El pasado día 15, nueve años después de comenzar la instrucción, se ha conocido la sentencia del llamado caso Palau en la que se pone de manifiesto judicialmente algo que desde hace muchísimos años era un secreto a voces. Estaríamos tentados a pensar que nos encontramos en un caso más de corrupción de los muchos que se han dado en las instituciones cuando un partido las ha controlado durante largo tiempo. PSOE, PP, hasta IU, Podemos, todas las formaciones políticas que han ostentado el poder han caído en casos de corrupción. Esta relación está sometida a una regularidad casi matemática. A mayor poder, más corrupción. Cabría deducirse, por tanto, que nada nuevo bajo el sol. Pero pienso que no es así. La corrupción en Cataluña muestra connotaciones especiales, ha tenido un carácter sistémico, en el sentido de que ha producido una cierta complicidad generalizada; han sido muchos dentro y fuera de la Comunidad Autónoma los que han consentido en cubrir con una capa de silencio la corrupción. Lo que no se ha dado en otras instituciones o territorios.
Desde el exterior, los dos partidos mayoritarios han guardado un completo mutismo sobre lo que ocurría en Cataluña. Necesitados a menudo de los votos de Convergencia, han cerrado los ojos ante los posibles cohechos y sobornos que pudieran estar cometiéndose en la Generalitat y demás instituciones de la Comunidad Autónoma.
En el interior, desde el 30 de mayo de 1984, fecha en la que Jordi Pujol sale al balcón del Palau en la plaza de Sant Jaume para identificar su imputación en el caso del Banco de Cataluña con un ataque al pueblo y a la nación catalana, se ha empleado la misma estrategia para ocultar cualquier indicio o sospecha de posibles fraudes. Todo está permitido bajo la señera, y no digamos bajo la estelada. Cualquier denuncia o crítica se interpreta como una agresión a Cataluña.
Desde el principio se ha producido una especie de proceso simbiótico. El nacionalismo ha servido de tapadera a la corrupción y la corrupción ha sido un instrumento (además de para el enriquecimiento de algunos o de muchos) para lo que Pujol llamaba “hacer país”, es decir, para intensificar e incrementar el sentimiento nacionalista y la tendencia centrífuga frente a España. Desde la llegada a la Generalitat de Jordi Pujol se ha ido creando un sindicato de intereses alrededor del nacionalismo, un tejido social compuesto de miedos, amenazas, rentabilidades, beneficios, recelos o comodidades, en el que han germinado la disculpa, la justificación, la coartada e incluso la participación en múltiples atropellos. Las empresas, los medios de comunicación (también los privados), la mayoría de los partidos políticos, incluso los sindicatos, han participado en un entramado de complicidades -o al menos de mutismo.
El último estatuto, al que con frecuencia recurre el secesionismo como pretexto de sus posiciones, emergió amalgamado de alguna forma con el tres por ciento. Conviene recordar la intervención en 2005 en el Parlament de Pasqual Maragall, artífice y máximo valedor de ese estatuto, increpando públicamente a Artur Mas acerca de que Convergencia tenía un problema, el tres%, y la contestación de este último, amenazando con no secundar la aprobación del estatuto. Lo más significativo es que, ante este chantaje, el entonces presidente de la Generalitat, empeñado en sacar adelante el proyecto, dio marcha atrás y pidió disculpas. A mayor gloria del catalanismo y en aras del buen final del estatuto, el 3% debía quedar relegado, y así fue. Hasta 2009, con Montilla ya en la Presidencia de la Generalitat y una vez aprobado el estatuto, no se inició la instrucción del Palau.
El asunto del 3% era de conocimiento general en Cataluña; pero ni esto ni todo lo que se fue conociendo acerca de los manejos y fortuna de la familia Pujol fue óbice para que Convergencia obtuviese en todo momento el apoyo de partidos que se titulaban de izquierdas, como Esquerra republicana o la CUP. El procés ocultaba todo y excusaba todo. Incluso Podemos, cuyos dirigentes se muestran tan rigurosos con el PP en materia de corrupción, no han tenido ningún escrúpulo en situarse al lado de Convergencia y prestar su colaboración al secesionismo cuando lo ha necesitado.
