Hace unos días saltó a la prensa una noticia que en principio no debería ser tenida ni siquiera por tal. La Audiencia Nacional ha condenado a cinco años de cárcel y doce de inhabilitación absoluta para cargo o empleo público a un ex contable del Consulado de España en Cantón (China) por apropiarse de cerca de 300.000 euros de la caja, falsificando los extractos bancarios que remitía al Ministerio de Exteriores. Carlos Gabriel Lozoya Barbero, que ocupaba el puesto de «canciller-cajero pagador» desde 2010 –y, por tanto, era el encargado de llevar la contabilidad- sustrajo, entre abril de 2012 y noviembre de 2013, 295.391 euros de los fondos del Consulado, por lo que ha sido condenado por un delito de malversación de caudales públicos. El fraude fue detectado en una inspección rutinaria del Ministerio en diciembre de 2013.
El hecho de que en 2018 sea noticia una malversación de caudales públicos efectuada hace cinco años (el canciller había ingresado en el Banco de China en once ocasiones cantidades inferiores a las que anotaba en contabilidad) solo puede explicarse o bien porque en las representaciones diplomáticas todo funciona perfectamente -lo que resulta difícil de creer- o bien porque los controles son muy escasos. No haría mal la Intervención General en prestar algo de atención a las embajadas.
Quizás el único aspecto reseñable de la noticia, y por ello la traigo a colación, es la diferencia en el régimen penal cuando el quebranto patrimonial se produce del lado del gasto que cuando ocurre respecto del ingreso. Los cinco años de prisión y doce de inhabilitación del canciller contrastan con el gran número de personas que son acusadas de delito fiscal por cantidades defraudadas mucho más elevadas y, sin embargo, se libran de entrar en la cárcel por el procedimiento simple de abonar cierta cantidad de dinero. Mientras se castiga con dureza la más pequeña falta en el cohecho y en la malversación de fondos públicos, se exonera de cárcel a los defraudadores fiscales por altas que sean las cantidades ocultadas, como si en el fondo no estuviésemos hablando también de recursos públicos. Los casos de Messi, Ronaldo o los Carceller, padre e hijo, dueños de la cervecera Damm, y tantos otros que se podrían citar que se han librado de entrar en prisión por pactos con la Fiscalía son de sobra expresivos.
Resultan curiosas las asimetrías que en múltiples aspectos se producen entre los dos lados del presupuesto. La minoración de ingresos tiene sobre el déficit el mismo efecto que el incremento de los gastos; no obstante, los guardianes de la estabilidad presupuestaria intentan por todos los medios plafonar, cuando no reducir, el nivel de gasto público al tiempo que son totalmente permisivos con la reducción de los ingresos. Se da la paradoja de que el Parlamento se esfuerza en establecer todos los años un techo de gasto como paso previo a la elaboración de los presupuestos, y, sin embargo, queda abierta la posibilidad ilimitada de establecer gastos fiscales, es decir, de conceder subvenciones, ayudas y beneficios de todo tipo mediante una reducción de ingresos.
Solo un exacerbado sectarismo puede negar que la presión fiscal en España es bastante más reducida que en la mayoría de los países de la Eurozona. Pero, a pesar de ello, hay un rechazo generalizado por parte de casi todos los partidos políticos a subir los impuestos. El que más y el que menos tiende a reducirlos mediante bonificaciones fiscales, que la mayoría de las veces son en el fondo subvenciones disfrazadas. La paradoja es evidente porque estas son las mismas fuerzas políticas que ponen el grito en el cielo tan pronto como se habla de incrementar el gasto público, como si una cosa y la otra no fuesen similares.
Esa aversión a la subida de los tributos impregna a la mayoría de la opinión pública. Únicamente cuando nos colocamos delante de la necesaria financiación del Estado del bienestar se acaba por aceptar la urgencia de incrementar la recaudación impositiva, pero en este caso la mayoría de la población propone como única solución que terminen pagando los que no pagan. Es decir, haciendo referencia a la lucha contra el fraude fiscal. Pero no estoy muy seguro de que esta apelación sea verdadera y no una mera fórmula para salir del aprieto, porque cuando se profundiza en el problema del fraude y de la elusión fiscal, se percibe que la cuestión está muy lejos de encender la cólera de la sociedad y más bien el delito fiscal se considera con bastante benevolencia.
