Me caben pocas dudas de que el problema más grave con el que se enfrenta la sociedad española, si prescindimos de la Unión Monetaria, es el golpe de Estado, todavía vivo, propiciado por el nacionalismo catalán. Con una diferencia entre ambos, la Moneda Única en cierta forma nos trasciende y aisladamente no podemos darle una respuesta adecuada. La cuestión catalana, sin embargo, es totalmente nuestra, y esperemos que no cometamos el error de permitir, que tal como ansían los golpistas, se internacionalice.
Ante la ofensiva del nacionalismo catalán, toda otra cuestión por importante que parezca adquiere un carácter secundario porque, además, en cierta medida va a estar condicionada por aquella. Es verdad que para grupos concretos de ciudadanos hay problemas que pueden ser más acuciantes, pero carecen de la generalidad y de las repercusiones que el golpe de Estado tiene para toda España, incluyendo Cataluña. Es más, sus consecuencias negativas afectan casi con total seguridad a todos los otros asuntos, sean sociales, económicos o políticos.
Estos efectos nocivos se han hecho presentes ya en Cataluña. No solo es que todos los indicadores señalen el perjuicio que el procés ha ocasionado a la economía catalana, sino que todas las instituciones democráticas están paralizadas. El Parlament se encuentra secuestrado por los independentistas, sin tomar ningún acuerdo desde que perdieron la mayoría. El Gobern no gobierna y se dedica tan solo a la propaganda y a divulgar un discurso falso y torticero acerca de España y Cataluña. El deterioro de la administración y de los servicios públicos es evidente y muchos millones de euros se han desviado de las necesidades públicas para mantener el proceso vivo mediante todo tipo de instrumentos, entre ellos las subvenciones a la prensa o la multiplicación de las llamadas embajadas.
Las libertades democráticas han dejado de existir en Cataluña, pero no por culpa de un Estado despótico que las recorta, tal como afirma el independentismo, sino por la actitud facciosa de una minoría que no tolera a nadie que piense de manera distinta. Es curioso que Torra se autoproclame paladín de la libertad de expresión cuando Cataluña se ha convertido en la única parte de España en la que se intentan abortar las manifestaciones que no gustan al poder, en la que son atacadas las sedes de los partidos políticos de la oposición y en la que son coaccionados y amenazados jueces, fiscales, políticos y todo aquel que sea señalado por el independentismo como traidor al procés. Por último y no menos importante, el hecho de que la actividad política prescinda de toda ideología, abandona la dinámica izquierda-derecha para reducirlo todo a una lucha fratricida a favor o en contra del independentismo.
El resto de España también está sufriendo las consecuencias negativas de lo que está sucediendo en Cataluña. En primer lugar con el deterioro de su imagen. El secesionismo, con el poder que otorga controlar los medios económicos y de todo tipo en manos de la Generalitat, ha puesto y continúa poniendo todo su interés en desacreditar al Estado español y en construir un relato falaz y artero acerca de Cataluña.
Pero, con todo, lo más grave es la amenaza que pueda representar esta situación de cara al futuro. Quizás la visión más elocuente y exhaustiva de lo que ha pasado en Cataluña la esté dando el juicio que se está celebrando en el Tribunal Supremo. Uno de los mayores aciertos ha sido retransmitirlo íntegro. Las descripciones están siendo impactantes. A partir de las sesiones hasta ahora celebradas se vislumbra ya hasta qué punto estaba organizada la rebelión (se adecue o no a la calificación del Código Penal); y si falló no fue por falta de voluntad de los organizadores, sino por los tres motivos siguientes:
1) A pesar de ser Cataluña una de las regiones más descentralizadas de Europa, la Generalitat no cuenta con los instrumentos que podrían haber facilitado el éxito del golpe de Estado: las finanzas públicas (la mayoría de los impuestos y las cotizaciones sociales las gestiona el Estado); la justicia; la política exterior aun cuando intentan compensarlo con las llamadas embajadas; la policía (los mossos están sometidos a una doble dependencia: Generalitat y jueces).
2) Los partidarios de la independencia no superan el 50% de los residentes actualmente en Cataluña.
3) La repulsa que todo nacionalismo produce en la Unión Europea. Los esfuerzos y el dinero invertido por los independentistas han servido para intoxicar a algún sector de la opinión pública -o más bien publicada- del extranjero, pero no para romper el rechazo de las instituciones y mandatarios internacionales que no desean aventuras.
Pero lo que no ha podido ser hoy puede ser mañana. Que nadie se engañe, estos tres factores pueden cambiar en el futuro en función de la actitud y la respuesta del Estado español. Un gobierno complaciente o necesitado del voto de los independentistas concedería más competencias a la Generalitat, colaborando así a que en un futuro el golpe pudiera tener éxito. Del mismo modo, si el Estado no asume una postura enérgica y continúa permitiendo el adoctrinamiento en las escuelas, la utilización sectaria de los medios de comunicación públicos, las subvenciones con las que comprar a los medios privados y la discriminación y coacción permanente a los que no son independentistas es muy posible que la proporción de estos se vaya incrementando poco a poco. De hecho, han sido los errores y egoísmos de los partidos nacionales los que han permitido a base de concesiones que durante estos cuarenta años el nacionalismo haya ido ganando adeptos hasta llegar a la situación actual.
