Cuentan, y creo que cuentan con fundamento aquellos que lo saben bien, que allá en 2004, cuando nadie esperaba el triunfo de Zapatero (puesto que nadie podía imaginar la tragedia que iban a originar los terroristas en Madrid), antes de que se hubiesen cerrado los colegios electorales, el difunto Botín llamó a Peces Barba. Existía ente ellos una buena relación debido a las actividades académicas que financiaba el Banco Santander (de los mecenazgos hablaremos otro día). La finalidad de la llamada era comunicarle que el partido socialista había ganado los comicios y que el ministro de Economía tenía que ser Pedro Solbes, como así fue finalmente.
No me detendré en el hecho de cómo las fuerzas económicas y empresariales, a menudo, intervienen y condicionan la actividad política ni en la desconfianza que la bisoñez e impericia del equipo de Zapatero despertaba en el poder económico. Pretendo señalar tan solo cómo para quienes dominan ciertos medios e instrumentos les es posible conocer los resultados electorales antes de que cierren los colegios.
No es de extrañar por tanto que el día 26 del pasado mes, el Gobierno conociese los resultados con anterioridad a que se hiciesen públicos. De ahí que Pedro Sánchez quisiera comparecer sin esperar al final del recuento, sabedor de que había perdido la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid (sus dos grandes apuestas) y muy posiblemente Aragón, Castilla y León, Murcia, La Rioja y un montón de alcaldías de plazas principales. Su prematura aparición le libraba de tener que dar explicaciones más tarde sobre estas posibles pérdidas. Podía, como así hizo, comparecer con Borrell afirmando que había ganado las elecciones europeas, únicas en las que era indudable su triunfo (una vez más Borrell se había prestado a blanquear a Sánchez), y también en las municipales y autonómicas, puesto que era cierto que el PSOE había sido el partido más votado, pero eso no significaba, al igual que le había ocurrido al PP en las elecciones de hace cuatro años, que los votos se transformasen automáticamente en opciones de gobierno.
Sin duda alguna, Madrid enturbia el triunfalismo de los sanchistas, puesto que tanto el candidato de la Comunidad como el del Ayuntamiento eran apuestas personales de Sánchez. Desde que fue elegido secretario general del PSOE, Pedro Sánchez no ha tenido reparo alguno en intervenir de forma dictatorial en aquellas federaciones que eran vulnerables, al tiempo que caía en la ocurrencia de realizar nombramientos estrambóticos de personas a las que llama independientes, pero que en realidad son astronautas en el mundo de la política (en algunos casos en el sentido estricto). De la sociedad civil, se afirma, como si hubiese dos sociedades distintas. Ya en 2015, entró en la organización de Madrid como elefante en una cacharrería. Despreciando todos los procedimientos democráticos, cesó al secretario general de Madrid. Le echó de malas maneras de la propia sede sin permitirle ni siquiera recoger sus enseres. Nombró una gestora a su conveniencia, y también por obra y gracia del dedazo nombró a Ángel Gabilondo, sin ningún arraigo en el partido, candidato a presidir la Comunidad de Madrid. Ciertamente, no tuvo demasiado éxito en las elecciones.
En 2019 no solo ha mantenido el mismo candidato para la Comunidad, sino que, en un alarde de genialidad y despreciando a muchos militantes con historia y méritos más relevantes, ha colocado como candidato a alcalde a quien parece saber mucho de baloncesto, pero que carece de cualquier capacitación para ejercer de político. Las primarias para su designación constituyeron toda una pantomima, pues había un mandato implícito (bueno, no tan implícito) del secretario general a la militancia. Su presencia en los debates constituyó una ópera bufa pues se le preguntase lo que se le preguntase contestaba «déjeme que les diga» y leía un papel que alguien le habría escrito, sin relación, por supuesto, con la pregunta. Y como el que no se engaña es porque no quiere, se jactaba de haber ganado unas primarias. Los resultados electorales fueron los que cabía esperar.
La fiesta va por barrios. En la legislatura anterior la división de la izquierda permitió al PP ser el partido más votado. Pero eso no supuso la posibilidad de gobernar de forma generalizada. En muchas Comunidades y Ayuntamientos los pactos le mandaron a la oposición. A menudo, esta situación no fue aceptada de buen grado por los populares (políticos y partidarios mediáticos). Reclamaban el poder para la formación más votada. En múltiples ocasiones, me he referido a lo ilógico de tal pretensión, puesto que no se ajusta a un sistema parlamentario y no mayoritario como el nuestro, en el que debe gobernar quien consiga el apoyo de más parlamentarios o concejales, y por lo tanto resulta imprescindible abrirse a los pactos.
Pues bien, paradójicamente, ahora al estar dividida la derecha es el PSOE el que ha sido en la mayoría de los sitios el partido más votado, pero por el mismo motivo es posible que en muchos de ellos los pactos puedan arrebatarles el gobierno. Y ahora también es el PSOE el que se queja de ello y Pedro Sánchez afirma aquello de que los españoles han votado a los socialistas, lo mismo que hace cuatro años los populares mantenían que los ciudadanos habían manifestado su deseo de que fuese el PP el que gobernase. Lo cierto es que los ciudadanos o los españoles con mayúscula no existen a la hora de votar. Es cada uno de forma individual el que se inclina por una u otra formación política. A no ser que haya mayoría absoluta -lo que en España va resultando cada vez más difícil-, es de ese sudoku y de los pactos y consensos de donde surge la voluntad popular y por lo tanto el gobierno.
