Han sido múltiples las ocasiones en las que desde esta misma tribuna he manifestado mi convencimiento de que los problemas planteados en Cataluña tienen su origen en buena parte en la política española, y son los errores del Estado español y de sus representantes los que impiden, también en gran medida, su solución. Pero no, como a menudo se dice, porque hayan faltado, y falten, diálogo y mano izquierda. Todo lo contrario. A lo largo de varias décadas, los partidos nacionales y el gobierno de turno han sido totalmente permisivos con el nacionalismo y han ido incubando con sus cesiones un monstruo que se ha adueñado de Cataluña y que ahora es difícil de combatir. Es por ello por lo que resulta tan patética e hipócrita la postura adoptada por Felipe González, Aznar o Zapatero cuando en la actualidad se empeñan en dar lecciones de cómo enfrentar el problema catalán, ya que han sido ellos los que nos han conducido a la situación presente anteponiendo sus conveniencias de partido a los intereses generales.
Tampoco en los últimos años, a pesar de haber hecho ya su aparición con todas sus consecuencias la sedición, las fuerzas políticas y sociales han estado muy finas. Frente a un movimiento independentista que ha sabido sobreponerse a cualquier división ideológica o de clase y aúna las posturas más enfrentadas supeditando todo al objetivo del secesionismo, los partidos llamados constitucionalistas, bajo un disfraz de unidad, actúan en función de sus diferencias y de sus intereses; no desaprovechan ocasión para utilizar la cuestión catalana en su lucha partidista y de acuerdo con su provecho electoral.
La oposición no tiene reparo alguno en usar lo que ocurre en Cataluña como medio para desgastar al Gobierno, situándose en una equidistancia inadmisible. Cuando se critica a Rajoy y al PP por haber, según dicen, judicializado la política, en realidad lo que se hace es debilitar al Estado. Esto lo saben perfectamente los independentistas y por eso eluden presentar su procés como ofensiva frente a la otra mitad de Cataluña e incluso frente al Estado español; sino que, lo plantean como una lucha de todo el pueblo de Cataluña contra un gobierno (el del PP) opresor. En este punto Inés Arrimadas estuvo muy acertada en su intervención en la investidura fallida en el Parlament. En realidad, los únicos que han judicializado la política son los propios independentistas, ya que, al adentrarse en el ámbito de la delincuencia, por fuerza tenían que provocar la reacción de la ley y la justicia.
Se afirma que en la solución de los problemas de Cataluña ha escaseado la política, lo que puede ser cierto, pero en sentido opuesto de lo que a menudo se entiende. No es que hayan faltado el diálogo y las concesiones, sino que quizás de lo que se haya carecido sea de la firmeza del Estado para imponer por vías políticas la ley y la Constitución. Sin duda, el origen puede encontrarse en primer lugar en la vacilación y debilidad del Gobierno, pero no puede olvidarse que el PP cuenta tan solo con 134 diputados y que es lógica, por tanto, su aspiración a sentirse acompañado en las medidas que tiene que adoptar en Cataluña. Ahí se encuentra quizás la explicación de que el art. 155 se haya aplicado tarde y mal. Tarde, porque se debería haber instrumentado mucho antes, pero nadie deseaba hacerlo; mal, porque se ha hecho de forma vergonzante convocando inmediatamente elecciones e incidiendo lo menos posible en las instituciones catalanas, hasta el punto de dejar actuar sin control alguno a los medios de comunicación públicos a favor del secesionismo (ver mis artículos del 2 de noviembre y del 28 de diciembre del año pasado en este periódico digital).
A menudo se reprocha al Gobierno, incluso al servicio exterior del Estado, su apatía y quizás su ineficacia para neutralizar el discurso secesionista en el extranjero, pero resulta difícil contrarrestar y desenmascarar las mentiras del nacionalismo, cuando partidos como Podemos mantienen un alegato similar, o cuando Ada Colau y las organizaciones sindicales no tienen reparo en manifestarse junto a ANC y Ómnium Cultural portando las mismas pancartas y poniendo en cuestión la democracia y el Estado de derecho de España. ¿Cómo extrañarnos de que representantes del SPD hagan declaraciones ambiguas en Alemania, si las manifestaciones del PSC (formación que pertenece a la misma familia política) gozan de idéntica ambivalencia y se apuntan a las críticas en contra del Tribunal Supremo?
