El mundo financiero es un cúmulo de sorpresas. No han desaparecido aún las secuelas ocasionadas por el estallido de la burbuja de las hipotecas subprime, cuando ya se está formando una nueva burbuja especulativa que, si tarda en explotar, tendrá efectos incluso más nocivos que las anteriores. Pocas dudas caben de que, antes o después, la catástrofe se cernirá sobre el mercado de los bitcoins y ese día con toda probabilidad los que hayan invertido en esta criptomoneda perderán todos sus ahorros. Lo que resulta realmente prodigioso es que haya alguien que pueda pensar lo contrario.
Desde el mismo instante de su creación -2009- el bitcoin ha venido revalorizándose en porcentajes cada vez mayores y totalmente desproporcionados. La especulación se ha hecho más evidente en los últimos tiempos. En 2017, la cotización se ha multiplicado por veinte, alcanzando un máximo de 19.000 dólares a mediados del mes de diciembre; sufre, no obstante, una gran volatilidad desde el momento en que se ha comenzado a cotizar a futuros en EE.UU. Múltiples analistas han advertido acerca de la inmensa burbuja especulativa que se está formando y del desastre que amenaza a los inversores. JP Morgan, el mayor banco de inversión de Estados Unidos, ha manifestado tajantemente que el bitcoin es un fraude.
El carácter falaz de esta criptomoneda y su vacuidad debe distinguirse de la tecnología que aplica, la llamada Blockchain, que se ha convertido en uno de los mayores focos de interés de la industria financiera, y de otros tantos sectores. Una nueva forma de registrar tanto transacciones como otras interacciones digitales de manera segura y transparente. Las posibilidades que ofrece son muchas. Las bondades de su tecnología y el hecho de que en el futuro pueda tener múltiples utilidades diferentes a la de soportar las operaciones de una criptomoneda no hacen, sin embargo, consistente al bitcoin, que continúa siendo humo, un dinero que intenta serlo sin tener nada que lo sustente.
El bitcoin nace de la pretensión un tanto ingenua de corregir una cierta contradicción en la que se ha venido moviendo a su pesar el liberalismo económico. Los intereses económicos que se sitúan detrás, si bien exigen la desregulación de todos los mercados, en especial del laboral, no están dispuestos a ceder al juego de la oferta y la demanda la creación del dinero. A largo de la Historia las constantes quiebras y crisis de las entidades que actuaban como bancos aconsejaban limitar la capacidad de emisión. No obstante, aunque en esta materia desconfían del mercado, tampoco están determinados a abandonarla en manos del Estado. La influencia que las clases populares tienen sobre los gobernantes a través de las consultas electorales hacía arriesgada tal cesión, y por eso pretenden que las decisiones monetarias sean tomadas por una entidad independiente y neutral.
De este modo, las fuerzas conservadoras y el neoliberalismo económico han logrado cuadrar el círculo en materia de política monetaria. La autonomía de esas instituciones llamadas bancos centrales les ha permitido hacer compatibles posiciones contradictorias en sí mismas. Han conseguido compaginar su aversión a lo público y a los mecanismos democráticos con la certeza de que algo tan delicado y sustancial para sus intereses como es el dinero no se podía dejar al albur de la «mano invisible». Se han inclinado abiertamente por la intervención, pero no por la del poder político democrático, sino por la de una institución que revisten de tecnicismo y profesionalidad, autonomía e independencia, para hacerla en realidad dependiente de los poderes económicos.
Un neoliberalismo económico consecuente debería inclinarse por la abolición del monopolio de emisión de dinero que hoy tienen los Estados y que han cedido a los bancos centrales. Tendrían que defender la libre creación de moneda por todo aquel que quiera realizarla y que disponga de suficiente credibilidad en el mercado para que el público acepte sus pasivos como medio general de pago. Sin embargo, esta postura es minoritaria; únicamente Friedrich Hayek ha defendido, y en época reciente (1976), la liberalización del mercado del dinero. Su obra «La desnacionalización del dinero» es un alegato a favor de la libre competencia en la emisión y circulación de los medios de pago. Considera el dinero como una mercancía más que, por lo tanto y de forma similar a cualquier otro bien, de acuerdo con su doctrina, puede ser suministrada por el sector privado con mayor eficiencia que por un monopolio estatal.
