Creo bastante poco en las comisiones parlamentarias de investigación. Las conclusiones que se aprueban no suelen obedecer tanto a los datos aportados a lo largo de las sesiones, como a la correlación de fuerzas y al juego de mayoría y minorías. Hay ocasiones, sin embargo, en las que pueden ser interesantes porque nos recuerden hechos sustanciales del pasado, hechos que tendemos a olvidar, aun cuando sus efectos continúan actuando en el presente e incluso se harán notar en el futuro. A este grupo pertenece la que actualmente está teniendo lugar acerca de la pasada crisis financiera.

Desde Rodrigo Rato hasta Elena Salgado, pasando por Pedro Solbes, la semana pasada han ido compareciendo en la Comisión los principales, aunque no los únicos, responsables del desaguisado; cada uno a contar su milonga, y sin que los miembros de la Comisión hayan estado demasiado hábiles para forzar que afloren sus contradicciones. Los tres han salido prácticamente vivos de sus comparecencias, puesto que se les ha permitido centrarse en aquellos asuntos en los que se sentían más cómodos. La comparecencia de Rato giró acerca de su etapa de presidente de Bankia y de la privatización de esta entidad. Aun cuando en torno a este hecho se agrupan algunos de sus problemas penales, su responsabilidad mayor en la crisis se encuentra más bien en sus años de vicepresidente económico, periodo en el que, junto con la primera legislatura de Zapatero, se incubó la crisis española.

Casi todos los medios de comunicación han señalado el carácter arrogante, casi desafiante, de la declaración de Rato. Se dice que ha constituido un ajuste de cuentas con su partido. En expresión un tanto castiza, ha puesto el ventilador. Independientemente de sus intenciones y de la culpabilidad que a él le haya podido corresponder, que puede ser mucha, lo cierto es que su intervención ha esparcido dudas –que, por otra parte, ya existían- acerca de todo lo que hace referencia a Bankia y en general al rescate bancario.

No resulta creíble que él fuese el único responsable de la salida a bolsa de la entidad, y que la Comisión del Mercado de Valores, el Banco de España y el propio Gobierno estuviesen al margen, tal como nos quiere hacer creer Elena Salgado. Y las sombras revolotean también acerca de cómo se decidió la intervención de Bankia y de la extraña reunión que tuvo lugar con el ministro de Economía y los presidentes de los dos principales bancos competidores. En el asunto de Bankia es posible que Rato no haya sido el máximo culpable, tan solo un instrumento (tonto útil, cabría afirmar), pero paradójicamente su responsabilidad sí fue máxima en la génesis de la crisis, durante su periodo como vicepresidente económico. Y en esta etapa, los sutiles y perspicaces diputados de la Comisión apenas entraron.

Aparentemente, la intervención de Solbes fue muy diferente, sin el tono prepotente empleado por Rato, asumiendo cierta autocrítica, lo que ha sido muy encomiado por algunos comentaristas. Pero quizás todo ello sea tan solo apariencia, porque sus reproches están lejos de la autocensura y se dirigen más bien a los otros. Él ya lo dijo, pero no le hicieron caso…Él no es un político, sino un técnico…según dice, Por técnico llegó a ministro de Agricultura, después a ministro de Economía y Hacienda, más tarde también por técnico a diputado del PSOE, posteriormente a comisario europeo y, por último, de nuevo a ministro de Economía y Hacienda. Y todo por ser técnico; bueno y, en esta última ocasión, además por el dedo de Emilio Botín, quien con unos y con otros ha mandado siempre en España.

En el fondo, la intervención de Solbes no fue tan distinta de la de Rato. Sorteó el periodo en que como vicepresidente económico desempeñó un papel sumamente activo en la incubación de la crisis y se centró en la etapa en que esta había hecho ya su aparición, para criticar al Gobierno al que pertenecía y afirmar que él no había sido… que se lo impusieron, y que por eso se fue. En definitiva, viene a repetir lo afirmado en su libro de “recuerdos”. Bien es verdad que no han faltado periodistas y comentaristas que ven en este doble juego la máxima culpabilidad, ya que, conociendo la gravedad de la situación (eso dice ahora), mintió a la ciudadanía y negó la existencia de la crisis.

No estoy yo, sin embargo, tan seguro de que, tal como confiesa en la actualidad, fuese consciente del trance económico. Solemos engañarnos. Suponemos que se llega a ocupar ciertos puestos por ser experto, cuando la verdad a menudo es la contraria, a las personas se las tiene por expertos simplemente por el hecho de haber ocupado determinados cargos, siendo sus conocimientos bastante menores de lo que creemos. Solbes debería haberse dado cuenta desde el inicio de su mandato, en 2004, de las arenas movedizas sobre las que estaba asentada la economía española. No fue así.