La tercera vía y el buenismo de los partidos de la oposición, de las organizaciones sindicales, de algunos medios de comunicación y de ciertos creadores de opinión dificultan y complican la lucha contra el independentismo. Ahora bien, el problema adquiere una gravedad mucho mayor cuando la confusión se promueve desde el propio Gobierno. Por eso han resultado tan sumamente improcedentes las manifestaciones del ministro de Hacienda afirmando de forma tajante que no se ha empleado un solo euro público ni en el procés ni en el referéndum. Resulta bastante evidente el daño que se ha podido infligir a la investigación judicial y me imagino la cara de asombro que se le ha debido de quedar al juez Llarena y en general a todos los magistrados del Tribunal Supremo. No tiene nada de extraño que todos los acusados y huidos, así como sus abogados, se hayan agarrado inmediatamente a locuacidad del ministro y la estén usando no solo ante los jueces españoles, sino también ante los tribunales extranjeros.
El estupor, desde luego, no es privativo de la judicatura, me atrevo a adelantar que incluso es mayor entre todos aquellos que conocemos, aunque sea parcialmente, la complejidad de las finanzas de cualquier unidad económica, y no digamos de una Comunidad Autónoma como Cataluña compuesta por 13 o más consejerías, 200 o 300 direcciones generales, múltiples delegaciones territoriales, con un presupuesto anual cercano a los 25.000 millones de euros, amén de un conglomerado de más de doscientas entidades públicas, cada una con su contabilidad propia, y de la naturaleza más variopinta: organismos autónomos, fundaciones, empresas, consorcios, etc. ¿Ante una cantidad tal de recursos y un panorama tan complejo, alguien en su sano juicio puede acreditar que no se ha gastado ni un solo euro público en la aventura independentista?
Una afirmación de tal calibre por parte del ministro de Hacienda es grave, sin duda, por las implicaciones negativas que puede tener sobre el procedimiento penal que se sigue contra los independentistas catalanes; pero es aún más grave por la estulticia que demuestra y el desconocimiento que manifiesta de los medios y limitaciones que tiene el control del gasto público. Un sistema de control, por muy perfecto que sea, no puede garantizar que se haya eliminado toda posibilidad de fraude, tan solo minimiza su viabilidad. Cualquier auditor sabe que su trabajo está sometido a la contingencia de que la información que le faciliten sea veraz. De ahí que se apresure, por ejemplo, a poner limitaciones al alcance y exija la carta de manifestaciones.
El ministro de Hacienda ni siquiera puede asegurar de forma absoluta que no exista malversación de recursos públicos en su propio ministerio y eso a pesar de contar con uno de los instrumentos más potentes para evitarlo, la Intervención General de la Administración del Estado; lo mismo que no puede prometer que va a desaparecer el fraude fiscal, por mucho que disponga de la Agencia Tributaria. La corrupción, al igual que el fraude fiscal, se puede minimizar, pero difícilmente eliminar, del mismo modo que no es posible aniquilar la delincuencia. Montoro suele vanagloriarse de ser el ministro de Hacienda que va a ocupar el puesto durante más tiempo. La cuestión es si a pesar de ello va a percatarse en algún momento de su cometido. Uno tiene la impresión de que, al menos en materia de control del gasto público, va a pasar por el cargo sin romperlo ni mancharlo, es decir, sin enterarse de nada.
En sus meteduras de pata el ministro parece estar unido fatídicamente con Rivera. Ha sido el líder de Ciudadanos el que, mostrando un total desconocimiento de lo que es el sector público, se ha empecinado en pedir responsabilidades al Gobierno por el dinero que los independentistas hayan podido gastarse en el referéndum. No es la primera vez que Ciudadanos hace gala de la más radical ignorancia de la Administración y de la Hacienda Pública, ni es la primera vez que arrastra al Gobierno al mayor de los ridículos.
A ello me refería el 15 de junio del año pasado desde estas mismas páginas en un artículo titulado A Montoro no le gustan los interventores: “Todos aquellos que conozcan mínimamente la Administración –escribía- no habrán podido por menos que quedar estupefactos al leer en la prensa que el Consejo de Ministros, en su reunión del 2 de junio, acordó llevar a cabo una revisión integral del gasto del conjunto de las Administraciones públicas… El encargo se realiza a la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) y las conclusiones deberán estar disponibles a finales de 2018… Resulta insólito que se pretenda inspeccionar de golpe todo el sector público, y que para ello se encomiende a un organismo carente de medios y de experiencia, que como mucho es tan solo un mediocre servicio de estudios, muy inferior desde luego al del Banco de España”.
En el mismo artículo indicaba yo “que tan maravillosa idea parecía tener su origen en el pacto firmado con Ciudadanos, necesario para que Rajoy alcanzase la investidura. Eso es lo malo de tener que aceptar las exigencias de un partido que desconoce totalmente la Administración y el sector público, cuyos miembros no han regido ni un pequeño ayuntamiento y que, además, huyen de las responsabilidades de gobierno y orientan su actuación política en función tan solo de todo aquello que tiene buena prensa”.
