Juvenal, poeta romano del siglo I, acuñó en su sátira X, la expresión “panem et circenses”, pan y juegos del circo. Pretendía censurar con ella el deterioro que se había ido produciendo en el sistema político de Roma. Simbolizaba el paso de la República (en el sentido ciceroniano del término, res-publica) al caudillaje del imperio, de la democracia al despotismo, de la participación popular al populismo, del pueblo a la masa. Ninguna tiranía se mantiene si no es con cierta complicidad de al menos alguna parte del pueblo, y los dictadores y emperadores romanos, comenzando por César, compraban esa connivencia a base de magnos espectáculos y de reparto de trigo entre los ciudadanos, más bien convertidos en súbditos.
La locución “pan y circo” ha pasado a la posterioridad hasta llegar a nuestros días. En España, en ocasiones, sufre alguna transformación como la de “pan y toros” empleada por ilustrados contra el casticismo de la Corte de Fernando VII y que incluso dio lugar a una zarzuela y a un artículo de Unamuno; y la de “pan y fútbol” que la oposición utilizó durante el franquismo para señalar la estrategia de la dictadura para mantener a los españoles alejados de la política.
Si las dictaduras necesitan conseguir cierta adhesión de los ciudadanos, esta se hace imprescindible cuando se trata de democracias. Aun cuando sean imperfectas, ya que, por imperfectas que sean, los ciudadanos votan periódicamente. Así que de una u otra forma todos los partidos terminan adoptando la estrategia de pan y circo, aprueban medidas electoralistas y asumen alguna forma de populismo. El populismo, en contra de lo que algunos creen, no es exclusivo de los partidos de derechas, también lo practican las formaciones políticas de izquierdas, especialmente después de aceptar la globalización y la Unión Monetaria, realidades que privan a los Estados de buena parte de su soberanía y, por lo tanto, a los gobiernos de la capacidad de practicar una política plenamente socialdemócrata. Al estrecharse enormemente el margen entre las políticas económicas y sociales aplicadas por los gobiernos de las distintas ideologías, no es extraño que unos y otros se refugien en medidas de corte populista.
En esa dinámica y con la única finalidad de conseguir buenos resultados electorales se roza a menudo la ilegalidad y se violentan las mismas formas democráticas. Buen ejemplo de ello han sido los nueve meses de gobierno de Pedro Sánchez y, de forma especial, lo que han llamado “viernes sociales”. Si existe, manifiestamente, un abuso de la democracia cuando se utiliza el decreto-ley para cualquier tema sin que se cumplan las condiciones de extraordinaria y urgente necesidad, el abuso se agrava cuando se aprueban en campaña electoral y con las cámaras disueltas y debe ser la Diputación permanente la que tenga que convalidarlos. Si bien es cierto que la Constitución lo permite, lo hace tan solo para prevenir los verdaderos y excepcionales casos de extraordinaria y urgente necesidad en los que resulta ineludible, por tanto, la aprobación, sin esperar a que las Cortes estén constituidas.
Un tertuliano habitual en casi todos los foros y que en todos ellos se esfuerza en justificar a Sánchez con las aseveraciones más peregrinas para respaldarlo, en esta ocasión, repite una y otra vez que los gobiernos no pueden estar parados, tienen que actuar, lo que no deja de ser cierto, pero actuar no quiere decir legislar, que es propio de las Cortes. Hay muchas tareas que un gobierno tiene que hacer, aparte de decretos-leyes.
El populismo se diferencia profundamente de la socialdemocracia. La socialdemocracia constituye una doctrina coherente en la que todas las medidas tienen un sentido, un puesto definido en el sistema, y perfectamente coordinadas entre sí. Lo que no ocurre con el populismo. En el populismo cada medida está dispersa sin relación con las otras, y en ocasiones, incluso, son contradictorias. Las medidas populistas no suelen tener un carácter universal. Son ocurrencias. No están dirigidas a constituir, tal como aspira el pensamiento socialdemócrata, una sociedad más justa e igualitaria, sino que se orientan a un número concreto de votantes de cara a obtener su adhesión. El resultado social es secundario, incluso no importa demasiado que pueda ser el contrario del que aparentemente se persigue. Lo que prima es el resultado electoral.
Entre los objetivos esenciales de la socialdemocracia se encuentra el de garantizar los derechos sociales y económicos y en consecuencia la igualdad de oportunidades, pero esa tarea le corresponde al Estado y es el Estado el que debe asumir su coste y distribuirlo adecuadamente mediante el sistema fiscal. El populismo, por el contrario, tiene alergia a la subida de impuestos, ya que la medida tiene mala prensa y acarrea un probable coste electoral. Cuando no hay más remedio, el populismo recurre a determinadas figuras tributarias, a menudo de índole demagógica, que apenas tienen impacto en la recaudación y que suelen ser de carácter indirecto, cuyos efectos se disfrazan más fácilmente. En todo caso no tiene ningún reparo en trasladar el coste de las medidas sobre algún otro grupo de ciudadanos. Buen ejemplo de ello fue la congelación de alquileres adoptada por el franquismo, ya que, amén de ser una dictadura, también practicaba el populismo. Siendo incapaz el régimen de proporcionar un nivel suficiente de salarios y de dar una solución adecuada a la carencia de viviendas, transfirió el coste de aplacar la exigencia popular al colectivo de arrendadores mediante la congelación del precio de los alquileres, con lo que destruyó este mercado para muchos años en España.
