Al tiempo que Pedro Sánchez veía la orejas al lobo en el Congreso y prometía ser chico bueno, dialogar y pactar, su pinche, el de la curva y el pico, se negaba a proporcionar a los periodistas el nombre de los expertos que componían, con él a la cabeza, el grupo que tenía como misión establecer las provincias aptas para pasar de fase de desescalada. La razón esgrimida, que se quería evitar que sufriesen presiones. El doctor Simón parece ignorar que la democracia es un sistema basado en las presiones, presiones del pueblo sobre sus gobernantes.
Se dirá que los expertos no son políticos, solo técnicos; pero dejan de serlo y se convierten en políticos, cuando aceptan ocupar su puesto. A los políticos les encanta esconderse detrás de los técnicos, y transformar las decisiones políticas, sometidas a opciones y alternativas, a la conclusión necesaria de una argumentación científica. El gobierno de los sabios o el positivismo de Augusto Comte. El neoliberalismo económico ha ambicionado siempre desvincular las decisiones económicas de la política y hacer pasar todas ellas por resoluciones técnicas. De esta manera se elude la presión de la masa, del pueblo. Su diana preferida ha sido la política monetaria que, a pesar de su nombre, pretendían limpiar de cualquier resabio político, abogando por que los bancos centrales fuesen independientes de los gobiernos.
La verdad es que desde la famosa disyuntiva acerca de si producir cañones o mantequilla, toda la política económica, incluyendo la monetaria, no puede quedar reducida a ser la conclusión de un silogismo técnico, sino que tiene que configurarse más bien como una cadena de decisiones y opciones unidas a fines y medios que hay que compaginar. Siempre me ha parecido radicalmente errónea esa concepción, por ejemplo la que aparece en los estatutos del BCE, de que la única finalidad de la política monetaria es controlar la inflación. Todo banco central, quiera o no, al poseer el privilegio de emisión de su respectiva moneda y manejar por tanto la masa monetaria, se ve en la obligación de atender a dos objetivos, el crecimiento económico y la inflación, que a veces aparecen como enfrentados y habrá que elegir cuánto se sacrifica de una en aras del otro, y viceversa.
Esta es una lección que los bancos centrales han debido aprender, y aceptar que no son tan independientes como se creen o como aparece en sus estatutos. Ni la Reserva Federal ni el Banco de Inglaterra, ni siquiera el BCE. Alemania, máxima defensora de la independencia de esta última institución, no ha dejado de intentar condicionar sus actuaciones cuando no se han adaptado a sus intereses. La sentencia del Tribunal Constitucional alemán emitida hace unos días es el prototipo más claro de intromisión por parte de un Estado en la tan cacareada independencia del BCE y, lo que es peor, la pretensión de que el Tribunal Constitucional alemán esté por encima del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que había mantenido la tesis contraria. Lo que subyace, como siempre, es la duda de si la Unión Europea es algo más que el cortijo de Alemania.
Con la pandemia ocurre algo similar. El Gobierno sanchista lleva desde el principio escondiéndose detrás de las decisiones técnicas. Todo se les va en afirmar que ellos lo único que hacen es seguir los criterios de la comunidad científica, la opinión de los expertos. Pero en esta crisis, como en casi todos los aspectos de la vida, las opciones son diversas y al igual que en el resto de las situaciones sociales las alternativas son múltiples y las decisiones, políticas. Tampoco es cierto que el único objetivo sea evitar el contagio. Si eso fuera así la determinación a tomar hubiera sido un confinamiento indefinido y total, hasta que se encontrase una vacuna. Todos sabemos que esta opción es absurda e imposible de implementar. Pero nos sirve para poner de manifiesto que todos nosotros también, aunque proclamemos otra cosa, estamos convencidos en nuestro interior y en la forma de razonar que en este tema hay otras muchas variables y finalidades a tener en cuenta, aparte de la sanitaria.
En tiempos como estos se nos llena la boca al afirmar que la salud y la vida son los valores supremos. Pero ello no es cierto. Ninguna sociedad lo admite ni lo ha admitido nunca. La prueba es la existencia permanente de guerras que, aun cuando despierten la indignación de unos pocos, son generalmente aceptadas por los Estados y las sociedades; incluso calificamos de justas algunas de ellas. La mayoría de los países mantienen ejércitos, aunque muchos como el nuestro sean mercenarios (ahora los llamamos profesionales), para que la mayoría de la sociedad se haga la ilusión de que no se mancha las manos y se libre de ese engorroso asunto a los niños de papá. Hasta la iglesia católica ha mantenido permanentemente que hay valores superiores a la vida y ha canonizado el martirio.
Nuestra sociedad secularizada y acomodaticia, enferma de anhelo de seguridad y que aborrece cualquier forma de peligro, acepta, no obstante, que el riesgo cero no existe, y que vivir, se quiera o no, es exponerse. Asume, por ejemplo, que tiene que pagar el tributo de un número considerable de muertes en accidente de tráfico los fines de semana, en aras del confort que proporcionan la movilidad y el descanso. No tienen más remedio que admitir las profesiones de riesgo y consienten determinados deportes en los que el peligro resulta extremo o tolera las propias corridas de toros, que si bien algunos grupos denostan, parecen hacerlo más por el dolor que se inflige al toro que por el riesgo que asume el torero. La prueba más contundente de que no nos hemos creído por completo eso de que la salud es lo primero es que hemos escatimado y racaneado con los gastos sanitarios en los presupuestos.
