Hace más de un mes que la OCDE presentó su informe económico sobre España. La proliferación de acontecimientos a los que dedicar este artículo semanal, me ha hecho postergar el tema hasta el momento actual. Los informes de los organismos internacionales son tediosos porque suelen repetir siempre los mismos argumentos e idénticas recetas. En este caso, sin embargo, hay un aspecto que me ha llamado la atención, y que creo merece la pena comentar.
El informe considera que la división autonómica en nuestro país es un grave obstáculo para el crecimiento económico y la igualdad. España está situada entre aquellos países de la Organización en los que el gasto público está más descentralizado, por encima incluso de los Estados cuya Constitución es federal. La segmentación del mercado y la heterogeneidad de la normativa en cada una de las regiones dificultan la actividad económica y empresarial. Se producen profundas diferencias entre las Comunidades Autónomas en casi todas las variables: renta, productividad, innovación, etc. La dispersión regional en la tasa de pobreza es también muy elevada. Solo Italia se sitúa por encima. El desempleo, el abandono escolar, incluso la salud, se distribuyen así mismo de manera muy desigual entre las regiones.
El informe presta especial atención a la disparidad en los ingresos. La falta de homogeneidad territorial en materia tributaria, amén de ser injusta para los ciudadanos que sufren distinta presión fiscal en función de su domicilio, fragmenta el mercado, reduciendo la productividad y, por ende, convirtiéndose en un obstáculo al crecimiento. La diversidad en la normativa fiscal tiene además otro efecto negativo, el establecer una competencia desleal entre las regiones. Se produce una suerte de carrera para ver cuál es la Comunidad que reduce más la tributación, con lo que el sistema fiscal caerá por una especie de pendiente en el deterioro de la progresividad y de la suficiencia. Es el mismo fenómeno que se produce en Europa en ausencia de normalización fiscal, solo que en el ámbito regional origina un efecto mucho más negativo que entre Estados.
La OCDE nos dice también que las Comunidades Autónomas difieren considerablemente en su capacidad de desarrollar, captar y retener trabajadores cualificados. A su vez, la emigración interregional es muy baja y considerablemente inferior a la media de los países miembros. Muchas de los servicios y prestaciones y sociales están transferidos a las Comunidades Autónomas, que ponen múltiples trabas a su portabilidad de una región a otra.
Ciertamente todas estas cosas ya las conocíamos, pero siempre viene bien que nos las recuerde un organismo internacional, pues no sé por qué, todo el mundo les concede un plus de credibilidad. Pero es que, además, a ese listado podríamos añadir toda otra serie de resultados, quizás no tan evidentes, pero igual o más perjudiciales. Por ejemplo, el papel que las Comunidades Autónomas han desempeñado en la corrupción o en el fracaso de las Cajas de Ahorro o en los errores cometidos en la planificación del gasto público.
No se ha señalado suficientemente cómo la corrupción se ha concentrado en buena medida en las Comunidades Autónomas. Desde Cataluña a Andalucía, pasando por Valencia y Madrid y un largo etcétera, los escándalos más llamativos y graves de malversación de fondos públicos se han producido en las administraciones autonómicas. La organización territorial también ha tenido mucho que ver a la hora de planificar las inversiones públicas. Muy a menudo, las decisiones, lejos de obedecer a criterios económicos y de eficacia, se han tomado en función del poder político con el que cuenta la clase dirigente de la respectiva Autonomía. Caso típico ha sido el trazado del AVE, que cada Consejo de Gobierno pretendía que pasase por todas las provincias de su Comunidad.
Especial mención hay que hacer de la crisis de las cajas de ahorro. Se ha interpretado como el fracaso de la banca pública, y ciertamente es posible que esta coyuntura haya creado las condiciones precisas para imposibilitar durante mucho tiempo la existencia en España de entidades financieras públicas. Sin embargo, las cajas de ahorro no pertenecían al sector público. Tampoco al sector privado. Tenían una situación jurídica muy sui géneris. Podríamos afirmar que se insertaban en el ámbito político, puesto que sus consejos de administración estaban formados por políticos de todos los partidos y tendencias pertenecientes a las órbitas regionales y locales.