La política sobre vivienda, y más concretamente en lo referente a los alquileres, constituye un buen terreno en el que encontrar la diferencia entre populismo y socialdemocracia. El populismo, ante la tesitura de dar respuesta a la reivindicación popular de una vivienda digna, no tiene ningún inconveniente en emplear medidas que penalizan a los arrendadores, olvidando que, nos guste o no, nos movemos en una economía de mercado, y que este tiene sus leyes que son difíciles de violentar, porque al hacerlo se puede obtener un resultado contrario al teóricamente perseguido.
En España, antes de todo análisis y de adoptar cualquier postura en esta materia, conviene tener en cuenta dos datos. El primero es que el porcentaje de viviendas en régimen de alquiler -aun cuando se ha incrementado sustancialmente desde el comienzo de la crisis-, es muy reducido, el 22%, muy por debajo de la media de la Eurozona (33%), del de Francia (35%), Reino unido (36%) o Alemania (48%). El mercado es por tanto bastante estrecho y toda variación de la oferta influye fuertemente en el precio.
El segundo es que, a pesar de la demagogia a menudo empleada, el peso en el mercado de los fondos de inversión (los llamados socimis) es muy reducido. Se estima que entre el 2 y el 4%. La casi totalidad de las viviendas de alquiler está en manos de propietarios individuales o de familias, la mayoría de clase media, que redondean sus sueldos o pensiones con las rentas del arrendamiento de una o dos casas. Este colectivo suele tener una mentalidad conservadora, muy sensible a todo lo que hace referencia a la seguridad, y reacio a verse inmerso en procesos judiciales.
No resulta demasiado arriesgado pronosticar que las campañas de estigmatización de los desahucios y las medidas que se van a tomar a favor de los arrendatarios y en contra de los arrendadores van a desincentivar la oferta. Habrá pequeños propietarios que opten o bien por no alquilar el piso o bien por hacerlo con todas las garantías, eligiendo cuidadosamente el inquilino. Es muy posible, por tanto, que disminuya la oferta y se eleven los precios, al tiempo que se expulse del mercado a las personas y familias más necesitadas (emigrantes, contratados precarios, con hijos pequeños, ancianos, etc.), que no tendrán quien les alquile un piso al existir dudas de si en el futuro podrán pagar la renta, y al vaticinarse mayores dificultades ante su posible desalojo. El resultado sería, de nuevo, precisamente el contrario al que teóricamente se intenta conseguir.
Nadie duda de que la vivienda constituya un derecho constitucional y de que cada ciudadano sea acreedor a una solución habitacional, tal como se dice ahora. Pero la solución debe venir precisamente de la postura contraria. Desde la óptica socialdemócrata, se debe defender la intervención de los poderes públicos en el mercado, pero respetando sus leyes y sin destruirlo. El Estado debe actuar como un agente más incrementando la oferta, con lo que los precios descenderían y mejorarían las posibilidades y condiciones de los inquilinos. Son muchos los instrumentos que el sector público tiene en su mano. Citemos tan solo algunos esquemáticamente, a mero título de ejemplo:
1) Adoptar el régimen de alquiler para toda futura promoción de vivienda oficial. El de compra no ha servido precisamente para ayudar a los más necesitados, a los que con toda seguridad económicamente les está vedado comprar una vivienda, aunque sea de protección oficial, y que además incluso ha propiciado que algunos hiciesen negocios con la reventa al cabo de unos años.
2) Orientar al mercado del alquiler todos los recursos públicos destinados a la política de vivienda, eliminando por ejemplo la deducción por la compra en el IRPF, que no recae precisamente en las clases más desfavorecidas y constituye por añadidura un capítulo significativo del fraude fiscal. La propuesta quizás no resulte muy popular, pero eso no significa que no sea justa.
3) Constituir un seguro público de alquiler que garantice al arrendador el cobro. Serviría para movilizar, incrementando la oferta, muchas de las viviendas que en este momento están vacías por el miedo de los propietarios a que los inquilinos no les paguen o les destrocen el piso. Además, haría recaer sobre el Estado, y no sobre los arrendadores, el coste social en tanto se busca otra solución para la familia que se encuentre en condición crítica.
Ciertamente, no es el momento de desarrollar cada una de estas medidas, así como tampoco de tratar el tema de que se precise quizás dedicar más recursos públicos al problema de la vivienda, unido a la necesidad de una reforma fiscal en profundidad que garantice este y otros derechos sociales. Reforma fiscal de la que lógicamente los partidarios del “pan y circo” no quieren ni oír hablar. En estos puntos se pretende tan solo trazar unas pocas líneas que, referidos al mercado del alquiler, nos ayuden a comprender la gran diferencia que existe entre populismo y socialdemocracia.
republica.com 22-3-3019