El pasado 26 de marzo se cumplieron 25 años del Tratado de Schengen, por el que la mayoría de los países de la Unión Europea se comprometían a eliminar los controles para la circulación de ciudadanos en las fronteras interiores. Curiosamente, el mismo día, 26 de marzo pasado, se celebraba por videoconferencia el Consejo de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión para discutir y aprobar las medidas necesarias para enfrentarse a la crisis del coronavirus.
La coincidencia es significativa y en cierta medida irónica, puesto que la reunión se llevaba a cabo unos cuantos días después de que los dos socios principales de la Unión, Alemania y Francia, tras haber aparecido los primeros signos de la epidemia, prohibiesen en sus países la exportación de todo el material sanitario preciso para combatirla, sin que importase lo más mínimo lo del mercado único y el libre comercio. Con el mismo espíritu comunitario, más de doce de los países representados en la videoconferencia, entre ellos España, se habían apresurado a cerrar por propia iniciativa sus fronteras, sin que mediase ningún acuerdo colectivo. La Comisión se ha tenido que quejar amargamente de lo bien que había funcionado la acción conjunta, en un sálvese el que pueda, y de cómo esta actitud anárquica e individualista estaba dificultando gravemente el transporte intercomunitario, incluso el de material sanitario.
Estos prolegómenos no presagiaban nada bueno acerca de los resultados de la videoconferencia, tanto más cuanto que venía precedida también de un estrepitoso fracaso del Eurogrupo que, reunido días antes, había cerrado su deliberación sin acuerdo y dejando cualquier decisión en manos del Consejo de jefes de Estado y de Gobierno. Echó balones fuera. El Consejo, a su vez, ha hecho lo mismo, no llegar a compromiso alguno y despejar la pelota hacia los ministros de Finanzas, emplazándoles a que dentro de quince días presenten las medidas adecuadas. Todo esto es un juego de niños, o más bien de trileros, en el que no se sabe muy bien si se engañan ellos mismos o si intentan engañar a los demás.
Desde que en noviembre de 1993 se firmó el tratado de Maastricht y se diseñó lo que sería la Moneda Única, se ha venido escuchando la misma monserga. Frente a las críticas de los que afirmábamos que era una monstruosidad económica y social construir una unión monetaria sin integración fiscal y presupuestaria, objetaban que todo llegaría, que lo importante era ir dando pasos, pero los pasos no han existido y de darse algunos han sido siempre en la misma dirección. En integración fiscal y presupuestaria no se ha avanzado nada, todo lo contrario. Actualmente, el presupuesto comunitario asciende al 1,2% del PIB, inferior al porcentaje de entonces (1,24%) que, como no podía ser de otra manera, en aquel momento considerábamos ridículo, y nos aseguraban que poco a poco se incrementaría. La ampliación de la UE a los países del Este ha liquidado cualquier esperanza de progreso en este sentido y despejado toda duda acerca de que pudieran potenciarse los mecanismos redistributivos totalmente necesarios en una unión monetaria.
A lo largo de todos estos años, incluso antes de que naciese el euro (por ejemplo, con el Sistema Monetario Europeo), han ido aflorando las fuertes contradicciones del proyecto y las subsiguientes crisis a las que ha dado lugar. A todas ellas se les ha dado respuesta a base de parches, con lo que las desigualdades entre países se han agudizado y los desequilibrios permanecen. En esta ocasión, Europa se enfrenta a la crisis del coronavirus sin haber solucionado las secuelas de la recesión anterior de 2008, y con la división abierta entre Norte y Sur. Los países acreedores no solo continúan negándose a establecer cualquier instrumento que tenga una función redistributiva y compense las desigualdades y desequilibrios creados por la Unión Monetaria, sino que también rechazan cualquier forma de mutualización del riesgo.
Con motivo de la actual crisis y con anterioridad al citado día 26 de marzo, nueve de los 27 países de la Eurozona: Francia, Italia, España, Bélgica, Portugal, Grecia, Irlanda, Eslovenia y Luxemburgo, remitieron una carta al presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, en la que retomaban un viejo proyecto nunca llevado a cabo y al que Alemania siempre se había opuesto, el de los eurobonos, bautizados ahora como coronabonos. Los firmantes aportan el 57% del PIB de la Eurozona. Constituyen, por tanto, una mayoría lo suficientemente representativa para ser tenida en cuenta. La Unión Monetaria, sin embargo, se implantó según las solas conveniencias de Alemania y sus adláteres. Todos los acuerdos tienen que ser tomados por unanimidad, con lo que resulta muy difícil, casi imposible, introducir cualquier modificación de lo pactado en el inicio, que resulta ser radicalmente insuficiente para conseguir que las diferencias entre países no se incrementen. Los intereses de los países del Norte se encuentran suficientemente blindados.
