Se suponía que los Parlamentos hacían las leyes y los Ejecutivos los decretos, los reglamentos, el desarrollo de las leyes. Aunque bien es verdad que siempre han existidos listillos que han creído que era más importante hacer los reglamentos que las leyes. Hagan ustedes las leyes, que ya haré yo los reglamentos, dicen que afirmaba con tono retador don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones. Pero Pedro Sánchez está dispuesto a hacer las leyes y los reglamentos y para ello ha encontrado el subterfugio del decreto-ley que prevé nuestra Constitución en su artículo 86, pero solo para los casos de extraordinaria y urgente necesidad. Es verdad que todos los gobiernos se han extralimitado en su utilización, pero ninguno como el doctor Sánchez, que lo mantiene como la única forma legislativa. Hasta la realidad más baladí se considera de extraordinaria y urgente necesidad.
Incluso el ministro astronauta se ha aprendido la treta y en el último consejo de ministros utilizó el decreto-ley para cambiar la forma de control de los Organismos Públicos de Investigación (OPIs), excepcionandoles de la ley general presupuestaria, y sustituyendo la fiscalización previa por el control financiero permanente. Conviene antes que nada resaltar que los OPIs son órganos de investigación, pero también son públicos, es decir, los recursos que manejan son de todos los españoles y es fundamental garantizar no solo que tenemos buenos investigadores (todo el mundo se cree muy bueno en su profesión), sino también que se emplean los recursos adecuadamente, con eficacia, con eficiencia y orientándolos a la finalidad y del modo que el Parlamento ha decidido, en otras palabras, de acuerdo con la ley.
La historia es antigua, los responsables de casi todos los organismos, en aras de una supuesta eficacia, pretenden liberarse del yugo de la ley y del control previo de la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE), confundiendo una con el otro. Actualmente, la fiscalización previa está muy limitada a determinados actos y hechos jurídicos que se consideran esenciales, y el tiempo que los expedientes permanecen en las intervenciones es muy reducido, cinco días por término medio. De existir rigideces y retrasos no se encuentran desde luego en el control previo, sino en la normativa aplicable, en la carencia de recursos económicos (en la época de crisis se ha hecho evidente), pero con mayor probabilidad en la ineptidud de los gestores y altos cargos que esconden su incompetencia tras la excusa de la intervención.
Lo que realmente incomoda a los gestores que se muestran descontentos, es la norma, el hecho de tener que someterse a procedimientos reglados; ahora bien, son estos procedimientos los que garantizan que los recursos se utilizan adecuadamente, que no se desvían a finalidades espurias, que no se malgastan y que se cumple la igualdad de oportunidades. En contra de lo que piensan muchos, no sé si por conveniencia o por ignorancia, la ausencia de norma no incrementa la eficacia, sino todo lo contrario, el despilfarro, el amiguismo e incluso la corrupción.
A menudo he señalado cómo los casos de corrupción se han acumulado allí donde el control de la intervención es más deficiente, primero en los ayuntamientos, donde el interventor es nombrado por los alcaldes; segundo en las Comunidades Autónomas, ya que los interventores generales no suelen ser funcionarios y se encuentran muy mediatizados como recientemente ha demostrado el proceso de los ERE en la comunidad andaluza, de donde son oriundas las actuales autoridades del Ministerio de Hacienda; y, por último, en los entes y organismos de la Administración central (por ejemplo, en las empresas públicas) en los que no existe la fiscalización previa.
Los políticos que compiten para ver quién asume mejor el papel de campeón contra la corrupción se van normalmente por las ramas a la hora de proponer medidas, medidas carentes de eficacia y que solo tienen valor de pura propaganda de cara a la galería. Por el contrario, pocos se preocupan de acometer reformas realmente efectivas como la potenciación de los órganos de control. Más bien, tal como estamos viendo en este caso, el camino seguido es el contrario y se elimina la fiscalización previa con el pretexto de incrementar la eficacia.