En mi libro “La trastienda de la crisis” reproduzco el artículo que publiqué en El Mundo el 23 de abril de 2004 titulado “La encrucijada económica del nuevo Gobierno”, en el que en sentido figurado pretendía avisar al Ejecutivo recién formado (y en el que figuraba Solbes como responsable de Economía) de que su falta de crítica hacia la política económica de los gobiernos del PP podría dejarles indefensos ante la crisis que se avecinaba, atribuyéndoles a ellos toda la responsabilidad, como en realidad así ocurrió. Solbes estuvo presto a aceptar el “España va bien” de Aznar y que el PP les dejaba una buena herencia en materia económica, sin poner encima de la mesa los desequilibrios que se habían producido en esos últimos ocho años y más concretamente desde la entrada en vigor del euro.

La política de los primeros años del Gobierno Zapatero (y por lo tanto de Solbes) no fue sustancialmente distinta a la de los gobiernos de Aznar. Incluso participaron del mismo triunfalismo. Si Aznar hizo famosa la frase “España va bien”, Zapatero no le fue a la zaga a la hora de vanagloriarse de la buena marcha de la economía. En los dos casos el optimismo surgía de los mismos parámetros, elevadas tasas de crecimiento del PIB y la consiguiente creación de empleo. El modelo de crecimiento español, sin embargo, se fundamentaba principalmente en la construcción y en el consumo privado, asentados no tanto en incrementos salariales como en el endeudamiento de las familias. A mediados de 2007 la OCDE, en su publicación “Las perspectivas económicas del empleo”, ofrecía el dato de que el salario real en los últimos diez años había descendido en España el 4%. A su vez, la deuda de las familias, que en 1997 representaba el 34,8% del PIB, ascendía en 2004 al 64,4 % y en 2007 al 83,4%. Se puede afirmar que crecíamos a crédito y, como todo crédito, antes o después habría que pagarlo.

Los diferentes gobiernos deberían haber tenido en cuenta que las deudas de hoy terminan reduciendo el consumo de mañana y por tanto el crecimiento. No es solo que, como parece evidente, esas elevadas tasas de consumo no se podían mantener indefinidamente, es que el stock de deuda acumulado reduciría en el futuro la capacidad de consumir. El desahorro del pasado se transformaría en ahorro forzoso del futuro.

Es curioso que quienes sentían una enorme preocupación por el déficit público se desentendiesen prácticamente del endeudamiento privado, cuando la gravedad de ambos es similar. Radica en cómo incide sobre el déficit de la balanza de pagos y el endeudamiento con el exterior. Durante todos estos años los gobiernos se mostraban muy orgullosos del equilibrio en que se mantenían las finanzas públicas, pero se olvidaban por completo del desequilibrio del sector exterior. Incluso el otro día en su comparecencia, Solbes continuó refiriéndose permanentemente a los gastos públicos acometidos por su Gobierno, responsabilizándolos de todo el problema, y sin referencia alguna al endeudamiento privado. Según ha contado Miguel Sebastián, años después de haber estallado la crisis, Zapatero se quejaba amargamente de que nadie le había hablado del endeudamiento privado. A Solbes tampoco le debió hablar nadie del endeudamiento privado y él, en consecuencia, tampoco debió de comentárselo a Zapatero.

El déficit por cuenta corriente, que en 2004 se había situado ya en el 6%, alcanzó en 2007 un gigantesco 10%. Para tomar conciencia de la importancia de estas cifras, conviene recordar que en 1993, cuando estábamos en el Sistema Monetario Europeo, esta variable ascendía al 3,7%, nivel que fue imposible de mantener y que nos obligó a cuatro devaluaciones, algo que Solbes debía haber tenido muy presente en este segundo mandato, pues aunque las tres primeras se debieron a la terquedad de Solchaga, empecinado en mantener un tipo de cambio sobrevalorado para la peseta, Solbes estaba en el Gobierno como ministro de Agricultura y a la cuarta tuvo que enfrentarse él directamente en su primera etapa como ministro de Economía.