Estamos ya acostumbrados a que los delitos fiscales no tengan la correspondiente sanción penal y -lo que es aún peor- tampoco la social, sobre todo si se trata de un personaje famoso. Resulta imprescindible incrementar la conciencia fiscal de la sociedad, haciendo sabedores a los ciudadanos de que el gran defraudador es un delincuente que atenta contra el bienestar social en mayor medida que otros muchos que se pudren años y años en la cárcel. El delincuente fiscal está robando a todos los ciudadanos y pone en peligro sus empleos, la salud de sus familias, la educación de sus hijos, el cuidado de sus ancianos y tantos y tantos servicios más que están amenazados por la insuficiencia de recaudación. El defraudador, y más si es famoso, debe sentir como cualquier delincuente la reprobación y el desprecio social sin que su popularidad, en el ámbito que sea, pueda servirle de coartada y de excusa, sino más bien de agravante.
Habría que garantizar la efectividad del delito fiscal, que se diferencia de la mera sanción administrativa en que conlleva penas de cárcel. Cuando el fraude se mueve en torno a cantidades elevadas, las sanciones administrativas, siempre pecuniarias y no demasiado altas, resultan inoperantes. La baja probabilidad de que la infracción sea detectada, contrapuesta a lo reducido de la multa, ofrece una esperanza matemática favorable a la defraudación. Casi siempre es rentable. Mientras todo se arregle con dinero, la tentación de evadir de los grandes contribuyentes se mantendrá. Únicamente el miedo a ingresar en prisión, como cualquier otro ladrón, podrá actuar de elemento disuasorio.
Después de cincuenta años en los que, como una de las contrapartidas de los Pactos de la Moncloa, el delito fiscal apareció en nuestro ordenamiento jurídico, aún se encuentra casi por estrenar. Se pueden contar con los dedos de la mano los ciudadanos que han entrado en prisión por condenas derivadas exclusivamente de este tipo penal. En una sociedad garantista como la nuestra, en la que resulta difícil demostrar el dolo, siempre ha habido mil obstáculos e impedimentos, tanto más si el delito no está bien tipificado y si los jueces y fiscales participan de la permisividad de la sociedad a la hora de enjuiciar la gravedad del fraude.
El punto 6 del artículo 305 del Código Penal, introducido en la reforma de 2012, dispone que si el defraudador, en el plazo de dos meses desde su citación por el juez como imputado, reconoce judicialmente los hechos y paga la deuda tributaria, verá reducidas las penas en uno o dos grados. Esto supone que, aun tratándose del tipo agravado de fraude del artículo 305 bis y aunque la rebaja sea únicamente de un grado, la pena de prisión podría no superar los dos años (lo que implica que el delincuente no entra en la cárcel) y que la multa podría fijarse entre el 25 y el 50% de la cantidad defraudada, muy inferior a algunas de las sanciones señaladas para infracciones meramente administrativas en el artículo 191 de la Ley General Tributaria. Podría darse, por consiguiente, el caso de que alguien que solo hubiese cometido una infracción administrativa tuviese que hacer frente a una multa superior a la de un condenado por delito fiscal, que además no entra en prisión.
Posteriormente, mediante ley orgánica se ha introducido en el Código Penal el artículo 308 bis que dispone que podrá suspenderse la ejecución de pena de prisión en los delitos contra la Hacienda Pública si se procede al abono de la deuda, añadiéndose que este requisito se “entenderá cumplido cuando el penado asuma el compromiso de satisfacer la deuda tributaria… y sea razonable esperar que el mismo será cumplido”.
A la normativa anterior hay que añadir la posibilidad que tiene el acusado de evitar llegar a juicio mediante pacto con el fiscal y la Agencia Tributaria. En todos estos acuerdos, prima por parte del Estado una visión cortoplacista que se fija exclusivamente en el incremento de recaudación que se puede producir del expediente en cuestión y se olvida de que la eficacia del delito fiscal es su carácter ejemplarizante que puede inducir a un correcto cumplimiento generalizado y traducirse por lo tanto en una mayor recaudación. Esta virtud disuasoria desaparece cuando la sanción es exclusivamente pecuniaria sin acarrear penas privativas de libertad.
Los grandes defraudadores no deben preocuparse porque, si tienen la mala suerte de ser detectados por la Inspección de Hacienda (cosa nada probable) y ser acusados de delito fiscal, siempre pueden librarse de entrar en prisión ingresando entonces lo defraudado o, incluso, si no les viene bien en ese momento, basta con que den su palabra de que, cuando tengan un rato, harán el pago correspondiente. Es más, si son famosos por ser futbolistas, empresarios, banqueros, artistas, etc., siempre habrá quien salga en su defensa y algún medio de comunicación que los convertirá en héroes y en contribuyentes modélicos.
republica.com 17-8-2018