la objeción, en el que no es posible ni siquiera la duda.
Si no fuese por su fundamentalismo, gran parte de este discurso provocaría simplemente hilaridad. Muchos de sus juicios y aseveraciones se precipitan en lo ridículo, causan risa. ¿Cómo no encontrar chuscos los destrozos que pretenden hacer a menudo en el idioma con eso que llaman lenguaje inclusivo? ¿Y acaso no hay cierta comicidad en los garrafales errores que cometen a menudo en sus análisis históricos y culturales, llenos de anacronismos y de prejuicios ideológicos? Todo su discurso no pasaría de anecdótico a no ser por su pretensión de transformar todas esas afirmaciones en pensamiento único, prohibiendo y anatematizando todo otro discurso alternativo.
Ante ese nuevo dogma eclesial, ante esa nueva ortodoxia, hay que reivindicar por fuerza la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y el derecho de los ciudadanos a mantener las tesis contrarias. Derecho a calificar de ridículos muchos de los planteamientos de ese lenguaje inclusivo y considerar que la mayoría de las veces se convierten en toscas patadas al diccionario. Derecho a utilizar nuestro idioma en toda su amplitud, en toda su riqueza modal, e incluso en los términos malsonantes, sin por eso suponer que se odia o ataca a algún colectivo.
Derecho a que se respete la historia y a que sean los historiadores con el máximo grado de libertad investigadora, y sin anacronismos y prejuicios ideológicos, los que establezcan los hechos y dictaminen sobre ella manteniendo un estricto pluralismo. Hay que reivindicar la espontaneidad de los artistas en su actividad creadora, sin que se vean obligados a hacer de sus producciones obras apologéticas.
Hay que reclamar el derecho que tienen muchos españoles de creer que el mayor error de la Transición fue el establecimiento del Estado de las Autonomías, o que al menos se ha ido demasiado lejos en esa materia, y el derecho a defender, por tanto, la reforma de la Constitución para corregir los excesos. El mismo derecho del que se apropian otros para querer reformarla en sentido contrario.
Hay que demandar respeto para todos aquellos, hombres o mujeres, que se manifiestan en contra de forzar, tanto en las listas electorales como en la constitución de los gobiernos, la paridad de géneros. Tal vez piensan, primero, que de esta forma las mujeres que ostentan cargos públicos nunca sabrán si los ocupan gracias a sus méritos y capacidades o al hecho de ser mujeres. Segundo, que con este procedimiento se comienza la casa por el tejado porque, si de verdad se quiere la paridad en los puestos políticos hay que empezar por cambiar los hábitos sociales y la mentalidad de hombres y mujeres de manera que estas accedan a la actividad política en el mismo número y con la misma intensidad que lo hace el género masculino.
Hay quienes cuestionan -y tienen derecho a ello sin que se les califique de homófobos- que, en los países occidentales, el colectivo LGTBI sea una minoría perseguida, maltratada o discriminada, cuando sus manifestaciones paralizan varios días muchas ciudades y su bandera durante sus fiestas hondea en múltiples organismos oficiales e incluso ocupa el perfil en Twitter de la Guardia Civil. La misma palabra de «orgullo» se orienta más que a la postergación a la preeminencia.
Hay quienes defienden, y tienen derecho a ello, sin que se les acuse de cómplices de la violencia machista, que todas las víctimas, sean hombres o mujeres, son iguales, y que no parece coherente que la ley penal castigue en distinta medida según que la agresión se produzca en un sentido o en el contrario. Tienen perfecto derecho a reclamar que en esta materia también se proteja la presunción de inocencia, y a suponer que, en ocasiones, solo en ocasiones, la mujer en un proceso de separación esté tentada a utilizar acusaciones falsas para obtener beneficios adicionales, especialmente en la custodia de los hijos.
Hay quienes piensan, y tienen derecho a defender sus planteamientos, que la mayor frecuencia colectiva en la comisión de una clase de delitos constituye un problema social y de orden público, y como tal tiene que ser abordado, pero en ningún caso debe incrementar por ello la gravedad desde el punto de vista penal de cada uno de los delitos, ni alterar sus garantías procesales.
En esta línea hay quienes señalan, y al menos deberían ser oídos en lugar de ser anatematizados, que el aumento de la dureza en las medidas penales no ha servido, por lo menos hasta ahora, para reducir los casos de violencia doméstica. Se preguntan, y tienen derecho a ello, si no se debería analizar más profundamente el fenómeno, escrutando la totalidad de las causas, de manera que no todo quedase reducido a una cuestión penal.
Hay incluso quienes cuestionan la existencia de una violencia de género, en cuanto tal, y tienen derecho a ello, sin que les acusen de ser cómplices de esos asesinatos. Creen que actualmente en los países occidentales no existe una violencia estructural frente a la mujer, ni todos los hombres son asesinos, ni todas las mujeres son víctimas. Es más, a pesar de todo el dramatismo del fenómeno, constituyen un porcentaje reducido. En España el 68% de los homicidios son de hombre a hombre, el 27% de hombre a mujer, el 7% de mujer a hombre y el 3% de mujer a mujer. Piensan, y tienen derecho a ello, que estos porcentajes no parecen confirmar el hecho de que se mate a las mujeres por el hecho de ser mujeres.
Se podrá afirmar que todas estas opiniones están equivocadas, que son erróneas, pero para demostrarlo deben emplearse argumentos. No valen las descalificaciones, y mucho menos las prohibiciones ni las condenas a priori. Equivocadas o no, todas ellas son merecedoras de ser escuchadas, de analizarse y, si se piensa lo contrario, de combatirlas dialécticamente, pero nunca de ser censuradas. Bajo ningún concepto se puede retornar a macarthismos ni a establecer sistemas represores de todo lo que se considera que se sale del discurso oficial.
Mal síntoma, en este sentido, que dentro del bloque que apoya al Gobierno, el fundamentalismo haya llegado tan lejos que un grupo feminista haya llamado homófobo a otro por el simple hecho de no defender la doctrina queer, es decir, por no admitir que la identidad sexual, lejos de estar inscrita en la naturaleza biológica humana, es una construcción social que varía en cada sociedad.
Mal síntoma también lo que ocurrió el otro día en el Congreso cuando el grupo parlamentario socialista, mediante una proposición no de ley instó al Gobierno (a su propio Gobierno) a tomar medidas contra el negacionismo de la violencia de género. Medidas ¿de qué tipo?, ¿represivas?, ¿penales? ¿Dónde queda la libertad de expresión? Lo malo es que fue votada por todos los partidos excepto por Vox.
Al dejar a Vox la exclusiva en el cuestionamiento de lo políticamente correcto, el resto de los partidos, también los de izquierdas, corren el peligro de que muchos de sus votantes, que pueden disentir de ese nuevo credo que se pretende imponer, se trasladen a lo que llaman extrema derecha, tanto más cuanto en materia social y económica no logran ver demasiada diferencia entre las formaciones políticas. En países como Francia o Italia esa extrema derecha también se nutre de los ex votantes de la izquierda.
La globalización, el proyecto de Unión Europa y más concretamente el del Unión Monetaria, tal como se han construido, amenazan el Estado social. La dictadura de lo políticamente correcto puede terminar poniendo en cuestión el Estado democrático y de derecho.
republica.com 3-7-2020