Creíamos que el relato nacionalista había llegado a su límite en cuanto a mentiras e hipocresías se refiere. Durante muchos años han venido retorciendo y falseando los hechos creando una historia paralela en la que todo parecido con la realidad es mera coincidencia. También se dotaron de un discurso económico tramposo y victimista según el cual España (ellos nunca hablan del resto de España, ya que no se sienten España) roba a Cataluña, aunque enseguida se demostró que quienes robaban a Cataluña eran los propios nacionalistas. El nacionalismo ha vendido gato por liebre identificándose y haciéndose portavoz de la totalidad de Cataluña. Cualquier crítica o censura al nacionalismo o a sus representantes se exhibe como un ataque a Cataluña, lo que se dejó muy claro desde el principio, en aquel discurso lanzado desde el balcón del Palau de la Generalitat en la Plaza de Sant Jaume en el que Jordi Pujol se escudó en la bandera y en la patria para evadir su responsabilidad en la estafa de Banca Catalana.

El nacionalismo catalán ha construido un imaginario económico en el que la Cataluña independiente aparecía como una tierra prometida que manaría leche y miel, la Arcadia feliz. En ella todo iba a ser abundancia y riqueza y la superioridad del pueblo catalán sería proclamada por todas las naciones. ¿A qué suena todo esto? Sin embargo, este engaño colectivo al que se ha venido sometiendo a los ciudadanos de Cataluña no es lo peor; ha sido ampliamente superado por la reacción que han mostrado cuando los hechos han ido dejando poco a poco claro el enorme contraste de lo prometido con la realidad. La huida de empresas, la caida del turismo, la reducción de las ventas en las grandes superficies, el estancamiento de la inversión, el declive del mercado inmobiliario, el descenso de las ventas de automóviles, etc., son datos enormemente alarmantes, presagio de los peores augurios. Debería ser suficiente para que los independentistas diesen marcha atrás y reconociesen lo equivocados que estaban. Pues bien, muy al contrario, se mantienen impasibles y dan las excusas más ridículas, de modo que si el problema no fuese tan grave serían objeto de la mayor hilaridad.

Pensábamos que ya habíamos presenciado el máximo grado de hipocresía en el lenguaje y en el comportamiento del nacionalismo catalán. Pero no es así. Según han ido cosechando fracasos y vislumbrándose lo disparatado de su proyecto se han refugiado en el principio de “cuanto peor, mejor” y han basado sus expectativas de éxito en generar una situación de caos en la que pueda enraizar una vez más el victimismo. Ahora trasforman el eslogan de España nos roba por el de España nos tiraniza y avasalla, es un Estado fascista que violenta los derechos humanos y civiles, y reprime la libertad y la democracia. Se trata de lanzar al exterior la imagen de una sociedad oprimida en sus libertades para forzar así la intervención exterior, única baza que suponen que les queda.

Con tal finalidad utilizan la provocación continua al Gobierno y a las instituciones estatales, empleando especialmente la calle, a efectos de forzar la reacción del Estado y encontrar en esa reacción, convenientemente deformada y falseada, el pretexto para el victimismo, mostrando en el interior y al exterior una imagen adulterada de la realidad. En el culmen de la demencia vocean el término de presos políticos y lo aplican a aquellas personas que están acusadas nada más ni nada menos que de insurrección, orientada a la secesión de una parte de España.

Esta postura contrasta con la actitud adoptada por la Generalitat y por CiU con ocasión del ataque que algunos energúmenos de ultraderecha realizaron en 2013 en la librería Blanquerna durante los actos de la Diada. Pidieron entonces para ellos nada más y nada menos que 16 años de prisión. No debían de considerarlos presos políticos. Como resultado de ello, en estos momentos se encuentran en la cárcel con una condena de cuatro años dictada por el Tribunal Supremo. Algo parecido ocurrió tiempo atrás cuando el 15 de junio de 2011 una manifestación de indignados rodeó el Parlamento de Cataluña y obligó al presidente de la Generalitat y a algunos consejeros a entrar en helicóptero por el tejado. El Parlament y la Generalitat pidieron entonces como acusación particular tres años de cárcel para varios de los manifestantes que participaron en el asedio. Tampoco parece que los considerasen presos políticos. Quizás uno esté equivocado, pero supongo que lo que está ocurriendo en Cataluña es bastante más grave que lo de los indignados de 2011 o los destrozos ejecutados en 2013 en Blanquerna.