Parece bastante innegable que detrás del abrazo de la causa independentista por Convergencia Democrática de Cataluña (CDC) se encuentra el progresivo afloramiento de los casos de corrupción que, junto con el intento de eludir las consecuencias políticas de la aplicación de las medidas restrictivas provenientes de la crisis económica, convencieron a los responsables de esta formación política de la necesidad de acentuar su fanatismo y girar hacia posiciones secesionistas, donde fueron bien recibidos sin hacer preguntas por los partidos defensores de esta ideología. Incluso ahora que la sentencia se ha hecho pública, el independentismo no cambia de postura, más allá de efectuar manifestaciones de repulsa, puramente verbales, que suenan tan solo a hipocresía.
La reacción ante la sentencia de los partidos que conforman el procés no ha podido ser más significativa, similar a la que adoptaron cuando se hicieron públicos el patrimonio y las operaciones fraudulentas de la familia Pujol: condenan los hechos, pero hacen como si nada tuviera que ver con ellos ni con el nacionalismo. Los líderes y militantes del PDC se sacuden el problema de encima con el mayor descaro, amparados en que ahora no se presentan bajo la denominación de CDC. Como si el simple cambio de nombre pudiese modificar la historia del partido y como si los actuales miembros no fuesen los usufructuarios de los beneficios obtenidos en el pasado por la corrupción. A ninguna empresa se le permitiría desentenderse de sus obligaciones y responsabilidades por el mero hecho de cambiar de razón social. El mismo Puidegmont en Bruselas ha dado la callada por respuesta, y ha mirado hacia otro lado. Postura distinta a la adoptada en 2010 cuando en su blog personal acusaba al PSC de querer destruir a Convergencia con la comisión de investigación creada en el Parlament acerca del caso Palau.
La postura adoptada tanto por Esquerra Republicana como por la CUP se adentra en la hipocresía más absoluta. Mientras que Sergi Sabrià, en nombre de ERC, proclama que «quien tenga que asumir responsabilidades que las asuma» y advierte que Esquerra lo que no hará «es mirar hacia el otro lado» en asuntos de corrupción, esta formación mantiene el contubernio con el PDC e incluso su disposición a elegir como presidente de la Generalitat a Puigdemont. Algo parecido ocurre con la CUP. Al tiempo que publica una foto invertida, imagen boca abajo, de Jordi Pujol, y acusa a lo que llama “régimen” de financiarse ilegalmente, predicando la corrupción incluso del PDC, no abandona su complot con esta formación política y está dispuesta a votar como presidente a Puigdemont con la única condición de que se mantenga fiel a la república.
Podemos no se libra de que su postura se pueda calificar de impostura. Es cierto que Ada Colau ha reprochado a Convergencia haberse estado financiando ilegalmente durante muchos años y ha exigido al PDC que asuma responsabilidades, pero al mismo tiempo En Comú Podem ha permitido que se formase una mesa independentista en el Parlament facilitando así que Puigdemont u otro miembro de la antigua Convergencia pueda ser investido presidente de la Generalitat.
Con todo, es Rufián, como siempre, el que bate todos los records a la hora de expresarse con desfachatez y desvergüenza. Muy propio de un charnego transformado en perseguidor de charnegos. Con todo el descaro, desvincula la corrupción del caso Palau del independentismo, para ligarla a Aznar y a la FAES. Aznar ya tiene bastante con lo suyo, pero se necesita tener rostro para desentenderse de la corrupción en Cataluña, cuando ER lleva muchos años lucrándose, en un proyecto común, con la cometida por Convergencia. El argumento de Rufián de que ER es un partido con 87 años de historia impoluta tiene muy poco recorrido, la honradez no se hereda de padres a hijos. El PSOE también utilizó en los inicios de la democracia el eslogan de “cien años de honradez” (el PC con cierta ironía añadía “y cuarenta de vacaciones”), lo que no fue óbice para todos los casos de corrupción acaecidos a finales de los ochenta y principios de los noventa.
