Quizás sea el de patrimonio el impuesto más odiado y vilipendiado por ese pensamiento único que se ha adueñado de la economía, lo cual, hasta cierto punto, tiene su lógica ya que este tributo junto con el de sucesiones y el de renta constituyen los instrumentos esenciales de la progresividad del sistema fiscal. No pretendo en esta columna refutar el discurso falaz que se suele emplear para denostarlo. Para ello, véase mi artículo en este mismo periódico del 22 de septiembre de 2011 o en mi libro “Economía, mentiras y trampas” de la editorial Península. Persigo, eso sí, señalar la contradicción que representa el hecho de que los mismos que condenan sin paliativos este tributo muestren indiferencia e incluso promocionen el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI), que es en realidad un gravamen sobre la riqueza, si bien limitado a un único tipo de patrimonio, el inmobiliario. Este tributo tiene además el agravante de no ser progresivo, sino proporcional (lo que en cierta forma es congruente al no incidir sobre todas las riquezas del contribuyente). Será tal vez esa ausencia de progresividad la razón de que este gravamen no moleste demasiado a los realmente adinerados, que son los que imponen el pensamiento único.
En España, el IBI es el impuesto que más ha crecido en los últimos treinta años. Su recaudación nunca se ha reducido, por el contrario, se ha multiplicado por ocho desde 1990. Incide directamente sobre la vivienda, que es el único ahorro y patrimonio del que dispone la mayoría de los ciudadanos. El 77% de los españoles tienen casa en propiedad, diez puntos más que en la media de la Unión Europea. En este caso, sí nos encontramos frente a un impuesto que grava a las clases medias y bajas y, además, como ya se ha dicho, de una manera proporcional y no progresiva.
Sobre la vivienda inciden también otra serie de impuestos: plusvalía municipal, plusvalía estatal, transmisiones patrimoniales, etc., que hacen que, en España, según la OCDE, el porcentaje que representa la imposición sobre el patrimonio inmobiliario respecto a la totalidad de ingresos esté muy por encima del de la mayoría de los países de la Organización. Curiosamente, los que recurren al argumento de la doble imposición para oponerse al impuesto de patrimonio o al de sucesiones no encuentran objeción a que se paguen dos veces por el mismo concepto las plusvalías generadas en las ventas de los inmuebles. Una vez al ayuntamiento, y otra al Estado dentro del impuesto sobre la renta.
El Impuesto sobre el Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (conocido popularmente como plusvalía municipal), que solo grava los inmuebles urbanos (no las grandes fincas de los terratenientes), se ha convertido en un tributo discrecional, puesto que cada ayuntamiento aplica los criterios que cree convenientes y de forma nada transparente. Hay que añadir que la obligación de este gravamen se genera en cualquier transmisión, incluso en los casos en los que se produce por herencia, lo que no ocurre en el impuesto sobre la renta con la plusvalía estatal (llamada habitualmente la “plusvalía del muerto”). La arbitrariedad de esta figura tributaria es tan clara que el Tribunal Constitucional ha tenido que intervenir y considera que este impuesto vulnera el principio constitucional de capacidad económica en la medida en que no se vincula necesariamente a la existencia de un incremento real del valor del bien, “sino a la mera titularidad del terreno durante un periodo de tiempo”.
Habrá que considerar, además, tal como ya se ha dicho, que el Estado en el IRPF grava también el incremento de los bienes inmuebles manifestado en las transmisiones (las llamadas plusvalías). Esta carga fiscal se ha hecho tremendamente gravosa después del injusto y distorsionante tratamiento dado a estas operaciones en la reforma fiscal de 2014. Desde la implantación del IRPF por la Ley 44/1978, una cuestión ha estado siempre presente en el desarrollo legislativo: cómo descontar la inflación de las plusvalías de manera que no se grave una ganancia que es puramente ficticia. El tema es especialmente relevante cuando el incremento patrimonial se produce en la transmisión de un activo que ha permanecido largo tiempo en el patrimonio del sujeto pasivo (suele ocurrir con los inmuebles), ya que el efecto de la inflación se acentúa, de tal forma que la parte de ganancia debida a la pérdida de valor de la moneda puede llegar a ser muy elevada. Por ello, en las sucesivas reformas de la Ley, el legislador ha introducido en todos los casos mecanismos correctores (aunque no siempre los mismos) para separar los incrementos reales de los ficticios.
En 2014, el Gobierno decidió modificar el régimen fiscal vigente en aquel momento sobre esta materia, y aun cuando el injustificable tratamiento previsto en el proyecto se suavizó a lo largo de la tramitación parlamentaria, las plusvalías por la venta de un inmueble tributan en el IRPF por cantidades muy superiores a las que correspondía con anterioridad a la reforma. Especial gravedad reviste este tema para los inmuebles adquiridos en los años setenta y principios de los ochenta, puesto que, dado el tiempo transcurrido y las elevadas tasas de inflación de aquellos años, dichas ventas pasaron de estar casi exentas a tributar en un porcentaje significativo de la totalidad del valor inmueble.
Los damnificados no son desde luego ni las empresas ni los contribuyentes de rentas altas, que tienen todos sus inmuebles depositados en sociedades, ya que a todos ellos se les ha dado la opción en múltiples ocasiones de revalorizar todos sus activos sin coste alguno. Afecta en mayor o menor medida a las clases medias con una segunda vivienda, y en especial a personas mayores jubiladas o a punto de jubilarse y que han considerado la propiedad inmobiliaria como la mejor forma de ahorrar para completar la pensión frente a los fondos de pensiones, y ahora, después de sufrir la merma de valor de la crisis inmobiliaria, se les dice que van a perder un porcentaje importante del resto de sus ahorros.
En España, la propiedad inmobiliaria está fundamentalmente en manos de las clases medias y bajas. La verdadera riqueza se encuentra, por el contrario, en el capital mobiliario al que por supuesto no le afecta ni el IBI ni la plusvalía municipal y cuenta con infinidad de medios para escapar del gravamen de las plusvalías en el impuesto sobre la renta. De ahí la importancia del impuesto de patrimonio y del de sucesiones, y de ahí también el empeño del neoliberalismo económico en suprimirlos.
republica.com 8-2-2019