Lo peor del asunto es que Ciudadanos continúa impertérrito en los mismos errores. El partido que ha centrado toda su actuación política en luchar, según dicen, contra la corrupción, ha reducido su actuación en esta materia a ejercer funciones inquisitoriales, pero a estar ausente de cualquier planteamiento serio para el futuro, ya que ignora radicalmente el funcionamiento de la Administración, y todas sus propuestas -eso sí, manifestadas con mucha arrogancia- son ideas de Perogrullo. Hace pocos días en una tertulia en televisión aparecía su portavoz de economía, Toni Roldán, mostrándose plenamente satisfecho y orgulloso de la auditoría que gracias a ellos la AIReF estaba realizando de la totalidad del sector público. Dejaba relucir tal nivel de desconocimiento de la materia, y sus palabras, por muchos másteres que muestre en el currículo, comportaban tal simplificación del tema, que daban ganas de echarse a llorar.
Los múltiples sumarios de corrupción que campan por los tribunales dan buena muestra de que su eliminación es una utopía; pero, eso sí, al mismo tiempo se puede extraer de ellos algunas interesantes conclusiones. La casi totalidad de los casos se han producido en Ayuntamientos y Comunidades Autónomas, lo que tiene una explicación obvia: la falta de independencia de los órganos de control (los interventores son nombrados y retribuidos por los responsables políticos) de estas administraciones públicas. La situación es bastante diferente en la Administración central, por eso en las escasas ocasiones en las que la corrupción ha salpicado al presupuesto del Estado lo ha hecho en las entidades carentes de un interventor in situ y donde el control se ejercita a posteriori mediante auditorías, por ejemplo, en las sociedades estatales, y donde, en consecuencia, el riesgo es mayor.
Todo lo anterior confirma las dificultades que existen para que el Ministerio de Hacienda, con 155 o sin 155, controle las finanzas de la Generalitat e impida de forma total que fondos públicos se destinen a finalidades delictivas o espurias. Su enorme envergadura, la complejidad de su estructura, las deficiencias en sus mecanismos de control interno y la contaminación por el secesionismo de una buena parte de la Administración autonómica dificultan enormemente esta labor. Haría falta que Montoro hubiera desplazado a Cataluña en su totalidad a los colectivos de funcionarios, interventores y auditores del Estado y técnicos de contabilidad y auditoría, y así y todo no se podría haber asegurado al cien por cien que no se hubiesen desviado fondos públicos al procés. Por otra parte, existe una malversación que va unida simplemente al empleo indebido de los medios personales y materiales de la Administración y de los entes públicos. La utilización de colegios, centros sanitarios, recursos informáticos, empleados públicos, medios de comunicación, etc., en actividades ilegales o delictivas constituye también corrupción y malversación de fondos públicos.
Es muy probable que durante todos estos meses los servicios del Ministerio hayan establecido un buen sistema de control de los gastos y pagos de la Generalitat, pero hasta donde es posible hacerlo, desde el exterior y a distancia. ¿Qué garantía hay de que las anotaciones, certificaciones, papeles, etc., que mandan desde Cataluña sean correctos y que los fondos se dirijan a la finalidad señalada? ¿Cómo estar seguros de que las inversiones y las subvenciones se han aplicado al objetivo adecuado y no han sufrido desviaciones? ¿Es que acaso Montoro y Rivera esperaban que los gastos del referéndum apareciesen correctamente documentados en facturas y explicitados en la contabilidad? Habría que preguntarles si son conscientes de que existen las facturas falsas, la doble contabilidad, los fondos de reptiles, las cajas b, la contabilidad creativa, la ingeniería financiera, la evasión de capitales, etc., etc. Circuitos e instrumentos difíciles de detectar si no es por medios y mecanismos policiales. De ahí que no tenga nada de extraño que sea la Guardia Civil (con las posibilidades que le concede el hecho de ser policía judicial) la que pueda haber localizado recursos públicos malversados que seguramente serán tan solo una parte de todos los desviados a finalidades ilegítimas.
No nos puede sorprender que quienes poseen un desconocimiento tal de la Administración como para suponer que la AIReF puede auditar la totalidad del sector publico piensen que desde unos despachos a muchos kilómetros de distancia se puedan controlar todas las cuentas de la Generalitat hasta el extremo de garantizar que no se ha desviado ni un solo euro y hacer responsable al Gobierno de España de lo contrario. Montoro ha caído en el mismo despropósito que Rivera. Y en lugar de reírse de él y reprocharle su desconocimiento de la Administración y sus planteamientos simples e imberbes, ha entrado al trapo, ha sacado pecho y ha puesto la mano en el fuego de que no se ha desviado un solo euro. Es evidente que va a achicharrarse, pero además ha dado muestras de una enorme frivolidad y de una desmedida osadía.
republica.com 27-4-2018