Un gobierno complaciente que para congratularse con los independentistas y conseguir sus votos realizase un discurso ambiguo favorecería sin duda la llamada internalización del conflicto y haría dudar a los gobiernos extranjeros.
Es en todo esto en lo que está pensando la parte más pragmática del independentismo. Conscientes de que la rebelión ha fracasado, porque no contaban con los medios adecuados, planean su estrategia a medio plazo. Esperan tiempos mejores. Sostienen la misma virulencia en el discurso, pero manteniendo cierta ambigüedad frente a la ley, sin traspasar la frontera del Código Penal. Piensan aprovechar este interregno para dotarse de mayores medios y cambiar las condiciones que han podido impedir que el golpe tuviese éxito. Ahora bien, para ello necesitan contar con un gobierno central propicio que, lejos de impedírselo y poner los medios para que nunca más se pueda repetir el desafío al Estado, se pliegue a muchas de sus exigencias y les facilite su estrategia.
El fraccionamiento del arco político nacional y la gran ambición de Pedro Sánchez, que, como ya se ha visto, está dispuesto a todo para llegar y mantenerse en el poder, facilitan esta estrategia de los golpistas. Es más, es posible que haya sido el propio PSC el que se la esté sugiriendo de cara a convencerles de que deben apoyar a Sanchez después de las elecciones. Ahí se inscriben las palabras de estos días de Iceta hablando de diez años y del 65%. Al igual que cuando habló del indulto, las palabras del primer secretario del PSC no son “flatus vocis”, simplemente dice lo que su señorito no se atreve a declarar pero que está pensando.
Al margen de puntuales escarceos y de discrepancias hábilmente vendidas a sus respectivas clientelas, Sánchez y el independentismo constituyen una pareja de hecho. Los independentistas saben que su única opción es Sánchez, no digo el PSOE, sino Sánchez. En realidad son conscientes de ello desde hace mucho tiempo. Solo así se justifica la presencia de Torra, en sus tiempos de activista, en las puertas de Ferraz el día que Pedro Sánchez dimitió –o más bien fue defenestrado- como secretario general; y se supone que no iría solo.
A su vez, Sánchez sabe que su única posibilidad de permanecer en el gobierno es pactando con los secesionistas. Por mucho que lo negase, la idea del gobierno Frankenstein estuvo en su mente casi desde el principio, solo que, dada la oposición de su partido, tuvo que esperar la oportunidad, después de haber purgado a sus órganos directivos. Ahora niega de nuevo el pacto, pero sabe y los españoles deberían saber que su única posibilidad de gobierno es reviviendo el bloque de la moción de censura, y para ello ha eliminado toda oposición que pudiese darse en el grupo parlamentario.
Los ataques de Sánchez al independentismo catalán siempre son de guante blanco, incluso ambivalentes. Lo último ha sido compararlo con el Brexit, ante un elenco de importantes medios europeos. Es cierto que se refirió a las mentiras en ambos discursos. Pero no creo yo que él y su famosa tesis estén capacitados para juzgar si los partidarios del Brexit engañaron o no con sus argumentos. No obstante, en cualquier caso, lo más peligroso es que de sus palabras se puede inferir que la máxima responsabilidad de los golpistas ha sido mentir diciendo que España nos roba. El Brexit, se esté o no de acuerdo con él, es una decisión tomada por mayoría de toda la sociedad de Gran Bretaña, perfectamente legal y siguiendo los cauces adecuados. Los secesionistas catalanes, saltándose toda la legalidad, han dado un golpe de Estado intentando imponer la voluntad de una minoría a la de toda la nación española. Creo yo que hay diferencia. ¿Cómo no se va a extrañar luego la prensa extranjera de que estén en la cárcel? Si todo lo que han hecho es mentir…
Estas elecciones, por desgracia, no pueden plantearse en términos de izquierda y derecha. Eso es lo malo del nacionalismo, que termina contaminando todo. El quid de estos comicios se encuentra en saber si vamos a tener o no un gobierno Frankenstein para cuatro años. Si es que sí, el panorama es siniestro. Tras Cataluña vendrán el País Vasco, Navarra, Baleares, etc. Se incrementarán todas las fuerzas centrifugas. Los conflictos se harán endémicos. Olvidémonos de la redistribución territorial de la riqueza y la renta. Volveremos al cantonalismo de principios del siglo pasado, y el Estado, aun cuando subsistiese nominalmente, sería difícil que pudiera cumplir su misión. Sin Estado no hay política social, ni derecho, ni democracia.
Sánchez ha escogido como lema de campaña “Haz que pase”. Muy propio para una campaña electoral que comienza en Semana Santa, porque a los que hemos vivido muchos años en el nacional catolicismo nos recuerda inmediatamente la oración de Jesús en Getsemaní, tal como nos la narran Mateo y Lucas. “Padre, si es posible, haz que pase de mí este cáliz”. Cáliz en hebreo era sinónimo de suerte. Haz que pase de mi esta suerte, fatalidad, peripecia, lance, vicisitud, etc. El argot popular dio a la frase un carácter secular, y la ha empleado con cierto carácter burlón. Haz que pase de mí este cáliz, refiriéndose a una situación o persona insoportables. El día 28 veremos cuántos son los que pensando en el gobierno Frankenstein gritan “haz que pase de mí este cáliz”.
republica.com 12-4-2019