Fue mi primera desilusión con el PSOE. Recuerdo que allá por el año 1983. El partido socialista acababa de llegar al gobierno, se estaba elaborando la ley de cajas que se terminaría aprobando en 1985. No entendía por qué no se aprovechaba la ocasión para fusionar todas las cajas de ahorro y constituir un potente holding financiero público que sirviese de contrapeso a las entidades privadas. Así se lo hice notar a algunos de mis amigos que en esos momentos estaban redactando el proyecto. Como es bien sabido, la decisión tomada fue otra muy distinta. Se mantuvo la independencia de cada una de las entidades, entregando su control a la clase política (de uno u otro signo) de las correspondientes regiones, sin someterlo a ninguno de los controles y requisitos de las entidades públicas. El resultado ha sido palmario.
Ciertamente, la OCDE en el informe elude condenar la organización territorial de España. No sería políticamente correcta la intromisión de un organismo internacional en la estructura política de un Estado miembro; es por ello por lo que el informe se apresura a afirmar que el origen del mal no radica en la existencia de las Comunidades Autónomas, sino en la falta de cooperación entre ellas. Mantiene que las Autonomías, lejos de ayudarse unas a otras y de colaborar transmitiéndose sus propias experiencias, se enfrascan en una lucha fratricida en las que todas salen perdiendo, aunque unas más que otras.
La postura de la OCDE, aunque comprensible, no deja de ser ingenua. El Estado de las Autonomías no es una mera descentralización administrativa, sino política, lo que hace difícil, casi imposible, cualquier armonización y dirección por parte del Gobierno central. Además, España, aun cuando los nacionalistas digan lo contrario, no tiene ninguna experiencia en organización federal. El Estado de las Autonomías es una estructura artificialmente creada, basada no en una fuerza centrípeta que impulsa a Estados independientes a integrarse en una unidad política superior, sino en una fuerza centrífuga que de un Estado unitario pretende extraer diversas regiones para constituir unidades políticas que reclaman cada vez y sin límite más y más competencias. Pretender la colaboración mutua es un espejismo, ya que replican entre ellas los mismos enfrentamientos que mantienen las formaciones políticas que gobiernan en cada una.
Los partidos nacionalistas convertidos en bisagra, gracias a una ley electoral que les concede una representación en el Congreso mayor de la que les correspondería proporcionalmente por los votos que obtienen, han ido consiguiendo a lo largo de los años toda clase de prebendas y beneficios, amén de más y más autonomía. Lo grave es que sus aspiraciones no tienen fin, como no sea la independencia. El resultado ha sido incrementar progresivamente la desigualdad regional y llegar al extremo de que los nacionalistas renieguen de la Constitución y consideren que la soberanía no se encuentra en la totalidad de la población española, sino en cada una de las Comunidades Autónomas.
El obrar sigue al ser. Es difícil, por tanto, que con estos palos se puedan construir otros sombrajos distintos a los levantados. No parece demasiado factible que se puedan corregir los muchos males que la OCDE señala, derivados de la fragmentación territorial, manteniendo la estructura autonómica actual. La eliminación de todas estas lacras indicadas en el informe exige no un cambio puramente cosmético o el ingenuo voluntarismo de pensar que las oligarquías autonómicas van actuar de otra manera, se precisa un cambio en profundidad de la organización regional.
Hoy, la crítica al Estado de las Autonomías pertenece al ámbito de lo políticamente incorrecto. Está proscrita. Es sabido que existen ya muchos intereses creados, lo que hace muy difícil cualquier cambio, pero ello no justifica anatematizar todo discurso que lo impugne o que lo enjuicie poniendo sobre la mesa los efectos negativos que ha producido. Este tema, junto con la condena de cualquier cuestionamiento de la Unión Monetaria, es un buen ejemplo de la dictadura de lo políticamente correcto, de esa nueva inquisición que se ha creado y que no está dispuesta a permitir la menor desaprobación de una serie de realidades establecidas por ella como verdades inmutables. Esta violación de la libertad de expresión en aras de la supremacía de un relato impuesto por la fuerza merecería un tiempo de reflexión y quizás un futuro artículo.