En el sistema diseñado por Hayek la creación de dinero sería libre. Toda aquella entidad financiera que lo desease podría crear su propio medio de pago, pero debería cuidar de la estabilidad de su valor, emitiendo tan solo aquella cantidad que fuese demandada por el público. Existirían, por tanto, diferentes monedas, con denominaciones distintas, una por cada uno de los bancos privados que quisieran emitir dinero. Toda entidad que en un exceso de avaricia pusiese en circulación más medios de pago que aquellos que el público deseara tener vería devaluarse su dinero con respecto a otras monedas y perder capacidad adquisitiva, con lo que el público huiría de esa moneda para refugiarse en otras más seguras. Es decir, cada banco o entidad financiera que emitiese dinero debería mantener constante su valor por el procedimiento de retirar del mercado la cantidad adecuada del mismo cuando se devaluase, y emitir la necesaria en el caso de que se apreciase por exceso de demanda. Abolido el principio de aceptación obligatoria -propiedad de la que goza en este momento el dinero legal y que lógicamente no sería aplicable a los medios de pago creados por los bancos privados- la ley de Gresham no se cumpliría, y se daría más bien la situación contraria, que la moneda buena desplazaría a la mala.
La postura de Hayek es, como ya hemos dicho, consecuente, pero apenas ha encontrado eco entre sus correligionarios, y por supuesto nadie hasta ahora había pretendido llevar a la práctica sus conclusiones. La razón resulta bastante evidente cuando se intuyen los graves problemas que acarrearía y los absurdos a los que nos conduciría su aplicación.
En el fondo, la teoría no es tan original como a primera vista pudiera parecer. Si nos remontamos en la Historia, comprobaremos que en el origen del dinero hay situaciones que guardan una gran similitud con el sistema propuesto, y que la intervención pública -en esto como en otras muchas situaciones económicas- surge de una necesidad. Si la acuñación de moneda se reserva a los poderes públicos es en un principio para garantizar su valor. De hecho, desde los primeros momentos de la actividad bancaria, las quiebras y las insolvencias acompañaron la vida de las instituciones financieras. En la época actual, a pesar de la especial vigilancia de los poderes públicos y de que los bancos no gozan de la facultad de emitir dinero primario, las crisis bancarias acaecen con mayor frecuencia de lo que sería deseable, y su coste lo asume el erario público. ¿Podemos imaginarnos lo que ocurriría si cada banco pudiese emitir su propio dinero, distinto del de otras instituciones financieras? ¿Hasta dónde alcanzarían los fraudes y los timos bancarios?
El modelo de Hayek solo puede funcionar sobre el papel, y ni los más ardientes defensores del libre mercado han abogado por un sistema de tales características. ¿Qué grado de complejidad tendría la realidad económica si para cada transacción hubiera de escogerse una clase distinta de dinero? ¿Es posible exigir a todos los ciudadanos la condición de financieros, a efectos de disponer y saber utilizar una información tan compleja como la de conocer cuál es el dinero más estable y cuál el que más se deprecia? Ni siquiera las personas más expertas podrían afirmar con certeza qué moneda es la más conveniente, al estar cada una de ellas definida por cestas diferentes de distintos bienes.
Por otra parte, nada impediría la especulación. ¿Cómo podría un banco privado hacer frente a fuertes operaciones especulativas realizadas contra su moneda, cuando hoy en día ni siquiera los Estados -incluso a veces aunando sus esfuerzos- son capaces de librar a sus divisas de los implacables ataques a los que se ven sometidas? Si ya en las actuales coordenadas del sistema capitalista existe una inflación desmedida del mundo financiero, en el que sus operaciones multiplican con creces las transacciones reales, hasta el extremo de convertir los mercados en grandes casinos, ¿podemos imaginarnos el incentivo adicional que significaría para la especulación financiera la existencia de un número indefinido de monedas, tantas como bancos, y la posibilidad de tomar posiciones instantáneamente en una u otra voluta?