Detrás del déficit exterior y del endeudamiento privado se encontraba como factor principal el sector de la construcción, y más concretamente el de la vivienda. Varios son los factores que pueden explicar la burbuja. En primer lugar, la especulación que se centraba no solo en la vivienda en sentido estricto, sino también en el suelo, y que promotores y constructores acumulaban sin utilizar, en la creencia de su revalorización futura. La liberalización del suelo adoptada por el Gobierno Aznar y no corregida por Zapatero, lejos de solucionar el problema lo empeoró, dejando en manos de los ayuntamientos una decisión tan fundamental y con tantos intereses económicos en juego. La corrupción y la especulación se adueñaron de la mayoría de los municipios.

En segundo lugar, el comportamiento de los bancos, tanto de los nacionales que, arrastrados por una ambición desmedida y cerrando los ojos a la realidad pretendieron dar más crédito del que era razonable, como de los extranjeros, que prestaron a los nacionales confiados en la moneda común, creyendo que habían eliminado todo el riesgo. Todo iba bien para la banca y aparentemente el negocio era redondo, mientras los precios continuasen incrementándose y bajo la presunción de que el endeudamiento con el exterior no iba a tener límite. El Gobierno, el supervisor y las entidades financieras cerraban los ojos al hecho de que en cualquier momento los mercados internacionales podían cerrar el grifo de la financiación, como así finalmente ocurrió.

Si la economía española en 2004 tenía graves problemas, en 2007 estaba al borde del abismo. Se necesitaba solo un factor que sirviese de catalizador para que la reacción en cadena se produjera. El detonante fue el escándalo de las hipotecas subprime, que originó una crisis internacional. La opacidad generó desconfianza. Las entidades financieras no se fiaban entre sí, desapareciendo casi por completo el mercado interbancario y con él la liquidez internacional. La situación se hizo gravísima para los bancos españoles, que tenían que salir a los mercados exteriores a financiar la deuda acumulada por los cuantiosos déficits de la balanza de pagos. Las dificultades se trasladaron a las empresas y al público en general. Limitaciones crediticias, empresas en crisis, impagados, despidos, paro. La recesión estaba servida.

En nuestro país, al igual que durante mucho tiempo se estuvo negando la existencia de la crisis y se hablaba exclusivamente de desaceleración, existió una pertinaz resistencia a aceptar que nuestros bancos tuviesen problemas de solvencia. Se ponderaba su buena salud y la muy eficaz labor del controlador, el Banco de España. Ciertamente nuestra banca no se había contaminado de la basura financiera que provenía de EE.UU. Razón: que acudía a los mercados financieros no a comprar activos, sino a endeudarse. Pero poseía sus propias hipotecas subprime, ese endeudamiento exterior correspondía a una contrapartida interior, créditos a las empresas y a las familias, concedidos en muchas ocasiones con demasiada alegría y en la mayoría de los casos sobre supuestos falsos, la creencia de que la euforia económica iba a durar siempre y que la revaloración continua de los activos se iba a mantener.

El entonces vicepresidente Solbes aseguró que la banca sufría tan solo un problema de liquidez y que no iba a costar un euro al contribuyente. Permitieron durante mucho tiempo la existencia de entidades zombis, con infinidad de activos tóxicos en los balances. Retrasando sine die el saneamiento del sistema financiero, se hizo mucho más gravosa la solución cuando no quedó más remedio que adoptarla. La autocrítica que se esperaba de Solbes era la de reconocer que no se había enterado de nada en sus cinco años de ministro. Lo de los 400 euros, el cheque bebé o el plan E, fue lo de menos, cosas de Elena Salgado, otra experta y técnica, merecedora por lo tanto de ser premiada por el sector privado con las puertas giratorias, esas puertas giratorias que Solbes tanto defiende.

La intervención en el Congreso de Salgado no constituyó ninguna sorpresa, muy acorde con su conducta de siempre, se limitó a repetir el discurso de Zapatero; en esta ocasión, insistir en la excusa a la que el ex presidente del Gobierno se refiere una y otra vez en su libro “El dilema”. Todos los atropellos cometidos tenían una justificación, evitar el rescate. La culpa fue de Grecia, afirma Salgado. Ciertamente, por eso resulta increíble lo que sucedió aquella noche fatídica del 10 de mayo de 2010, cuando sin ninguna razón aparente (lo que se dilucidaba era el rescate a Grecia, y nuestra prima de riesgo apenas alcanzaba el 150%,) España salió de la cumbre europea como perdedora absoluta y obligada a someterse a fuertes ajustes, casi como si hubiese sido ella la rescatada. Pagamos el precio de un rescate que no existió, y del que nunca recibimos ningún dinero. La culpa no fue de Grecia, sino de la incompetencia técnica y de la ineptitud absoluta para cualquier negociación en Bruselas de un presidente de Gobierno y de su vicepresidenta económica.

republica.com 19-1-2018