Quienes en los años setenta preparaban oposiciones para ingresar en el Banco de España lo primero que debían aprender eran las funciones encomendadas a un banco central, entre las que se encontraba el ser prestamista en última instancia, lo que implicaba no solo ser el banco de banqueros, sino también el banco del Tesoro Público. En la instrumentación, por tanto, de la política monetaria se asumía que el sector público, junto con el sector exterior, constituían factores autónomos de liquidez, cuyas variaciones, a efectos de controlar la masa monetaria, debían ser compensadas por el banco central aumentando o reduciendo el crédito al sistema bancario.
A partir de los años ochenta el panorama fue cambiando en casi todos los países. La monetización del déficit comenzó a considerarse tabú, un peligro para la economía, bien por sus efectos inflacionarios, bien porque se podía producir el llamado credit out, expulsión del sector privado del crédito. La ortodoxia se asentó por un lado en la defensa a ultranza de la autonomía de los bancos centrales y por el otro circunscribiendo la financiación del déficit público exclusivamente a la emisión de deuda.
El diseño de la Unión Monetaria se elaboró sobre estos principios. Los tratados estipulan, en primer lugar, que ni el Banco Central Europeo (BCE) ni los bancos centrales nacionales pueden solicitar o recibir instrucciones de las autoridades comunitarias y tampoco de los gobiernos de los países miembros y, en segundo lugar, la prohibición de los descubiertos o la concesión de cualquier otro tipo de crédito por el BCE y los bancos centrales nacionales a las instituciones europeas y a los gobiernos de los Estados miembros.
Una característica de la Eurozona es la separación entre política monetaria y fiscal. La política monetaria se encomienda al BCE mientras que la política fiscal permanece en los Estados nacionales. Esta disociación y la ausencia de una hacienda pública europea consistente se encuentran en el origen de la mayoría de las contradicciones y problemas del euro. En la Unión Europea no existe una unión fiscal y presupuestaria que pueda compensar los desequilibrios y desigualdades que produce la moneda única.
No obstante, se impone a los Estados miembros una serie de limitaciones acerca del nivel de déficit y de deuda pública en los que pueden incurrir. Al margen de que tales prohibiciones se encuentren en los tratados, son los mercados los que, al no tener los países moneda propia, antes o después los fuerzan a ello. De hecho, así ocurrió en 2008, cuando los mercados pusieron en aprietos a muchos gobiernos que, tras incrementar sus déficits públicos, se vieron en graves dificultades para financiarlos. A algunos les resultó imposible y tuvieron que ser rescatados por las instituciones europeas. En otros casos, como en los de Italia y España, ante los niveles desorbitados que alcanzaron sus primas de riesgo, necesitaron que el BCE acudiera en su ayuda comprando bonos en el mercado abierto, con lo que mostraba a los inversores que estaba dispuesto a intervenir todo lo que fuese necesario para defender al euro.
No hay duda de que la actuación del BCE fue una pieza esencial en la recuperación económica y en la corrección -eso sí, provisional- de los problemas que asediaban al euro en la pasada crisis. Para ello, como el mismo Draghi afirmó, se sirvió de todos los medios, acudiendo incluso a los instrumentos que se han dado en llamar no convencionales y que ya estaban siendo empleados por otros bancos centrales, en concreto el del Japón y la Reserva Federal de EE. UU.
Desde 2015, el BCE adoptó la llamada expansión cuantitativa, conocida por sus siglas en ingles QE, quantitative easing, que consiste básicamente en que el BCE compra títulos (en particular deuda pública) en el mercado a las entidades financieras, regando de esta manera con dinero la economía. Se supone que los bancos incrementan sus créditos a los particulares y a las empresas, lo que se traducirá en aumento de la demanda y por ende del crecimiento económico. Sin embargo, no han faltado detractores a esta forma de actuar del BCE. Desde Alemania, Holanda, Austria etc. se consideraba que la QE constituía una forma encubierta, aunque indirecta, de financiar a los Estados, al comprar sus títulos en el mercado.