Es en este contexto donde hay que situar el juicio acerca del bitcoin. Las críticas vertidas sobre el sistema de Hayek son aplicables en su totalidad a las criptomonedas, amén de otras que le son propias. El bitcoin se inserta en el deseo de dotar de total automatismo a la creación de dinero, prescindiendo de toda discrecionalidad y sustrayendo a los Estados, e incluso a los bancos centrales, la política monetaria. Lo que llaman minería, es decir, el proceso de creación de los nuevos bitcoin, se diseña a semejanza de la extracción de metales preciosos, con lo que se pretende dar idéntico automatismo que el que ofrecía el patrón oro. De sobra son conocidos, y Keynes ya los anunció, los resultados negativos que algunos países, por ejemplo, Inglaterra, cosecharon tras la Primera Guerra Mundial por el empecinamiento de mantener la moneda anclada en el oro. Los bitcoins presentan la misma rigidez, con el agravante de que no se identifican con ningún metal precioso, por lo que carecen de valor intrínseco, no son nada, puro aire.
El bitcoin se define como dinero, pero está muy lejos de cumplir todas las condiciones necesarias para ser tenido como tal. El dinero surge como la superación de la economía de trueque, y es de aceptación común que debe ser capaz de cumplir tres funciones básicas: unidad de cuenta, medio de pago y, por último, depósito de valor. El bitcoin no cumple la condición primera ya que no constituye una unidad de cuenta propia, sino que se expresa con respecto a las otras divisas. En todo caso sería dinero secundario al estilo de los depósitos bancarios u otros activos financieros. No tiene, por tanto, la pretensión al menos por ahora, de desplazar y sustituir a las divisas emitidas por los bancos centrales. En este sentido se diferencia del dinero propuesto por Hayek, porque en su sistema los bancos centrales desaparecerían.
Sí hay similitud, sin embargo, en los defectos que las dos monedas presentan como medio de pago. En ambos casos la volatilidad, la falta de concreción y la dificultad en la instrumentación los invalidan para este objetivo. En el caso del bitcoin lo paradójico es que en un principio se diseñó principalmente con esta finalidad para hacer más fáciles las transacciones, y reducir su coste eliminando intermediarios, pero lo cierto es que la tercera función, la de depósito de valor se ha desarrollado de tal forma y ha creado tal ola especulativa que hace imposibles las otras dos funciones. Si hoy tuviéramos que definirlo, más que de dinero tendríamos que hablar de activo financiero, pero con el agravante de que no se corresponde con ningún pasivo, no hay deudor al que reclamar nuestro derecho. Tampoco constituye una cosa (oro, obra de arte, etc.) con un valor intrínseco independientemente del precio del mercado. No es nada. Pura especulación. Mera expectativa de que un segundo inversor pague más dinero que el primero por la expectativa a su vez de que un tercero pague más que el segundo. La hecatombe se produce cuando la tendencia se invierte y sin saber muy bien por qué la fiebre de vender se apodera del mercado.
Buscando comparaciones, quizás el caso más similar sería el de los tulipanes de Holanda del siglo XVII. Hace ya bastantes años que John Kenneth Galbraith escribió un librito realmente sugerente, “Breve historia de la euforia financiera”. Narra diversos acontecimientos en los que la estulticia humana ha creado burbujas especulativas difícilmente explicables. La primera que cita es la de la tulipanmanía. Cuesta creer que pudiera pagarse por un bulbo de tulipán cifras astronómicas y que su precio pudiera subir ininterrumpidamente hasta poder intercambiarse en algunos casos por una mansión de lujo. El final de este sinsentido llegó en 1637 cuando los más inquietos comenzaron a abandonar el mercado, y de forma rápida se generó la estampida. Muchos de los inversores perdieron todos sus ahorros, pero el coste no recayó exclusivamente sobre ellos, sino sobre toda la sociedad holandesa que entró en lo que llamaríamos hoy una depresión económica. Hay que temer que la historia se repita y pase lo mismo con los bitcoins, si los Estados no adoptan ahora las medidas adecuadas.
republica.com 5-1-2017