Algunos no lo saben, pero existe una asignatura que se llama Derecho Constitucional Comparado y que recoge los distintos modelos de organización política acuñados a lo largo de la historia en diferentes países. Todos ellos tienen sus propias reglas, lógica, y consistencia interna. Al elaborar su constitución, cada Estado se ha inclinado por uno u otro sistema. Así ha ocurrido con nuestra carta magna, aprobada en 1978, que tiene sin duda sus defectos, defectos que pueden corregirse, pero, eso sí, manteniendo siempre su coherencia. En los momentos actuales, época de irreverencia, carente de todo respeto, son muchos periodistas y políticos los que se creen capacitados para aconsejar cualquier cambio, mezclando normalmente churras con merinas, trasladando elementos propios de sistemas presidenciales y mayoritarios a los proporcionales y parlamentarios.
Pero ha sido el propio presidente del Gobierno el que desde la misma tribuna del Congreso de los Diputados ha propuesto la modificación del artículo 99. Todo ello tendente a que alguien, sin tener el suficiente respaldo de las Cámaras, pueda llegar a la Moncloa; dicho en román paladino, que Pedro Sánchez con 123 diputados pudiera gobernar como si tuviera mayoría absoluta. Ciertamente, Sánchez nunca hubiera planteado tal modificación en 2015 o en 2016, cuando era el PP con Rajoy el partido más votado. Pero ya se sabe, en Pedro Sánchez nada es permanente, todo depende de cuáles sean sus intereses. Siempre tiene, si le conviene, otros principios disponibles.
Es cierto que la actividad política está casi bloqueada desde 2015, pero en modo alguno tiene la culpa de ello la Constitución ni el artículo 99, sino la clase política, que no se ha acostumbrado a la nueva estructura del arco parlamentario y son incapaces de entenderse. No obstante, la pieza sustancial de esa desarmonía y que se encuentra siempre en el centro del tablero es Pedro Sánchez y su ambición política. Fue el gran obstáculo en 2015 y en 2016, cerrando cualquier posible solución que no pasase por su investidura como presidente del gobierno, hasta el extremo de que tuvo que ser cesado de secretario general de su partido para que se deshiciese el bucle que había generado en la política española.
El paréntesis duró poco porque, tras retornar a la Secretaría general del PSOE por ese procedimiento caudillista que son las primarias, y apoyándose en el “no es no”, aprovechó la primera ocasión que se le presentó para alcanzar la presidencia del gobierno, aunque fuese mediante ese gobierno Frankenstein que su partido no solo había rechazado rotundamente, sino que había considerado una locura, porque locura era pretender gobernar con 88 diputados y con los votos y el apoyo de los que acababan de dar un golpe de Estado y continuaban en la misma estrategia y persiguiendo el mismo objetivo.
Pues esa locura se llevó a cabo a través de una moción de censura de la que paradójicamente fue muñidor Podemos. Seguro que a estas alturas esta formación política se arrepiente amargamente de ello. A Pablo Iglesias le ha ocurrido lo mismo que a la rana de la fábula. Esta no tuvo en cuenta que estaba en la naturaleza del escorpión comportarse como tal. Pues bien, Pablo Iglesias debería haber previsto que se encuentra en la naturaleza de Pedro Sánchez actuar como un depredador político, que no le iba agradecer que le hubiese dado el gobierno y que solo consideraría a Podemos en tanto en cuanto le resultase útil como instrumento para sus fines.
No obstante, Pedro Sánchez fue consciente desde el principio de la anormalidad que representaba un gobierno asentado sobre un partido con 88 diputados y sobre un amasijo de fuerzas políticas de lo más heterogéneo y con finalidades antagónicas e incluso algunas de ellas anticonstitucionales. Por eso asumió el poder como una larga campaña electoral, seguro de que se vería forzado más pronto que tarde a convocar elecciones. Poco importaba el gobierno real de la nación, lo relevante para él era la rentabilidad política y electoral que se pudiese obtener en ese periodo de tiempo. De ahí la utilización abusiva del decreto ley, y las múltiples concesiones a los independentistas con la finalidad, estas últimas, de alargar lo más posible una situación irregular que lógicamente era inestable y se sabía precaria.