Se ha publicado que los OPIs fueron sometidos al régimen de fiscalización previa en 2014. Solo es cierto parcialmente, puesto que en ese año lo único que se hizo fue recuperar el régimen de control que primigeniamente tenían y que había sido modificado, al igual que se hace ahora, a finales de la década de los noventa. El cambio de 2014 obedeció precisamente a la mala gestión y a las múltiples irregularidades que los informes de control a posteriori habían detectado en el funcionamiento de estas entidades desde que se les había librado de la intervención a priori. No hubiera estado mal que el Gobierno actual, antes de tomar esta medida, hubiese consultado los numerosos documentos que se encuentran en la IGAE y que describen los defectos y las lacras que se están dando en la actividad de estos organismos.
Al lado de una corrupción a lo grande, de casos espectaculares, aquellos que terminan en el juzgado y salen en la prensa, se encuentra una corrupción a lo pequeño, tanto o más importante, porque puede emponzoñar a la totalidad de una entidad cuando el control se relaja; es el amiguismo, la endogamia, los contratos amañados, el reclutamiento de personal sin seguir los criterios de mérito y capacidad, las subvenciones concedidas de forma arbitraria o no justificadas adecuadamente con posterioridad, etc. Algo de todo ello hemos intuido en este tiempo de atrás en el mundo universitario. Los escándalos que se han hecho públicos, han mostrado tan solo la punta de ese magma de irregularidades y pequeñas corrupciones sobre el que se asienta la universidad, precisamente por la ausencia de control en su régimen administrativo.
Es hasta cierto punto lógico que los investigadores no entiendan mucho de gestión del gasto público y que en esa ignorancia consideren como recursos propios los fondos provenientes de las subvenciones que se les conceden para los proyectos de investigación. En buena medida es explicable que piensen que no tienen por qué justificar su aplicación. Tampoco nos puede extrañar demasiado que el ministro astronauta no esté muy ducho en Derecho Administrativo y en gestión presupuestaria. Cómo lo va a estar cuando incluso desconoce los rudimentos más elementales de la hacienda pública y piensa, según ha dicho, que las personas físicas pueden tributar como sociedades para ahorrarse impuestos. Son las consecuencias de elegir como ministros a los famosillos por el único motivo de serlo.
Por el contrario lo que no es fácil de comprender es la inactividad y la indolencia del Ministerio de Hacienda permitiendo que se incremente el descontrol en los recursos propios. Bien es verdad que algo aclara el hecho del desembarco en el Ministerio de la brigada sanitaria de la Junta de Andalucía, una jubilosa panda de amigas, cuyos currículos giran principalmente alrededor de los másteres en medicina, cuando no en la diplomatura de ciencias laborales. Titulaciones y conocimientos todos ellos muy respetables, pero no demasiado apropiados para regir un ministerio tan complejo y fundamental como el de Hacienda.
Hace ocho meses, todos los que conocemos un poco la Administración quedamos profundamente sorprendidos cuando al publicarse la estructura del Ministerio de Hacienda vimos con estupor que se ubicaba a la IGAE en la Subsecretaría. Jamás había sido así. No tenía sentido ni por las competencias ni por criterios de jerarquía administrativa. No resulta lógico que un subsecretario (La IGAE tiene esta categoría administrativa) dependa de otro subsecretario. La IGAE, que funcionalmente depende del Consejo de Ministros, lo lógico es que se hubiese adscrito directamente al ministro, o al menos a la Secretaría de Estado de Presupuesto y Gasto Público. La explicación llegó más tarde. La subsecretaria desconocia la estructura administrativa y creía que su puesto era el segundo en importancia en el ministerio; pensaba que iba detrás de la ministra y por eso reclamó la IGAE. Creo que su cabreo fue monumental cuando se enteró de que no era así y de que las secretarias de Estado tenían más categoría que ella. En fin, que así nos va moviéndonos entre astronautas.
republica.com 15-2-2019