Después de mes y medio sin hacer acto de presencia -aún no ha dado ni una rueda de prensa-, el presidente del Gobierno compareció en el Congreso no se sabe muy bien para qué. En teoría, para presentar su programa de gobierno, lo que debía haber hecho y no hizo en la moción de censura. Su discurso, excepto repetir algunas medidas anunciadas ya por sus ministros, se limitó a prometer la elaboración de planes, muchos planes, uno por cada problema, que es algo así como la promesa de constituir comisiones. Anunciar la elaboración de planes o la creación de comisiones no compromete nada, es tirar balones fuera, tan largo me lo fiais.
Y es que Pedro Sánchez no va a poder cumplir casi nada de lo que prometa. Él es consciente de que, como adelantó Rubalcaba, preside un gobierno Frankenstein, no tanto por su composición, que también, sino por los apoyos que tiene en el Congreso. El Gobierno de Pedro Sánchez se asienta sobre un pecado original, haber llegado a la Moncloa con el voto de los golpistas, pecado que le perseguirá a lo largo de todo su mandato y estará detrás de todas las medidas que adopte.
Una pregunta le acosará siempre: ¿Cuáles fueron las promesas que hizo para que le apoyasen los secesionistas? Y aunque los ofrecimientos no se explicitasen, ¿qué esperaban y esperan obtener? Nadie puede creer que el PDeCat, después de 40 años de practicar el tres por ciento, votase al PSOE en la moción de censura por repulsa a la corrupción del PP. El otro día en las Cortes el PP y Ciudadanos se lo dijeron claramente en su intervención y, lo que fue aún más elocuente, los independentistas tampoco dejaron lugar a dudas. Que no se llame a engaño, le advirtieron, sin ellos no puede dar un paso, los va a necesitar para cada medida que quiera aprobar. Y al tiempo, le comunicaron el precio.
Pedro Sánchez es consciente de que se mueve en el alambre y de que deberá hacer malabarismos para conseguir cualquier acuerdo en el Parlamento. Pero, en realidad, a él esta dificultad no le resulta demasiado relevante. Lo único que le interesa es mantenerse en el gobierno. Si no le ha importado llegar a la Moncloa con el apoyo de los golpistas, menos le va a importar si puede o no puede cumplir sus promesas o el precio que tenga que pagar en ese intento. Por ello, todo su programa consiste en la elaboración de planes, que no cuestan nada, amén de guiños, de gestos y de medidas-parche, que seguramente no conseguirá aprobar.
La doctrina socialdemócrata es un sistema coherente en el que cada parte remite a la otra y la complementa. Todo está perfectamente trabado por una teoría política (la del Estado social frente a la del Estado liberal) y económica (el keynesianismo frente al teoría clásica). Se puede estar de acuerdo o no con sus postulados, pero no se puede negar su consistencia. Sin embargo, la globalización, y aún más la Unión Monetaria, hace casi imposible en los momentos presentes su aplicación. Por eso los partidos socialdemócratas cuando en la actualidad gobiernan terminan o bien aplicando la política de la derecha o bien caen en el populismo. El populismo, se diferencia radicalmente de la socialdemocracia. Carece de toda coherencia y sistematización. Normalmente consiste en un haz de medidas sueltas y a veces contradictorias, escogidas más por el hecho de ser populares y caras a la masa que por los resultados que se vayan a obtener, con frecuencia los contrarios a los perseguidos. Esa es la razón por la que a veces aparece como de derechas y otras como de izquierdas.
Pedro Sánchez, dado el origen de su Gobierno y sus ochenta y cuatro diputados, está incapacitado con mas razon para plantear un programa socialdemócrata, en cuyos principios básicos se incluye la igualdad de todos los ciudadanos sea cual sea el territorio al que pertenezcan. Todo lo más puede ser un programa populista, y eso en teoría, porque en la práctica tendrá muy difícil aprobar sus medidas-parche. Una buena prueba de todo ello es lo que hasta ahora ha esbozado en materia fiscal, pieza esencial en un programa auténticamente socialdemócrata.
Pedro Sánchez, aun cuando conoce que la presión fiscal en España está más de seis puntos por debajo de la media de la de la Unión Europea, renuncia a toda reforma fiscal, y echa mano de ocurrencias, que no tienen demasiada lógica, y que desde luego no solucionan ni el problema de la insuficiencia recaudatoria ni la falta de progresividad impositiva, pero que son populares por el tipo de colectivos a los que supuestamente se van a aplicar. El problema se complica porque no parece que en todo el equipo de Sánchez haya quien sepa algo de política fiscal y por eso se transmiten las cosas más peregrinas, como el apaño que pretenden hacer en el impuesto de sociedades.