Pedro Sánchez lleva muy mal que a pesar de ser el PSOE el partido más votado en la mayoría de las Comunidades y Ayuntamientos termine gobernando en muchas de ellas otra formación política gracias a las negociaciones. Con el mal perder que le caracteriza, recurre a innobles artimañas en el extranjero para que se presione a Ciudadanos con la finalidad de que pacte con el PSOE y no con el PP. Sánchez no tiene ningún reparo en utilizar su cargo de presidente del Gobierno y aprovechar la comida que en concepto de tal mantuvo con el primer ministro francés para comparecer a continuación en público y afirmar con pose de tartufo y en clara alusión a Ciudadanos que en Europa no se entiende que un partido liberal pacte con la ultraderecha.
Tanto dialogar con los golpistas, a Sánchez se le ha pegado la pésima costumbre de internacionalizar los conflictos nacionales, dando entrada a los extranjeros en aquellos asuntos que deben ser solucionados exclusivamente por los españoles. Cada país tiene leyes propias, sus características, sus problemas y su forma de solucionarlos. Lo de la extrema derecha, lo mismo que lo de la extrema izquierda, no constituye un término univoco. En principio, son conceptos vacíos. Indican tan solo que en una ordenación de izquierda a derecha del espacio político (por otra parte, cada vez más difícil de delimitar en los momentos actuales) se está en el extremo de uno u otro lado. Se rellenan y adquieren contenido solamente en cada país. Ciertamente con semejanzas, pero también con muchas diferencias. Las reacciones ante ellos no pueden ser las mismas.
Se comprende que Macron tenga a Le Pen como enemiga pública número uno, la considere el máximo peligro y pretenda aislarla, no en vano le pisó los talones en las generales y le ganó en las europeas. Pero la situación en España es muy distinta. Vox por mucho que Pedro Sánchez lo agite, de acuerdo con su conveniencia, como un fantoche, para meter miedo, no constituye ningún peligro. Aquí la amenaza radica en el independentismo (que apenas existe en Francia) y más concretamente en el secesionismo golpista. Por todo ello es tan hipócrita el planteamiento de Sánchez al condenar toda relación con Vox al tiempo que la ha mantenido y mantiene con los sediciosos, siendo presidente del Gobierno gracias a ellos. Entre ambos grupos no existe comparación, por mucho que se empeñen Ábalos y la ministra de Justicia.
El 23 de diciembre del pasado año, al comentar en estas mismas páginas las reacciones a las elecciones andaluzas, señalaba yo la incongruencia que se comete cuando se anatematiza a Vox, por muchos que sean los desacuerdos que se tengan con sus planteamientos. Nuestro sistema político es tan garantista que consiente lo que otros prohíben. Permite a los partidos mantener todo tipo de opiniones por muy contrarias que sean a lo políticamente correcto e incluso a la propia Constitución. No es ningún delito criticar algunos aspectos de la Carta Magna y desear su modificación. De hecho, es muy posible que como buen documento de consenso no haya nadie que esté al cien por cien de acuerdo con ella. Todos, comenzando por el presidente del Gobierno, querrían cambiarla. El problema es que las reformas señaladas por cada uno serían distintas y que el consenso se vería mucho más reducido que el conseguido en 1978.
El hecho de no estar de acuerdo con determinadas partes de la Carta Magna no convierte a una formación política en anticonstitucional, incluso es perfectamente lícito que abogue por su modificación, siempre que el cambio se plantee siguiendo los procedimientos que establece la propia Constitución. Lo que hace a los nacionalistas catalanes ser golpistas y anticonstitucionalistas es pretender cambiar la Constitución por la fuerza, valiéndose del inmenso poder que les concede controlar todas las instancias de una de las Comunidades más ricas y más descentralizadas de España. Y lo que convierte también en sospechosos de mantener una postura ambigua ante la Carta Magna, a los que defienden el derecho a decidir, es que parecen conceder este derecho a las regiones o a las Comunidades Autónomas y, por lo tanto, la soberanía, cuando la Constitución no la confiere.
Por más disparatados que pensemos que son los planteamientos de Vox, no parece estar entre sus intenciones dar un golpe de Estado o modificar la Constitución por la fuerza. Es más, cuanto más desatinadas sean sus pretensiones, menos peligro representará. Por otra parte, su nacimiento se debe en buena medida a los desmanes cometidos por los independentistas y por lo que consideran tibia reacción ante ellos de los gobiernos y de los partidos de implantación nacional. Por más que le interese a Sánchez, no equivoquemos la diana. El peligro se encuentra en los partidos supremacistas que pretenden hablar en nombre de no se sabe qué pueblo y que desprecian al resto. Dejemos a Europa en Europa, a Macron en Francia y preocupémonos de las fuerzas centrífugas que amenazan con destruir el Estado español.
republica.com 7-6-2019