Las cesiones de Pedro Sánchez a los secesionistas no pudieron evitar que el gobierno Frankenstein mostrase sus contradicciones, y después de gobernar durante un año con los presupuestos de Rajoy resultó imposible aprobar unos nuevos presupuestos. Los independentistas enseñaron pronto su verdadera faz y fue preciso convocar unas nuevas elecciones. Bien es verdad que para entonces Sánchez ya había utilizado su estancia en el gobierno para hacer la correspondiente propaganda, lo que le sirvió para pasar en los comicios, de 88 diputados a 123, a costa de Podemos que perdió más votos que los que ganó el PSOE. No nos puede extrañar que, tras las elecciones de abril y ya con más diputados, Sánchez pretendiera renovar el gobierno Frankenstein, ya que para ello contaba con los nacionalistas e independentistas -al menos con los más pragmáticos- y esperaba que Podemos siguiese aceptando la condición de tontos útiles. Pero por lo mismo, también, es harto comprensible que Podemos, escamado de la etapa anterior, no estuviese dispuesto a jugar con las mismas reglas y pretendiese formar parte de un gobierno de coalición.
A pesar de tener tan solo 123 diputados (la misma cifra que tenía Rajoy cuando hubo que convocar nuevas elecciones en 2016 y la misma que alcanzó Pérez Rubalcaba en 2011 y que le hizo dimitir de secretario general del PSOE), en ningún momento Pedro Sánchez ha estado dispuesto a compartir el poder. Por esa razón, más allá de pedir la abstención, no ha querido hacer ninguna oferta seria a Ciudadanos ni al PP, tal como la hecha por Rajoy en 2015, y a la que Sánchez contestó con el “no es no”. Y es por la misma razón que ha pretendido que Podemos le concediese su apoyo, con la añagaza de un programa que, como todo el mundo sabe, después se cumple o no.
Descartó desde el principio un gobierno de coalición. En esa línea fue haciendo proposiciones, a cada cual más pintorescas, bajo el nombre un tanto ignoto de “gobierno de colaboración”, desde colocar en el gobierno a independientes hasta ofrecer cargos en la Administración o en las empresas públicas (cuando lo lógico es que sean ocupados por funcionarios) a miembros de Podemos. No tuvo más remedio que aceptar sentarse a la mesa para discutir un gobierno de coalición cuando Iglesias le descolocó excluyéndose del futuro gobierno, accediendo así al veto utilizado por Sánchez como excusa. Pero toda la negociación fue una farsa puesto que Sánchez y los sanchistas hicieron todo lo posible para abortarla. Tras una serie de reuniones en las que se mareó la perdiz, presentaron una oferta (la única) ridícula y humillante (véase mi artículo del 1 de agosto pasado) y además con plazo de caducidad. Lo que se buscaba es que se rechazase, para descartar así con ese pretexto definitivamente el gobierno de coalición.
Tras la investidura fallida, dadas las buenas expectativas electorales que le pronosticaban las encuestas y las reticencias de Podemos a pactar sin gobierno de coalición, Pedro Sánchez ha jugado claramente a unas nuevas elecciones, por eso en estos dos meses no ha hecho absolutamente nada para formar gobierno, excepto teatro, responsabilizando a los demás de la previsible disolución de las Cortes. Los ha empleado en construir el relato, presentándose como el único que puede ofrecer estabilidad, pero lo cierto es que la inestabilidad que sufre desde 2015 la política española solo tiene un culpable, Pedro Sánchez y sus ansias de llegar y mantenerse en la presidencia del gobierno sin importar los medios a emplear y con quiénes haya que pactar.
No es que desde abril haya estado perdiendo el tiempo condenando a la política española a la inacción, tal como afirman ciertos comentaristas de derechas. Es que España lleva cuatro años de parálisis política, funcionando a retazos y en provisionalidad. Desde el “no es no”, Sánchez ha estado en el origen del circo. Por eso, la mayor hipocresía es pretender presentarse en las próximas elecciones como garante de la estabilidad, habiendo sido el principal elemento desestabilizador. Para que la política española se estabilizase se precisaría la dimisión de Pedro Sánchez y el nombramiento de otro candidato por el PSOE, pero dado el control que las primarias le han dado sobre el partido y la transformación a que ha sometido a este, la hipótesis de la dimisión es un puro espejismo.
republica.com 20-9-2019