La señora ministra de Hacienda ha reiterado que la medida va contra las grandes empresas, no contra las pequeñas ni contra los autónomos. Malamente puede afectar a estos últimos, cuanto no están sujetos al impuesto de sociedades sino al IRPF. La ministra ha afirmado también que a las empresas grandes se las va a gravar con un tipo impositivo mínimo del 15%. Cosa exótica esa de un tipo mínimo en el impuesto de sociedades. Ni mínimo, ni máximo, ya que es un tributo en que el tipo debe ser único, proporcional. En los momentos actuales, del 25%. La progresividad tiene tan solo sentido en la tributación de las personas físicas. Bien es verdad que, en estos tiempos de rebajas, se han establecido para determinados grupos de sociedades unos tipos reducidos: 20% para las cooperativas, 15% durante dos años para las sociedades de nueva creación, 10% para asociaciones y fundaciones, y 1% para las sociedades de inversión… Pero, en fin, no creo yo que lo que esté proponiendo el Gobierno sea conceder un tipo reducido a las multinacionales.
A lo que la ministra quería referirse no era a un tipo mínimo (el tipo continuará siendo, como es lógico, el general del 25%), sino una tributación mínima. Es decir, que sea cual sea el resultado de la declaración tendrán que pagar al menos el 15% de tipo efectivo, lo que va a ser difícil de justificar y sobre todo de instrumentar de una manera coherente, sin que se produzcan efectos perniciosos contrarios a los que se persiguen. El tipo efectivo no se fija a priori, sino que es el que resulta para cada sociedad después de aplicar el general del 25% y de haberse deducido todos los beneficios fiscales.
El problema es que las distintas reformas, especialmente las acometidas en tiempos de Zapatero, a base de exenciones, deducciones y desgravaciones han dejado convertido el impuesto de sociedades en un queso gruyère. En los casos más escandalosos, habitualmente de grandes empresas, el tipo efectivo se sitúa en el 3 o 4%. Es indudable que la situación debe ser corregida, pero no a base de procedimientos extraños contrarios a la naturaleza del impuesto, sino eliminando con carácter general muchos de los gastos fiscales que vacían de contenido el gravamen. Estas eliminaciones afectarán a unas sociedades más y a otras menos (sin ninguna diferenciación a priori, sean grandes o pequeñas), según se estén lucrando en mayor o menor medida de los beneficios fiscales.
Diferenciar entre sociedades grandes y pequeñas es otro tic populista. Se supone que el «pueblo» considera totalmente justificado subir el gravamen a las grandes, pero no a las pequeñas. Se identifica indebidamente grande con rico y pequeño con pobre, pero en las sociedades no tiene por qué ser así, el tamaño no es sin más, señal de prosperidad y de grandes beneficios. Otra cosa son las retribuciones de los administradores o de los ejecutivos, pero estos no tributan por sociedades sino por el IRPF. Por otra parte, ¿cuál debería ser la variable a considerar como representativa del tamaño?, ¿sus ventas?, ¿el valor añadido?, ¿los beneficios? Según al sector al que pertenezcan habrá empresas en las que las ventas serán casi en su totalidad valor añadido, y habrá otras por el contrario en las que este será una parte muy pequeña de la cifra de negocios.
Por último, sea cual sea la magnitud elegida, fijar cualquier cantidad para establecer la división es pura arbitrariedad. ¿Por qué X y no X+Y? Con toda probabilidad se producirá un error de salto; algo que todo experto tributario sabe que debe evitarse de forma radical en cualquier medida fiscal y, sin embargo, a pesar de ello últimamente acontece con demasiada frecuencia. Supongamos que sean las ventas la magnitud elegida y X el límite establecido para caer de uno o de otro lado. Se daría el absurdo de que una sociedad al vender un euro más de los X estaría obligada a pagar a Hacienda miles de euros más. Aunque parezca increíble, esto ya ocurre, por ejemplo, con la pensión de un dependiente respecto a la declaración de renta de la persona que lo tiene a su cargo.