A los pocos días de decretarse el estado de alarma (19 de marzo) escribía yo en este diario: “Se atribuye al torero Manuel García Escudero, apodado “el espartero”, la célebre frase de Más cornadas da el hambre. Cuando la emergencia sanitaria termine diluyéndose, comprobaremos si las consecuencias económicas van a ser más letales que la propia epidemia. Y es que, con la globalización, cualquier acontecimiento negativo, sea cisne negro o no, puede desencadenar una crisis de enormes dimensiones”.
Esta crisis tiene dos variables, la sanitaria y la económica (incluso tendríamos que considerar otras más), por lo que las decisiones que se adopten no pueden ser exclusivamente técnicas o científicas, y mucho menos cuando no se conoce ni siquiera el nombre de los expertos, y los criterios seguidos son tan volubles, discutibles, arbitrarios y hasta a veces contradictorios. Las decisiones deben ser políticas y equilibradas entre esas dos opciones. ¿Cuánto de riesgo asumimos para salvar la economía y cuánto de economía estamos dispuestos a sacrificar en aras de minimizar el riesgo? Es más, a la hora de escoger medidas para reducir el peligro de contagio tendríamos que elegir aquellas que fuesen menos cruentas para la actividad económica y, a la inversa, a la hora de la desescalada, a igualdad de riesgo, habrán de consentirse antes las actividades que más favorezcan la recuperación económica. La consecuencia, por otra parte, es inmediata: esas elecciones favorecerán a unos grupos y perjudicarán a otros.
Resulta innegable, por tanto, que las decisiones no pueden ser meramente técnicas y mucho menos basarse exclusivamente en criterios sanitarios. Los políticos, una vez más, no pueden esconderse en los expertos, y tanto más si estos pertenecen solo al campo de la medicina. El Gobierno, con la excusa de que sigue a pies juntillas los consejos de la comunidad científica, no tiene derecho a adoptar una postura pasiva y a permitir que se destruya toda la estructura económica, en la creencia ingenua de que todos juntos ya la reconstruiremos más tarde (Pactos de la Moncloa). Ni es aceptable que como única receta caiga en la suposición más ingenua aún de que Europa va a venir a salvarnos (Plan Marshall).
Habrá a quien le escandalice la idea de que se pueda comparar la salud y la vida con algo tan soez y material como la economía, pero es que, nos guste o no, la economía es el soporte de la salud y la vida. Sin Estado no hay Estado social, y sin economía no hay economía del bienestar. La política social no se mantiene a base de voluntarismo ni de soflamas y manifestaciones. No es suficiente proclamar la decisión de mantener el escudo o la coraza social. Cuando no disponemos de nuestra propia moneda, cuando el capital puede moverse libremente y estamos a expensas de un tercero, el talonario se termina y los recursos de la caja también. Entonces la economía impone sus exigencias, que pueden ser dramáticas para todos, pero muy posiblemente más para los que tienen menos medios de defensa.
Es posible que hoy desde Europa (también desde el FMI) estén exhortando a los gobiernos a gastar. Algo parecido, aunque quizás nos hemos olvidado de ello, ocurrió en 2008. Yo sí recuerdo que en algunos artículos saludé con euforia el hecho de que los mandatarios internacionales (comenzando por el FMI) se hubieran vuelto todos keynesianos. La transformación duró poco tiempo, hasta que los mercados financieros comenzaron a bramar y nos hicieron tomar conciencia a todos de que nos encontrábamos en un sistema que denominábamos globalización en el que se daba la libre circulación de capitales. Entonces aparecieron la prima de riesgo, la troika, los hombres de negro y la política de austeridad que tuvo efectos tan desastrosos -en unos más y en otros menos- en todos los países del Sur.
Sin duda, fue Grecia el país más perjudicado por esta crisis y el que conoció más de cerca la escasa distancia que hay entre la economía, la salud y la vida. En aquellos años el número de suicidios se incrementó sustancialmente en el país heleno. Cómo no recordar de forma especial al farmacéutico Dimitris Christoulas, de 77 años de edad, que se suicidó públicamente en la plaza Sintagma de Atenas. Dejaba escrito a modo de contestación y protesta: “Dado que no tengo edad que me permita responder activamente (aunque sería el primero en seguir a alguien que tomase un kaláshnikov, no encuentro otro modo de reaccionar con dignidad que poner un fin decente a mi vida antes de comenzar a rebuscar en la basura para encontrar la comida”. Es claro que Dimitris discrepaba de que la vida fuese el supremo valor. Las promesas y el voluntarismo de Syriza no sirvieron tampoco para corregir tal situación.
Ya era difícil que un gobierno como el Frankenstein pudiese gobernar con una mínima eficacia, pero he aquí que los dioses, el destino o quien sea, le ha colocado ante una encrucijada ciertamente difícil y complicada. ¿Cómo compaginar la epidemia con la marcha de la economía, cañones o mantequilla, riesgo o destrucción económica? No vale escudarse en la opinión de los expertos o de una teórica comunidad científica, ni excusarse por la teórica falta de colaboración de la oposición a la que se ha despreciado e insultado con anterioridad (Pactos de la Moncloa), ni esperar pacientemente el maná de Europa (Plan Marshall). No tienen más remedio que gobernar y, si no saben hacerlo, deberían tener la dignidad de marcharse. Pero eso, bien es verdad, no entra en la naturaleza de Sánchez.
republica.com 15-5-2020