Año nuevo, presupuestos antiguos, ya que el 1 de enero, debido a la falta de consenso para aprobar los de este año, se han prorrogado de forma automática los de 2017. Alrededor de los Presupuestos Generales del Estado se ha levantado todo un andamiaje de mitos. En primer lugar, se les concede una importancia que en realidad no tienen. Se habla de cuadro de mandos, se le considera el documento más importante que elabora el Gobierno, concreción de su programa, expresión de su política, etc. Se les otorga un carácter reverencial, pero en el fondo su contenido es mucho más modesto y tiene menos relevancia de lo que normalmente se piensa, porque es muy pequeño el margen de maniobra que existe de un año a otro.
El error surge al considerar como parte de los presupuestos muchas cosas que en realidad no lo son. El gobierno de turno ha aprovechado siempre su aprobación anual para incorporar toda clase de modificaciones legales que, de hecho, deberían tener vida propia e independiente de la ley de presupuestos. La razón de este sesgo hay que buscarla en que esta norma goza de una tramitación parlamentaria especial y acelerada, distinta de cualquier otra ley, con lo que se acortan los plazos y se simplifican los requisitos del procedimiento.
Año tras año, la ley de presupuestos iba agrandándose hasta el punto de convertirse en un ómnibus donde tenía cabida cualquier medida, aunque nada tuviera que ver con las cuentas públicas. El Tribunal Constitucional se pronunció en contra de esta corruptela, no obstante, como quien hace la ley hace la trampa, desde esa sentencia la ley de presupuestos recoge exclusivamente materias presupuestarias, pero se ha creado una ley nueva denominada de acompañamiento que, como su propio nombre indica, sirve de comparsa a los presupuestos, en la que se incluyen los asuntos más dispares. Ahora bien, si prescindimos de estos añadidos y nos centramos estrictamente en los presupuestos, veremos que el margen de discrecionalidad no es muy elevado, tanto más cuanto que nos movemos dentro de la Unión Monetaria y de las imposiciones de Bruselas.
Hay que comenzar señalando que la aprobación recae exclusivamente sobre las partidas de gastos. El estado de ingresos, por el contrario, es solo una previsión de la recaudación anual basada en el cuadro macroeconómico y en la normativa de los diferentes tributos. Es una tarea estrictamente técnica y en principio no implica ninguna decisión política, a no ser que se pretendan modificar las normas fiscales, pero cualquiera de estos cambios no tiene por qué ligarse a la aprobación presupuestaria. Otra cosa es que en ocasiones los gobiernos inflen las cifras de cara a cuadrar artificialmente el déficit. Pero las trampas nunca pueden ser la norma. Las previsiones podrán, además, cambiarse a lo largo del ejercicio si se modifican los supuestos sobre los que está fundamentada la estimación.
En cuanto a los gastos, la capacidad de decisión es menor de la que habitualmente se piensa. En el actual Estado de las Autonomías el grado de descentralización es muy elevado y, por lo tanto, las competencias que permanecen en manos del Estado son reducidas. Por otra parte, muchas de las partidas están ya comprometidas en el momento de su aprobación, o derivan de hechos o parámetros que se encuentran fuera de las decisiones del Gobierno o del Parlamento.
Los gastos financieros dependen de las condiciones del mercado o de la actuación del Banco Central Europeo. La retribución de los empleados públicos presenta una fuerte inercia y su incremento anual suele venir en buena medida determinado por la negociación con los sindicatos. Los gastos sociales, incluyendo las pensiones y el seguro de desempleo (dos de las partidas más cuantiosas), se fijan de acuerdo con la legislación vigente que, lógicamente, se puede cambiar, pero que no tiene por qué hacerse, tal como se está viendo, en la ley de presupuestos.
En cuanto a la inversión pública, lo único relevante es la cifra total, puesto que su composición está condicionada por las infraestructuras ya en marcha y por la facultad que la ley presupuestaria concede a los diferentes gestores para realizar modificaciones entre las distintas partidas de gasto. Por último, conviene no olvidar que los presupuestos se discuten bajo importantes restricciones, las que impone la cifra máxima de gasto, pero, sobre todo, los programas de Bruselas. Todo ello conlleva a que el número de variables relevantes sobre las que se puede actuar no sea muy cuantioso y su negociación, perfectamente asumible por todas las formaciones políticas con representación parlamentaria. Cosa distinta es la viabilidad de llegar finalmente a pactos.
Otro mantra que revolotea sobre los Presupuestos Generales del Estado es la creencia de que su aprobación solo le importa al Gobierno. Paradójicamente, sin embargo, los gobiernos -y más si son conservadores- se encuentran muy cómodos con un presupuesto prorrogado, ya que los ingresos van a incrementarse de cualquier modo de acuerdo con el crecimiento del PIB nominal (incremento real más inflación), mientras que las distintas partidas de gasto están congeladas en la cuantía del presupuesto anterior, lo que le puede servir de excusa en su objetivo de estabilidad presupuestaria y en la aplicación de la política restrictiva.
En esta línea hay que remarcar el expolio que, por ejemplo, representa para los jubilados que sus pensiones no se actualicen de acuerdo con el índice de precios, teniendo en cuenta que los ingresos del Estado sí se incrementan automáticamente con la inflación. En realidad, se está gravando a todos los pensionistas con un impuesto que es acumulativo año a año y que representa una redistribución de la renta en contra de este colectivo.
