Ha sido necesario esperar casi treinta años para que el presidente del Banco Central Europeo (BCE) reconozca la cojera que desde el inicio afecta a la Unión Monetaria (UM). Al final de su mandato, Draghi ha manifestado abiertamente lo que de forma más encubierta venía insinuando en los últimos tiempos: “Una diferencia clave de la Eurozona con otras uniones monetarias avanzadas es la falta de un instrumento fiscal que actúe de manera anticíclica en el plano federal. “No hay política monetaria que no cuente con una política fiscal» (ver mi artículo de la semana pasada).
El presidente del BCE no solo manifiesta que sería preciso que países como Alemania u Holanda, que tienen margen presupuestario o financiero, realizasen una política fiscal expansiva, sino que la propia UM debería dotarse de un instrumento con una dimensión creíble para poder realizar en el plano europeo una política anticíclica y que, al mismo tiempo, compensase los desequilibrios que la UM puede producir entre los diferentes países.
Draghi, en su despedida, afirmó tajantemente que el BCE ha hecho su trabajo; lo cual es cierto. Ha sido la política monetaria, junto con las políticas deflacionistas adoptadas por los países del Sur, las que por el momento han salvado al euro, cuando muchos creíamos que la UM estaba condenada a desaparecer. Paul Krugman, uno de los economistas que había negado con más fuerza la viabilidad de la moneda única y había pronosticado su ruptura a corto plazo, reconoció su error situando el origen de su confusión en que no podía imaginar que los ciudadanos de las sociedades europeas pudiesen soportar semejantes recortes y políticas deflacionistas como las aplicadas en el sur de Europa en esos años.
No obstante, ante los signos de desaceleración presentes ya en toda Europa, es forzoso preguntarse qué ocurriría si se produjese una crisis como la del 2008. No resulta creíble que esta vez la solución pudiese provenir de los mismos factores. La política monetaria no puede dar más de sí y es muy dudoso que sea capaz de continuar asumiendo el papel de parachoques de la crisis. Pero más difícil es aún que se pueda someter a las sociedades de los países del Sur a otra devaluación interior como la que padecieron en la crisis pasada.
Mientras tanto, los países del Norte no han cedido casi en nada. La UM continúa con los mismos defectos con los que nació. Aquellos que ingenuamente e imbuidos de un espíritu evangélico defendían “hagamos la Unión Monetaria y el resto se nos dará por añadidura” tendrán que reconocer que, de añadidos, poco. De hecho, en muchos casos se ha ido para atrás. Cuando se firmó el tratado de Maastricht el presupuesto comunitario ascendía a un escaso 1,24% del PIB global; treinta años después es tan solo del 1,20%. Tras el fracaso del Sistema Monetario Europeo, los mandatarios europeos mantuvieron bobaliconamente que la moneda única haría imposible la divergencia de las tasas de inflación y la disparidad de los tipos de interés. La falsedad del planteamiento apareció relativamente pronto. Desde la constitución de la UM en 1999 y hasta 2008 los precios se incrementaron en Grecia, España, Irlanda y Portugal alrededor de 17 puntos más que en Alemania, y en julio de 2012 las primas de riesgo de España y de Italia rondaban los 600 puntos.
Si hoy las tasas de inflación convergen no es porque la UM haga imposible la divergencia, sino por la brutal devaluación interna a la que se ha sometido a ciertas sociedades, y si en los momentos actuales las primas de riesgo se mueven en unos niveles relativamente modestos no se debe a que el euro haya forzado la confluencia de los tipos de interés, sino a que el BCE echó un pulso a los mercados. En realidad, el mismo concepto de prima de riesgo -por reducida que esta sea- resulta contradictorio con una unión monetaria y es bastante representativo de los fallos que rodean al euro. Sin que exista riesgo de cambio, ya que todos los países utilizan una misma moneda, no parece que haya razón para que los intereses que se pagan por la deuda soberana sean diferentes, a no ser que haya dudas acerca de la permanencia de la Unión y se esté considerando la distinta solvencia de los Estados.