Lo que se pretende hacer es tan alambicado que la señora ministra no ha tenido más remedio que mantener al director general de Tributos del anterior equipo a ver si la sacaba del aprieto, y eso después de que había fichado ya por Ernst&Young. Habrá que hablar un día de las puertas giratorias, de los políticos, pero también de los altos funcionarios del Estado: inspectores, abogados del Estado, ingenieros de obras públicas, interventores, técnicos comerciales del Estado, etc. En fin, volviendo a nuestro tema hay que ver qué pastel sale al final, si a gusto de Sánchez o de Ernst&Young.
El sistema fiscal constituye una pieza clave del Estado Social, pero por lo mismo también una de las partes más elaboradas de la teoría socialdemócrata. Se fundamenta en una estructura robusta de impuestos directos (IRPF, sociedades, patrimonio y sucesiones y donaciones), entrelazadas de manera coherente y que se complementan. El tronco central es sin duda el IRPF, que en teoría debería gravar con una tarifa progresiva la renta global, incluyendo todas las fuentes de cada uno de los contribuyentes, y considerando todas sus circunstancias personales. Los impuestos de patrimonio y sucesiones perfeccionan al IRPF haciendo más difícil la evasión y dificultan la acumulación de la renta y la riqueza, y el impuesto de sociedades, por su parte, impide que el gravamen sobre los ingresos personales se dilate en el tiempo al estancarlos en las corporaciones.
Pues bien, desde el año 1987 este andamiaje es el que se ha venido desmantelando poco apoco en España y me atrevo a decir que, aunque en menor medida, también en otros países. El IRPF ha dejado de ser un impuesto personal, puesto que no se grava de manera global la totalidad de la renta. Se emplean dos tarifas, una para los ingresos de capital, más reducida, y la general que se aplica al resto de las rentas. Además, al no cumplirse la acumulación de todos los ingresos en una única tarifa, la progresividad, como es lógico, es mucho más reducida. Todo ello sin contar con que la tarifa general ha ido sufriendo en distintos momentos reducciones sucesivas. Los tramos han pasado de 36 a 5 y el tipo marginal máximo del 65 al 45 %. Los impuestos de sucesiones y de patrimonio se cedieron a las Comunidades Autónomas que, desde el primer momento, entraron en competición para ver quién reducía más los gravámenes hasta que en la práctica casi han desaparecido; y ya hemos visto en qué ha quedado convertido el impuesto de sociedades, que tras reducir el tipo nominal del 35 al 25 se ha dado ocasión para que los distintos beneficios fiscales lo vacíen de contenido.
A nada de todo esto tiene intención de enfrentarse Pedro Sánchez, como tampoco la tuvo Rodríguez Zapatero. Todo lo contrario, eliminó el impuesto de patrimonio, colaboró al desarme de la progresividad en el IRPF y fueron sus gobiernos los que en buena medida contribuyeron a que el tipo efectivo medio del impuesto de sociedades se aproximase peligrosamente a cero. Sin embargo, todo programa socialdemócrata que pretenda serlo y el mantenimiento de lo que se llama vulgarmente economía del bienestar pasan forzosamente por la corrección y reforma del sistema fiscal siguiendo los parámetros anteriores. Miente quien se presente como el apóstol del Estado social y afirme que lo va a mantener y a incrementar a base de ocurrencias, gestos y medidas-parche más o menos populistas.
El Estado social tampoco se puede sostener acudiendo al incremento del déficit del sector público. Desde hace más de treinta años he venido combatiendo el santo temor al déficit de Echegaray y al dogmatismo de los que hacían una religión del presupuesto equilibrado. Pero antes no estábamos en la Unión Monetaria. Las circunstancias han cambiado sustancialmente, el endeudamiento público alcanza el 100% del PIB, porcentaje al que nunca nos habíamos ni siquiera acercado; además, gran parte de él es también exterior, lo que complica la situación especialmente, y esta es la razón de mayor peso cuando no controlamos nuestra propia moneda y dependemos de los mercados y del BCE.
En las circunstancias actuales, cualquier laxitud en el control de la estabilidad, tal como ha propuesto Pedro Sánchez, es una irresponsabilidad y constituye una huida de la verdadera solución que es el incremento sustancial de la presión fiscal. Ahora bien, esta medida es muy poco popular, sobre todo si no se limita a las grandes fortunas y a las multinacionales, y Pedro Sánchez, todo lo más, quiere aplicar (quizas no le queda otro remedio) una política popular, populista y además de una gran levedad.
republica.com 27-7-2018