La política monetaria es de lo poco que ha funcionado en la UM y ha sacado a la Eurozona de la encrucijada y de la trampa sin aparente salida en la que se encontraba. Pero ello no es óbice para reconocer que se han generado también efectos negativos. Ha incrementado la desigualdad. Al elevar el precio de los activos financieros, se ha beneficiado a sus tenedores, que principalmente y en una proporción muy elevada se identifican con los acaudalados. Así mismo, se corre el riesgo de que los bajos tipos de interés mantengan empresas zombis o que la facilidad crediticia genere burbujas y bolsas de insolventes.
Pero sobre todo es que la política monetaria tiene unos claros límites si no va acompañada de la política fiscal. Ambas se complementan. Una política fiscal expansiva tiene el peligro de fracasar si no se financia mediante la emisión de dinero. De lo contrario, sus efectos pueden verse malogrados porque la emisión de deuda drenaría fondos del sector privado, produciendo en este un efecto contractivo, a no ser que la iniciativa privada esté debilitada y el sector privado no se muestre dispuesto a invertir.
A su vez, una política monetaria en ausencia de una política fiscal presenta claras limitaciones para expandir la economía. Hace ya muchos años que Keynes lo puso de manifiesto: “es posible llevar el caballo al abrevadero, pero no se le puede obligar a beber”. Se puede inundar de dinero a la banca, pero de nada sirve si no existe demanda de crédito. Es lo que se ha denominado “trampa de liquidez”. En este caso únicamente la actuación del sector público puede incentivar la demanda.
Todo indica que la política monetaria ha dado ya todo lo que podía dar de sí. Los tipos de interés están a niveles sorprendentemente bajos, en algunos casos negativos. Los bancos no saben qué hacer con la liquidez y, a pesar de ello, la tasa de inflación no remonta, y no se acerca ni de lejos al 2% que tiene establecido como objetivo el BCE. Sería preciso, tal como ha insinuado Draghi, que la política fiscal tomase el relevo, pero ello parece vedado en la UM, porque en determinados países la situación financiera no deja margen para instrumentarla, y aquellos que tienen capacidad, como Alemania, y Holanda se niegan a ponerla en práctica.
Todas estas circunstancias crean una situación crítica de cara a la recesión que parece anunciarse. De ahí que ciertos autores y políticos se pregunten si la nueva QE que se proyecta no debería tener unas características distintas de la antigua; si no tendría que instrumentarse vertiendo directamente el dinero sobre los particulares en lugar de sobre los bancos. Las ventajas serían evidentes. Incrementaría la igualdad, ya que los recursos irían orientados a los ciudadanos más necesitados y, por la misma razón, el impacto sobre la actividad económica sería más inmediato, teniendo en cuenta que los receptores de los recursos tendrían una propensión al consumo mucho más elevada.
La propuesta es menos novedosa de lo que parece. Se trata de aunar la política monetaria y la política fiscal. Consistiría en realidad en instrumentar a nivel europeo una serie de programas de gasto público, tanto de infraestructuras como de prestaciones sociales a los más perjudicados por la crisis, financiados con la creación de dinero y no con impuestos. Ciertamente, esta inyección de efectivo tendría una dificultad evidente para la vuelta atrás en el momento en que el BCE decidiese drenar liquidez del sistema, pero en la actualidad esta institución cuenta con tal nivel de activos en su balance, proveniente de la primera expansión cuantitativa, que le bastaría y sobraría para instrumentar, si fuera necesaria, una política restrictiva.
La idea es sugerente, pero un tanto alambicada y desde luego ingenua. Alambicada, porque, ante la carencia en la Unión de un verdadero presupuesto y de tributos con suficiencia recaudatoria que pudiesen servir para instrumentar una política fiscal expansiva, se propone la acción del BCE financiando toda una serie de gastos públicos mediante la expansión monetaria. Ingenua, porque supone que los que se niegan a toda expansión fiscal en el ámbito nacional y se oponen radicalmente a todo incremento del presupuesto comunitario o a cualquier procedimiento con vistas a mutualizar el riesgo iban a permitir la monetización de un volumen sustancial de gasto público y, además, en el plano supranacional y europeo.
republica.com 27-9-2019