A pesar de esta práctica unanimidad política y mediática a favor del Estado autonómico y de las continuas proclamas acerca de las bondades y múltiples beneficios que se han seguido de la descentralización política, la opinión pública permanece reacia y no se ha logrado reproducir en los ciudadanos el general beneplácito que sí existe en el discurso oficial. Según el CIS anterior a Tezanos, solo el 25% de los españoles se inclinan por incrementar la autonomía regional frente al 30% que se decanta a favor de un Estado más centralizado que el actual. El 37% se pronuncia por dejar las cosas tal como están, lo que es bastante coherente con cierto conservadurismo popular al que le aterran los cambios. Pedro Sánchez, Iceta, y en general todos los que están empeñados en reformar la Constitución para dar más competencias a las Comunidades Autónomas, harían bien en rumiar estos datos.
Todo discurso que cuestione o critique el Estado de las Autonomías recibe el calificativo de reaccionario o propio de la ultraderecha, cuando la mayoría de las veces los motivos y argumentos para la crítica deberían surgir más de las preocupaciones y de los valores de la izquierda. En el extremo, por ejemplo, en Cataluña, un amplio espectro de la población llega a considerar únicamente como democráticas las decisiones que salen de los órganos políticos autonómicos y no estiman a las instituciones nacionales como representativas de todos los ciudadanos, también de los catalanes. En este sentido, hay un relato torticero que juzga que la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución de manera indefinida hasta la restauración de la normalidad significa la liquidación del sistema democrático. Emplean el argumento de que el independentismo ganó las elecciones del 21 de diciembre del año pasado. Lo cual es verdad, pero lo que no se tiene en cuenta es que la victoria en unos comicios autonómicos concede el derecho exclusivamente a regir una Comunidad de acuerdo con la Constitución y nunca a rebelarse contra esa misma Carta Magna.
Es la propia Constitución la que en su artículo 155 mandata al Gobierno central a que asuma las competencias de una administración autonómica cuando esta incumpla sus funciones. Lo que subyace detrás de la condena de su aplicación es la creencia de que las Autonomías son un requisito imprescindible para calificar a un Estado de democrático, como si un régimen centralista o jacobino como el de Francia no pudiese serlo tanto o más.
Pablo Iglesias, para disculpar la errática y equivocada política que ha impuesto a Podemos con respecto al nacionalismo, ha acuñado la frase «Patriotismo de las cosas de comer». Pretende dar a entender que la postura que se adopte en materia territorial no tiene nada que ver con los derechos sociales y económicos. Que no hay ninguna contradicción en defender a los golpistas de Cataluña y el derecho de la autodeterminación de todas las regiones españolas con ser de izquierdas y perseguir una distribución más justa de la renta y de la riqueza. Pero lo cierto es que la OCDE en su informe viene a confirmar algo que, por supuesto, sabíamos, que la organización territorial que se adopte sí tiene que ver y mucho con el crecimiento y sobre todo con la desigualdad, en primer lugar, regional, pero en segundo lugar, personal, porque la una influye en la otra.
En la España del siglo XXI al Estado social le acechan dos grandes peligros, la Unión Monetaria y la disgregación territorial. Ambas realidades debilitan al Estado, al poder político frente al económico. Ambas propician la desigualdad social. En una economía de mercado solo el sector público puede corregir los vicios y los defectos en la distribución de la renta que originan la oferta y la demanda. Todo lo que disminuye su fuerza y competencias suele colaborar al menoscabo de la equidad social y de la economía del bienestar. Resulta difícil aceptar que sea posible compaginar una posición de izquierdas con defender la desigualdad de los ciudadanos en función de la región en la que estén domiciliados y respaldar a partidos supremacistas que aspiran a incrementar la diferencia en bienestar e ingresos entre las regiones ricas y las de menor renta.
republica.com 28-12-2018