En nuestro país la existencia del bipartidismo ha repartido durante largo tiempo los papeles con un carácter muy determinista. De las dos grandes formaciones políticas, al partido del gobierno le correspondía por principio la defensa y aprobación de los presupuestos, y al de la oposición, la censura radical -enmienda a la totalidad se ha denominado- sin mayores matizaciones. Cuando el gobierno tenía mayoría absoluta, el presupuesto se aprobaba sin ningún problema y sin que se aceptasen más enmiendas que las que el partido mayoritario de forma graciable permitía. El papel del Parlamento resultaba inoperante. En el caso de que la mayoría no fuese absoluta, el gobierno buscaba el apoyo de un partido nacionalista y se actuaba de la misma manera, solo que entonces había que pagar un buen peaje al nacionalismo de turno, peaje que lógicamente no costeaba el gobierno sino el resto de los ciudadanos cuyas Comunidades no contaban con partidos nacionalistas ni regionalistas.
Ha sido este terreno de juego el que nos ha conducido a la situación actual de descontrol autonómico tanto en Cataluña como en el País Vasco, territorios en los que el Estado está prácticamente ausente, y donde la Administración central ha abdicado de muchas de sus competencias y, de lo que es peor, de sus deberes, con tal de no molestar a los nacionalistas. De otra manera sería difícil explicar cómo el País Vasco y Navarra, Comunidades con la mayor renta per cápita de toda España, en lugar de ser contribuyentes sean receptores netos, y resultaría desde luego imposible concebir el golpe de Estado que se ha producido en Cataluña y todas las circunstancias que lo han propiciado.
Sin los acuerdos del Majestic de Aznar y sin las inconscientes promesas de Zapatero, el nacionalismo catalán nunca hubiese estado tan crecido y jamás hubiese llegado a un grado tal de prepotencia que le hiciese creer que el único estado y gobierno legítimo en Cataluña era el de la Generalitat, y que el de España no era cosa suya. Por eso resulta tan injustificado e indignante que Aznar pretenda dar ahora lecciones cuando gran parte de lo que sucede tiene en buena medida su origen en aquel hablar catalán en la intimidad.
Tras las pasadas elecciones generales creíamos haber salido del bucle en que nos encerraba el bipartidismo. Pensábamos que sería el momento del Parlamento y que, ante un Congreso dividido, se impondrían la negociación y el diálogo; considerábamos que los presupuestos dejarían de ser cosa exclusiva del gobierno para convertirse en asunto de todas las fuerzas políticas, pues todas ellas se esforzarían para modificarlos de acuerdo con sus respectivas posiciones ideológicas. No ha sido así. Ciertamente hemos superado los problemas de la mayoría absoluta, pero no los derivados del chantaje nacionalista, puesto que los partidos han vuelto a las andadas de situarse de forma puramente nominalista en el esquema izquierda-derecha, negándose al pacto y a la negociación con las fuerzas que consideran en el otro extremo del arco parlamentario.
La decisión de los partidos de definir su ideología de forma nominalista por contraposición a la de otros les conduce a negarse por principio no solo a pactar, sino ni tan siquiera a negociar los presupuestos. Sin embargo, las más interesadas en su aprobación deberían ser todas aquellas fuerzas políticas o instituciones que están a favor de cambiar el statu quo en los diferentes capítulos. La negociación presupuestaria debería suponer una buena oportunidad para plantear determinadas reivindicaciones como la mejora en el tema de las pensiones, en el seguro de desempleo, en el gasto para la dependencia, en la inversión pública, en la retribución de los funcionarios, etc. La tramitación de los presupuestos no da para mucho más, pero tampoco para menos. Sería importante saber hasta qué punto estaría dispuesto a ceder el Gobierno en todos estos temas. Podríamos encontrarnos con que, a lo mejor, al final los presupuestos aprobados no serían los del gobierno, sino un mix de los del gobierno y de los de la oposición.
Desde la oposición, negarse al diálogo y al pacto supone renunciar a toda mejora, abdicar desde el principio a lograr que al menos parte de su programa pase del papel a la realidad, es dar por perdida la batalla antes de iniciada. La repulsa radical a negociar los presupuestos condena a los partidos de la oposición a la inacción y a la inoperancia, al tiempo que concede de nuevo el protagonismo a los partidos nacionalistas, con lo que se incrementarán los desequilibrios regionales y se acentuarán las fuerzas centrífugas con los efectos nefastos que se están haciendo presentes en los últimos años.
Tiene razón Guillermo Fernández Vara al afirmar que las negociaciones sobre Cataluña le afectan como presidente de la Junta de Extremadura; al igual que habría que añadir que le concierne la fijación del cupo del País Vasco y de Navarra. La aprobación de los Presupuestos y los posibles acuerdos que para aprobarlos se vea obligado a realizar el Gobierno con los partidos nacionalistas tienen repercusiones en todas las Comunidades Autónomas. Los presupuestos son un sistema de suma cero y la subordinación a su aprobación de la financiación autonómica no es ningún chantaje de Montoro, sino una realidad, por lo que es difícil entender que un partido que gobierna en varias Comunidades Autónomas, como el PSOE, se niegue a negociarlos. Claro que se entiende aún peor que consideren una especie de blasfemia sentarse a discutir los presupuestos y sin embargo crean que es posible llegar a un consenso para modificar la Constitución.
republica.com 12-1-2018