Por otra parte, el mayor caso de corrupción lo constituye en sí mismo el propio procés. Los secesionistas, e incluso Podemos, practican un discurso espurio, desligando de la corrupción los delitos que se atribuyen a los imputados en el golpe de Estado. Es más, con todo el cinismo los califican de presos políticos. Rufián, en el colmo de la desvergüenza, ha tuiteado que “en España sale más barato robar que votar”, comparando la sentencia del caso Palau con los que se encuentran ahora en prisión como consecuencia del procés. Discurso como siempre tramposo, porque Junqueras y el resto de imputados no se encuentran encarcelados por votar -la prueba es que hace unos días pudieron hacerlo desde la cárcel sin problema alguno-, sino por robar. Por pretender hurtar a más de la mitad de catalanes su nacionalidad española, su libertad y su democracia (porque no hay libertad y democracia fuera de la ley), y a la totalidad de los españoles su soberanía.
Boadella en esa parodia (menor que la que quiere montar Puigdemont) de su toma de posesión como presidente de Tabarnia afirmó que los tabernienses quieren continuar siendo copropietarios del Museo del Prado, de la Alhambra y de la Basílica del Pilar. Tiene razón, al igual que 46 millones de españoles queremos continuar siendo copropietarios de la Sagrada Familia, de la Costa Brava y del Museo Dalí. Despojarnos de este derecho es robar. Es una forma, y no de las menos importantes, de corrupción.
Pero incluso entendiendo el robo en un sentido más estricto, es plenamente aplicable a los involucrados en el procés. Se ha producido una clara malversación de fondos públicos. Se ha extendido la teoría, y no solo en Cataluña, de que la corrupción va unida exclusivamente al enriquecimiento propio. Resulta frecuente escuchar en tono de disculpa: “Sí, pero él no se ha llevado un euro”. En primer lugar, hay muchas maneras de conseguir el enriquecimiento propio; los favores o los recursos que se canalizan en el presente hacia un tercero, a menudo se espera que retornen más tarde en forma de beneficios o prebendas hacia uno mismo. No debería haber diferencia entre desviar recursos públicos al margen de la ley y fuera de los objetivos generales al propio bolsillo, a los amigos, al partido o a una finalidad partidista.
Nadie duda hoy de que el desvío de fondos públicos a la financiación de un partido constituya un caso de corrupción. Lo mismo cabe afirmar cuando se trata de costear las campañas electorales. De igual modo, tendrían que considerarse todas las operaciones publicitarias acometidas, sea cual sea la administración, con la única finalidad de cantar las alabanzas y el buen hacer del gobierno de turno. Existen ya bastantes casos en los que los jueces han comenzado a imputar a políticos por haber contratado con dinero público servicios publicitarios encaminados exclusivamente a mejorar su imagen. Corrupción es y bastante importante la creación de toda una red clientelar utilizando fondos presupuestarios de manera artera, tal como ha ocurrido en Andalucía.
¿Y qué decir entonces de todos los caudales públicos empleados de forma directa o indirecta en el procés, que se han destinado además no a una finalidad simplemente partidaria o ilegal, sino delictiva? En honor de la verdad, la corrupción en Cataluña hunde sus raíces hasta casi el mismo origen de la Comunidad Autónoma; con la llegada a la Generalitat de Jordi Pujol va haciéndose sistémica, ya que son muchos los recursos que se desvían de forma sectaria del interés general a una finalidad arbitraria, parcial y tendenciosa, a la que denominan “hacer país”, que sirve de antesala y catapulta al llamado procés, en el que la finalidad se convierte ya en claramente delictiva.
No solo son los dirigentes de Convergencia y sus actuales dobles, Junts per Catalunya, los que están enfangados en esta corrupción y de los que se puede predicar el robo. Les guste o no, ER no puede alardear de 87 años de limpieza. Comenzando porque habría mucho que hablar (basta con leer a Azaña) de su historia, en especial de su papel en la II República y en la Guerra Civil, a lo que hay que añadir su silencio frente al pujolismo, pero especialmente por su papel protagonista en el procés, malversando fondos públicos y orientándolos a la perpetración de un golpe de Estado. En esto sí imitaron a sus mayores.
republica.com 26-1-2018