Una vez más, como era de esperar, se han opuesto radicalmente a los eurobonos. En esta ocasión, el Norte cuenta con un refuerzo de envergadura, Mark Rutte, primer ministro de Holanda y un fanático, extraña mezcla de liberal y furioso nacionalista, que en estas materias actúa como perro de presa de la Merkel y se coloca al frente de los halcones. “No puedo imaginar –ha dicho- ninguna circunstancia en la que Holanda aceptaría los eurobonos. El motivo es que es algo que va contra el diseño de la Unión Monetaria y del propio euro. Y nosotros no somos los únicos: muchos países están contra los eurobonos».
La oposición de Alemania, aunque planteada quizás con menos agresividad, no es menor. Su ministro de Economía ha calificado al proyecto de zombi, y parece ser que la canciller comunicó esta misma idea al primer ministro italiano, Conte, en un intento de convencerle para que aceptase el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). “Si lo que estás esperando son lo coronavirus, no van a llegar nunca. Mi Parlamento no lo aceptaría. Estáis generando expectativas que no se van a cumplir”. Desde luego, entre las expectativas que no se van a cumplir está también el Plan Marshall pregonado por Sánchez, que más que un plan parece el sueño de una noche de verano. Si Alemania, Holanda, Austria, Finlandia, etc., están en contra de cualquier mutualización del riesgo, con más motivo lo estarán de todo aquello que suponga transferencias de recursos a fondo perdido como el seguro del desempleo comunitario que plantea Pedro Sánchez.
En cierto modo, en la videoconferencia del día 26 se repitió la escena de 2012, en la que Monti y Rajoy, secundados por Hollande, amenazaron con vetar la resolución del Consejo si la Unión Europea no absorbía el coste de las crisis de las entidades financieras. Merkel no tuvo más remedio que recular y aceptar, aunque echando balones hacia delante de manera que se descafeinase la propuesta. Surgió así la Unión Bancaria. Monti, Rajoy y Hollande han desaparecido y ya hemos visto a lo que ha quedado reducida hasta ahora la Unión Bancaria. Ni siquiera se ha mutualizado el fondo de garantía de depósitos. Bueno, en cualquier caso, Conte no es Monti, Sánchez no es Rajoy, y Macron, aparte de no ser Hollande, en esta ocasión parece que ni está ni se le espera. Y, además, entonces no estaba al frente de Holanda un hooligan como Rutte. Así que me temo que ahora, ni siquiera aparentemente, los países del Norte van a ceder ni un ápice.
Lo más que pueden esperar España e Italia es el recurso al MEDE, y eso tan solo después de haber agotado todas las posibilidades para financiarse por sus propios medios. Sin embargo, el primer ministro italiano no quiere ni oír hablar de ello, por las resonancias que guarda con los rescates de la pasada crisis y con las condiciones draconianas que se impusieron a los países que se decía rescatar. Sánchez está más dispuesto a aceptarlos, con tal de que los préstamos se concedan sin condiciones, pero esto no parece adecuarse a las exigencias de Rutte. El MEDE es el MEDE, ha manifestado, tal como está en las normas y no hay por qué cambiarlas.
El ministro de economía holandés criticó a España y al resto de los países del Sur por no haber aprovechado estos últimos años de crecimiento para ordenar las finanzas públicas. Con ello indicó de forma clara su mentalidad calvinista y puritana que mide todo en términos de culpa-penitencia. Si los países del Sur tienen dificultades es por haber actuado indebidamente. La hormiga y la cigarra. Que no vengan ahora las cigarras a pedirnos dinero. Es la misma postura que los independentistas catalanes mantienen con el resto de España.
Lo más preocupante, sin embargo, es que este discurso termina por calar en una parte de la opinión pública española y no es infrecuente encontrar en la prensa, artículos y reportajes que se muestran comprensivos para con los motivos de las naciones acreedoras, y atribuyen el problema al dispendio de las deudoras. Es más, parece que las propias autoridades de los Estados del Sur, para defender sus peticiones actuales, afirman que en la crisis del coronavirus no hay culpables, con lo que implícitamente están aceptando que sí los hubo en 2008, y que estos se concretaban en los despilfarros de los países del Sur.
Centrándonos en España. Culpables ciertamente los hubo, pero por parte de todos. Culpables fueron los banqueros españoles que dieron créditos a quienes no podían pagarlos y los clientes que no calcularon bien su solvencia y la viabilidad de la devolución. Por supuesto, el Gobierno y el Banco de España que no hicieron nada para impedirlo. Pero también fueron culpables los banqueros de los países acreedores que concedían créditos sin límite a las entidades financieras españolas sin calcular el riesgo, las autoridades de esos países que fallaron en la supervisión, al igual que las instituciones europeas que no dijeron nada de los desequilibrios que se iban generando hasta que estos explotaron. Pero, sobre todo, la culpabilidad hay que hacerla recaer en el diseño y en los parámetros con los que se creó la Unión Monetaria. Ni las entidades financieras españolas se hubieran endeudado hasta ese límite ni las extranjeras hubieran concedido préstamos por esa cuantía, en caso de tener cada Estado su propia moneda y de existir, por tanto, riesgo de cambio.
