Era difícil de creer, pero ahí estaba Pedro Sánchez en la ONU afirmando que “hoy hemos cerrado el círculo democrático”, como si hubiera sido necesario esperar cuarenta años para que nuestro sistema político fuese una verdadera democracia. Parece que todo hubiera estado pendiente de que la momia de Franco saliese del Valle de los Caídos.

Hay mucha similitud entre Sánchez y Zapatero. Ambos tienen la pretensión de situarse en el centro de la historia. La coincidencia en el tiempo de Zapatero como presidente de turno de la UE con Obama presidente de EEUU fue descrito por Leire Pajín como un acontecimiento histórico de dimensiones planetarias, y Sánchez, por su parte, pretende hacernos creer que en España la transición a un sistema democrático ha estado incompleta hasta que él no ha llegado a la presidencia del gobierno; por cierto, aupado por las fuerzas políticas que acababan de perpetrar un golpe de Estado. Quizás sea para que esto se olvide por lo que Sánchez ha querido desenterrar a Franco y con él al fantasma del franquismo.

Seamos serios. Por lo menos desde mediados de los ochenta, el franquismo ha desaparecido. Los que en otras épocas lo sufrimos lo más parecido que encontramos en la actualidad es el régimen dictatorial que intentan implantar los independentistas catalanes, aun cuando –paradojas- ellos llaman fascistas al resto. No se puede negar una cierta semejanza, hasta pretenden implantar en la universidad el aprobado patriótico, tal como exigían los falangistas con la camisa azul después de la guerra civil. Creían tener derecho a ello pues habían perdido tres años de carrera. Detrás de ambos movimientos se vislumbra el fantasma del nacional catolicismo. No obstante, no cometeré el error de negar la distancia inmensa que existe entre ambas posiciones, la que hay entre lo trágico y lo cómico, aunque lo cómico se puede transformar en cualquier momento en trágico.

No, hoy no quedan franquistas, por más que por rentabilidad electoral le hubiera venido bien a Sánchez su existencia, y por más que haya hecho para resucitarlos montando toda una verbena con el traslado de la momia de Cuelgamuros al Pardo. El Ejecutivo anunció que no iba haber prensa y, no obstante, invitaron a quinientos medios, eso sí, manteniendo el Gobierno o su comisaria, Rosa María Mateo, el monopolio de las imágenes televisivas.

Han sido unos días irritantes, pero también tremendamente aburridos. Fuese cual fuese la televisión, solo había una noticia. Siempre las mismas imágenes, que querían emular a las de otras épocas, pero que ahora resultaban esperpénticas. El escaso número de personas que se acercaron al Pardo en un intento de despedir al dictador era grotesco, patético, y contrastaba claramente con aquella cola interminable que hace cuarenta y cinco años desfilaba para ver el cadáver en el Palacio Real. Es precisamente esta enorme disparidad la que mejor expresa que ese capítulo oscuro de nuestra historia, al que se refería Pedro Sánchez en la ONU, no se cerraba ahora, ni tampoco se cerró en tiempos de Zapatero, sino que llevaba muchos años cerrado y bien cerrado.

En su afán por hablar de Franco en la ONU, Pedro Sánchez trastocó la historia y dotó a esta Organización de una característica que nunca ha tenido, la de estar compuesta únicamente por Estados democráticos. España estuvo excluida del grupo de los fundadores, no porque su forma de gobierno fuese una dictadura (había bastantes dictaduras presentes en su constitución), sino porque la ONU fue creada por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, y Franco se había situado, aunque con un papel discreto, al lado de los vencidos que previamente le habían ayudado a llegar al poder.

Sánchez ha proclamado que “ningún enemigo de la democracia merece un lugar de culto y de respeto institucional”. Dicho así parece bastante sensato. La duda se encuentra en saber si la tumba de Franco en Cuelgamuros correspondía a esa descripción. En la actualidad, los únicos que la visitaban eran los turistas y no creo que precisamente como lugar de culto y de respeto institucional, sino más bien por curiosidad, para ver el símbolo de un régimen dictatorial que duró cuarenta años con la aquiescencia y complicidad de las democracias occidentales, que tras la Segunda Guerra Mundial se contentaron con hacer pasar hambre durante unos años a los españoles.

El Valle de los Caídos es lo que es, la obra y la expresión de un régimen inhumano y megalómano que, como los de todos los sátrapas, ha pretendido dejar su recuerdo para la posteridad, construyendo a costa del sudor y la sangre de los presos políticos (estos sí que eran presos políticos) un colosal monumento que fuese admirado en los tiempos futuros. No creo que pueda convertirse nunca en un signo de reconciliación. Personalmente me inclino por mantener estos vestigios con los menores retoques posibles. Solo así serán transmisores fieles de los horrores del pasado. Ahora que tanto se lleva lo de la memoria histórica no parece que convenga edulcorarla.

Por otra parte, cuidado con andar moviendo las tumbas de todos los enemigos de la democracia. Sería una tarea infinita. ¿Qué tendríamos que hacer con el panteón de los reyes en el Monasterio del Escorial? Pocos tiranos como Fernando VII. No creo que los miles de visitantes anuales vayan a dar culto y mostrar su respeto al rey felón. Dejemos a la historia y a los historiadores que pongan a cada uno en su sitio. Pero en todo caso, sea cual sea la opinión acerca de la conveniencia o no de las exhumaciones, lo que constituye una infamia es afirmar que hasta que no se ha llevado a cabo la de Franco, la democracia española estaba incompleta.

El asunto es especialmente grave cuando el discurso de los golpistas catalanes gira y se apoya de cara al exterior sobre la idea de que el sistema político español no es democrático, y una vez que se dieron cuenta de que el manido eslogan de “España nos roba” resultaba inverosímil, lo cambiaron por la cantinela de “España oprime a Cataluña” y que “el Estado español está lleno de franquistas y de fascistas”. Lo único que faltaba es que el presidente del Gobierno lo confirmase proclamando que nuestro sistema democrático estaba inconcluso. Claro que después del concepto que parece tener del ministerio fiscal cualquier cosa.

El otro día en el Valle de los Caídos quedó patente que el franquismo está muerto. Por más que el sanchismo pretendió sacarlo a la luz, las cámaras de televisión solo pudieron enseñar a un hatajo de fantoches nostálgicos que casi daban pena. Por otra parte, por mucho que algunos se empeñen, a Vox no se le puede atribuir el calificativo de franquista, al igual que a Podemos tampoco el de comunista. Ambos partidos están en los extremos respectivos del arco parlamentario y son, nos gusten o no, equivalentes a otras formaciones políticas de la Eurozona.

En la actualidad, el peligro que acecha a España no es precisamente el franquismo, sino el nacionalismo identitario y supremacista, y más en concreto el de aquellos que han dado un golpe de Estado, golpe que se mantiene activo y latente después de un año. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos y preocupémonos de los vivos que pueden desestabilizar la sociedad y el Estado.

republica.com 8-11-2019