Desde Maastricht, la situación, lejos de mejorar, ha empeorado. Entonces la UE comprendía 12 países, hoy son 28. Aun cuando en el momento presente solo 19 pertenezcan a la Eurozona, el resto potencialmente están llamados a integrarse. La heterogeneidad entre los Estados se ha hecho mucho más acentuada. Las diferencias en renta per cápita, salarios, costes laborales etc. son notables y los sistemas fiscales, muy diferentes. Todo ello sin que se haya dado un paso real hacia la integración fiscal y presupuestaria. Los países del Norte se han opuesto a todo avance o han descafeinado las posibles medidas, prescindiendo de cualquier aspecto que pueda representar una redistribución de recursos entre los Estados, o la mutualización del riesgo. Por supuesto, resulta imposible hablar de un presupuesto comunitario verdaderamente significativo, pero es que ni elementos muy básicos como el de un fondo europeo de garantía de depósitos o un seguro de desempleo comunitario tienen viso alguno de poder ser aprobados.
Como cabría esperar, la integración política aparece como una utopía imposible de alcanzarse, pero por eso la UE se queda en tierra de nadie, «es» pero «no es», mantiene un equilibrio radicalmente inestable. Es terreno abonado para todo tipo de contradicciones e incompatible con el Estado Social. Se ha convertido en una trampa para la izquierda. Por ello resulta paradójico que, desde nuestro país, y especialmente desde la izquierda, por una parte, se ansíe y se defienda la integración política de Europa, que tal como se ha dicho es una quimera y, por otra, de forma un tanto frívola, se haya construido interiormente un escenario en el que se dispara todo tipo de fuerzas centrífugas.
Si la UM es una trampa que rompe el equilibrio entre política y economía, el Estado de las Autonomías se ha transformado en el germen de una dinámica en la que se van a repetir los mismos errores y surgirán idénticos problemas a los de la Eurozona, pero en este caso a escala regional, lo que es mucho más grave. Desaparece la igualdad en derechos y obligaciones de los ciudadanos. Se pretende deteriorar gravemente la política redistributiva del Estado entre territorios y se cae progresivamente en un dumping fiscal extremadamente peligroso entre regiones de un mismo país.
La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. Y no deja de ser verdad porque lo defienda la extrema derecha o se oponga a lo políticamente correcto y a lo que se estipuló en la Carta Magna. Pienso que el mayor error que se cometió al redactar la Constitución fue crear el Estado de las Autonomías. Es posible que, en esto como en tantas otras cosas, no existiesen en aquel momento muchas alternativas. Se pretendió solucionar dos problemas y, por el contrario, se crearon quince más, y los dos que se querían arreglar se han agravado hasta extremos que eran difícilmente imaginables.
El error parte de creer que los nacionalismos pueden satisfacerse con cesiones. Cada logro alcanzado, lejos de conformarles, les proporciona una nueva plataforma para nuevas reivindicaciones en un proceso que no tiene fin, si no es con la independencia. En cualquier caso, lo que se produce es una situación privilegiada en aquellas Comunidades que cuentan con partidos nacionalistas y que adquiere especial gravedad al tratarse de los territorios más ricos.
El nacionalismo termina contaminando a todas las regiones. El ejemplo de las ventajas conseguidas por los partidos nacionalistas propicia que en casi todas las Comunidades hayan surgido formaciones políticas regionales. Incluso, las fuerzas centrífugas están actuando en algunos de los partidos que se llaman nacionales. No existen dudas en el caso de Podemos, en el que la disgregación por territorios es un hecho, hasta el extremo de poner en peligro la propia supervivencia del partido. El fenómeno, aunque con menos fuerza, también sucede en el PSOE, especialmente con el sanchismo. El PSC juega por su cuenta, y las agrupaciones de Baleares, País Vasco y Navarra siguen su ejemplo.
En la Unión Europea los intereses nacionales priman sobre las posiciones ideológicas. En España vamos camino de ello, solo que aplicado a las Comunidades Autónomas. Con el tiempo, pero ya está empezando a suceder, el enfrentamiento clásico entre izquierdas y derechas va a dejar el espacio a la contienda en clave territorial. El hecho es evidente en Cataluña y en el País Vasco. Solo así se explica que dos fuerzas claramente de derechas (como el PNV y los herederos de los convergentes, como quieran que se llamen), se alíen con partidos que se proclaman de extrema izquierda. Pero dentro de poco es posible que esta anomalía política se extrapole a todas las Comunidades. Unir políticamente distintos estados es una tarea ardua y quizás quimérica. Lo estamos comprobando en Europa. Por el contrario, disgregar y romper una unidad política puede ser más fácil de lo que pensamos. Es seguro que no uniremos Europa, pero es posible que troceemos España.
republica.com 4-11-2019