No parece que a estas alturas haya muchas dudas de que lo único que mueve a Puigdemont es su propio interés. Hace ya bastante tiempo que su principal objetivo se reduce a no ir a prisión. A partir del uno de octubre, repetía con bastante frecuencia, sin venir a cuento y fuera de contexto: “Sé que puedo terminar en la cárcel”. De ahí sus vacilaciones posteriores sobre la conveniencia de proclamar la Declaración Unilateral de Independencia (DUI). El 10 de octubre, su carácter más bien frívolo y dubitativo convirtió el Parlament en un auténtico vodevil. Después de su intervención, nadie sabía si había ido o había vuelto, si había aprobado la DUI o si la había suspendido sin aprobarla. Tan así fue, que de cara a implantar el artículo 155, el Gobierno tuvo que requerirle dos veces acerca de si la proclamación era o no real.
El viernes 27 del mismo mes, Puigdemont nos obsequió con un día entero de intriga y suspense. La rueda de prensa convocada desde primera hora de la mañana se fue retrasando en varias ocasiones al tiempo que los rumores y filtraciones daban por seguro que iba a anunciar la convocatoria de elecciones autonómicas. Pretendía evitar la aplicación del artículo 155, y de paso quitarse de en medio y eludir para sí cualquier repercusión penal. Una vez más, su carácter vacilante e inseguro se manifestó con un viraje de ciento ochenta grados y, en lugar de los comicios, lo que se proclamaba al final del día era la DUI. La presión de sus correligionarios y el riesgo de ser tenido por un botifler le condujeron a ello.
Su permanente silencio y su gesto adusto a lo largo de aquella sesión eran bastante elocuentes de su estado de ánimo y de hasta qué punto se había sentido obligado a declarar la independencia, ya que era consciente de que con ello se provocaba que el Estado aplicase el artículo 155 de la Constitución y, lo que al parecer le preocupaba más, que se desencadenasen consecuencias penales. Por eso, aquel mismo fin de semana se marchó a Gerona y, en cuanto pudo, casi subrepticiamente, a Bruselas. Existen pocas dudas de que ese viaje no fue algo improvisado. Obedecía claramente a una estrategia muy planificada y preparada. El país de destino no se escogió de forma aleatoria. Se conocían perfectamente las especificidades jurídicas y procesales de Bélgica. La elección del abogado tampoco fue casual. El designado poseía una larga historia en burlar las órdenes europeas de detención y en conseguir neutralizar las extradiciones. Todo esto no se prepara en un fin de semana. Y es señal inequívoca de que la obsesión de Puigdemont por no ser detenido le había llevado a tener preparado el plan de fuga por lo que pudiese ocurrir.
Aquel fin de semana, la huida de Puigdemont y de algunos de sus consejeros obedecía a un único motivo, eludir la acción de la justicia. Ciertamente la espantada en sí misma no aparecía como un acto demasiado honorable, por lo que debía disfrazarse de un carácter épico. Para ello se acudió a la milonga de haber escogido la táctica de dividir el gobierno, haciendo que la mitad se fuese a Bruselas y que la otra mitad permaneciese en España. La realidad era que los cargos de su partido y la mayoría del gobierno se enteraron de la tocata y fuga cuando ya estaba en Bruselas.
Puigdemont fue descubriendo poco a poco que lo que había comenzado siendo una excusa de la huida se podía transformar en un buen instrumento para alcanzar el verdadero objetivo, el de eludir las responsabilidades penales. Bruselas, con la complicidad del partido nacionalista flamenco, constituye una plataforma ideal para la propaganda. El ex presidente de la Generalitat piensa, quizás equivocadamente, que cuanto más ruido haga y más esté en el candelero, más posibilidades tiene de burlar la cárcel.
Con la impunidad que le procuraba encontrarse en Bélgica, se dedicó a denostar al sistema democrático español y a mantener la postura más radical defendiendo incluso los actos ilegales anteriores al 155, postura que difícilmente podían adoptar otros líderes independentistas que se encontraban en España y que debían enfrentarse a procesos penales. Ello le proporcionaba una ventaja relativa, lo que le animó a presentarse a las elecciones, aun cuando Esquerra Republicana se negó a formar una lista única. Su éxito en los comicios consistió en situarse como la única alternativa al 155. Las elecciones tenían que servir para restituir al gobierno legítimo. No votarle a él era aceptar la aplicación del artículo 155 de la Constitución, como si él no hubiese sido el primero en asumirlo, saliendo huyendo del palacio de la Generalitat.
La verdad es que el resultado obtenido por Puigdemont sobrepasando, contra todo pronóstico, a Esquerra constituye una de las cuestiones electorales más difíciles de entender. El 27 de octubre fue sospechoso de ser un botifler y proclamó la República a regañadientes, empujado por la presión de los suyos. En rigor, él no la proclamó (no abrió la boca), lo hizo la presidenta de la Asamblea. A los dos días se fugó sin decir nada a nadie y abandonando a su suerte a sus correligionarios. Mientras sus consejeros tenían que hacer frente a los tribunales e incluso permanecer en prisión, el se exhibía en Bruselas no precisamente pasando calamidades. Además, encabezaba una lista que era heredera del partido seguramente más corrupto de España. Bien, pues todo eso no fue óbice para que sacase más representación electoral que Esquerra y que desplazase a la jerarquía del PDC. Cosas de la democracia.
Puigdemont se presentó a las elecciones desde Bélgica, pero con el compromiso muchas veces repetido de que si ganaba retornaría a España. Promesa que nunca pensó cumplir, ya que su objetivo número uno era escapar a la acción de la justicia, y a esta finalidad se han orientado todas las acciones que ha emprendido desde entonces, incluso el chantaje permanente al Parlament. Lo ajustado de la victoria de los independentistas hace que todos los votos sean necesarios y que el control de un pequeño grupo de diputados como el que tiene Puigdemont puede mantener cautiva a toda la cámara. Lo curioso de la cuestión es que nadie le recuerda su promesa, ni se le exige que la cumpla, ni su incumplimiento parece que le haya hecho perder prestigio entre sus partidarios, a pesar de que su comportamiento está perjudicando gravemente a todos aquellos que en España tienen procesos penales relacionados con el golpe de Estado.
El descaro mayor consiste en que con el objetivo de ser nombrado presidente de la Generalitat a distancia, y de no tener que enfrentarse así con la justicia, exige a sus compañeros en España que cometan actos ilegales y desafíen al Estado, con las correspondientes responsabilidades penales que podrían acarrearles. En fin, como el capital Araña, que embarcaba a los demás y se quedaba en tierra.
Cuentan las crónicas que en el siglo XVIII existía un capitán de buque llamado Arana que recorría las costas españolas reclutando personal para ir a combatir las insurrecciones que se producían en las colonias, pero él no emprendía viaje alguno. Con el tiempo, el vulgo transformó el nombre de Arana en Araña, concediéndole así un carácter más pintoresco. Puigdemont es el capitán Araña del procés: anima a los otros a enfrentarse con la justicia, mientras él pretende mandar y dirigirles cómodamente a salvo desde Bruselas.
republica.com 16-2-2018