El problema radica en que, a pesar de ser todos culpables, el coste de la crisis recayó exclusivamente en los erarios de los países del Sur, que tuvieron que rescatar a sus bancos, aun cuando en último término estaban rescatando también a los bancos del Norte que eran acreedores de los nacionales. En 2008 el stock de deuda pública en España ascendía al 39,7% del PIB, mientras que en Alemania y Holanda se elevaba al 65,5% y 54,75 respectivamente. En 2019, por el contrario, el saldo de España alcanza el 96,7%, en contraste con el de Alemania que es del 59,2% y el de Holanda que es del 48,9%. El brutal incremento del endeudamiento público español no se debe en absoluto a los dispendios de nuestra Administración, ni la reducción del stock de deuda pública de Alemania y de Holanda se debe a su correcta política fiscal, sino a la existencia de una unión monetaria que, en ausencia de compensación fiscal y presupuestaria, castiga duramente a los países deudores y beneficia a los acreedores.
Cuando el halcón holandés reprocha a España no haber realizado ningún ajuste en sus finanzas públicas, habría que recordarle que en 2007 el sector público de nuestro país presentaba un superávit del 1,9% y que, si en el 2009 este saldo positivo se había transformado en un déficit del 11,3%, no se debió a los dispendios de nuestras administraciones, sino a la crisis y a la existencia del euro. En los años siguientes, España, al igual que otras naciones del Sur, se sometió a un ajuste durísimo, reduciendo intensamente este saldo negativo del 11,3% al 2% actual, y lo que aun fue más doloroso, pero también más necesario, la devaluación interior que tuvo que aplicarse para conseguir que el saldo de la balanza de pagos por cuenta corriente pasase de un déficit del 9,4% en 2007 a un superávit del 2,4% en 2019.
Muy al contrario, Alemania y Holanda, después de la crisis de 2008, no han hecho el menor esfuerzo para corregir su desmedido superávit en la balanza por cuenta corriente, que en la actualidad asciende al 7% y al 9%, respectivamente. Lo que generó los problemas financieros y la crisis de 2008 fueron los desequilibrios exteriores de ambos signos (véase mi libro “La trastienda de la crisis”, en editorial Península). No hay déficit sin superávit, y viceversa. Y tan responsables son los países acreedores como los deudores. Es evidente que la Unión Monetaria tal como está configurada incrementa las desigualdades. Genera empleo en el Norte a costa de destruir puestos de trabajo en el Sur. Esto es lo que en cierta forma indican los saldos positivos y negativos en los sectores exteriores. En la actualidad la tasa de desempleo en Alemania y Holanda se sitúa en el 3,2 y 3,5%, respectivamente, mientras que España aún se mantiene en el 13,9% después de alcanzar el 24,8% en 2012.
El primer ministro holandés, para ensalzar la utilidad de los programas del MEDE, recordó la según él exitosa experiencia de países como Portugal, Irlanda o España. Exitosa es posible que sí, pero ¿a qué precio? Ni las sociedades de estos países ni por supuesto la de Grecia, ni incluso las de Italia o de Francia (que está para pocas bromas con los chalecos amarillos), van a estar dispuestas a soportar ajustes del calado de los que se aplicaron entonces. Es casi seguro que, como afirma el ministro alemán de Economía, la creación de los eurobonos sea un muerto viviente, pero Merkel y Rutte deberían preguntarse si la aplicación del MEDE con condiciones, tal como quieren, no es una bomba que puede hacer saltar por los aires la Unión Monetaria.
Una vez más, es el BCE la única institución que emite alguna señal de esperanza. A pesar del estreno un poco desastroso de su presidenta declarando que “no estamos aquí para cerrar diferenciales” (en referencia a las primas de riesgo), lo cierto es que se han movilizado 750.000 millones de euros para poder intervenir en el mercado secundario comprando activos y sin la condición territorial con la que actuaban antes. Es más, ha vuelto a intimidar con el programa de compras ilimitadas de deuda pública (OMT), instrumento que Draghi utilizó para amenazar, pero que nunca uso. De momento, el BCE está conteniendo a los mercados e impidiendo que las primas de riesgo se disparen. ¿Será capaz de conseguirlo cuando los déficits públicos hagan su aparición con toda su crudeza? ¿Le dejarán hacerlo los halcones del Norte?
republica.com 3-4-2020