En España desde hace muchos años no existen los presos políticos, únicamente tenemos políticos presos en buen número y de todas las categorías e ideologías lo que, al margen de otras disquisiciones, dice bastante de la separación de poderes que, con defectos similares a los de los otros países, existe en España. En las condiciones actuales, la utilización superficial y frívola del término preso político es una grave ofensa a los que en otras épocas sufrieron en España cárcel y tortura por sus ideas o los que en los momentos presentes las padecen en otras partes del mundo.

El victimismo del nacionalismo catalán es tan poco creíble que precisa crear un fantoche, al que llaman Estado español, del que predican toda suerte de males y aberraciones. Construyen un ente abstracto, sin contornos definidos y como si se tratase de algo totalmente ajeno a Cataluña. Esta entelequia no tiene nada que ver con la realidad del verdadero Estado español, con sus luces y sus sombras, y compuesto por todas las Comunidades, también Cataluña, y del que son responsables, para lo bueno y para lo malo, todos los españoles, también los catalanes. Un Estado fundamentado en una Constitución en cuya elaboración y aprobación Cataluña intervino como ninguna otra región de España. De las siete personas designadas para su redacción dos eran catalanas, una de CiU y otra del PSUC, partido integrado hoy en Iniciativa per Catalunya. La Constitución fue aprobada en las Cortes con la aquiescencia de Convergencia. En el referéndum para ratificarla, Cataluña ocupó el cuarto lugar en el porcentaje de votos positivos (90,46%), solo superada por Canarias, Andalucía y Murcia (91,89, 91,85 y 90,77%, respectivamente), por encima incluso de Madrid, y con una participación también bastante elevada (70%).

Esa Constitución que determina que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español, que crea el Tribunal Constitucional, y que determina el procedimiento a través del cual se puede reformar la propia Constitución (es decir, todo aquello de lo que ahora reniega el nacionalismo), no es una norma impuesta desde el exterior y (por) mediante la fuerza por un ejército de ocupación, sino el marco de convivencia que se dieron todos los ciudadanos españoles, entre ellos los catalanes, y que estos últimos aprobaron con mayor apoyo que, por ejemplo, el último Estatuto y, desde luego, mucho más que los votos que hoy sostienen a las posiciones soberanistas.

Los nacionalistas en su paranoia y en su afán de revestir ese muñeco al que llaman Estado español se remontan en la historia y predican del resto de España los desafueros que con Cataluña hayan podido cometer los borbones y el franquismo, como si el resto de los españoles no hubieran soportado abusos e injusticias de esos regímenes, al menos en la misma proporción que los catalanes. Y refiriéndonos a épocas más recientes, a los gobiernos democráticos, no creo que sus aciertos y equivocaciones hayan incidido de distinta manera en Cataluña que en el resto de España. Pero, sobre todo, hay que hacer notar que la participación de los catalanes en la monarquía, en la dictadura y en la democracia no ha sido diferente de la de los extremeños, castellanos o andaluces. Todos víctimas y culpables, porque los desafueros e injusticias no se han manifestado entre regiones, sino entre clases.

Hay que convenir, además, en que pocas Comunidades habrán tenido más protagonismo en el autogobierno del Estado español que Cataluña; no solo porque muchos catalanes hayan ocupado ministerios y otros cargos de relevancia en la Administración española -en la misma proporción cuando no mayor que los naturales de otras regiones-, sino también porque los partidos nacionalistas, en su papel de bisagra, han condicionado con mucha frecuencia al gobierno de turno de España.

Los intereses de Cataluña han estado más presentes en las Cortes Generales que los de cualquier otro territorio español. Sería muy ilustrativo estudiar en las actas del Congreso las veces que aparecen las palabras Cataluña y catalanes, y compararlas con las relativas a otras latitudes; el número de las primeras ganaría por goleada. La diferencia sería tan abultada que un extranjero que no conociese bien la estructura territorial del país pensaría que España se reduce a Cataluña y poco más. Resulta complicado entender cómo se puede decir desde Cataluña que el Gobierno español los explota si ellos han sido, en mayor medida que ninguna otra Comunidad, el Gobierno español, y cómo comprender que el independentismo grite ahora libertad cuando durante cuarenta años ha coaccionado a la otra mitad de Cataluña y cuando recientemente ha sido el Gobierno de la Generalitat el que se he rebelado contra la ley y la Constitución.

Resulta bastante difícil también entender la postura de Joan Majó, quien, tras ser ministro del Gobierno español, ahora se rasga las vestiduras porque el Estado, ante la sedición que representa la ofensiva soberanista, tenga que intervenir en la autonomía catalana para restaurar la legalidad. Bien es verdad que Majó pasó por el gobierno sin pena ni gloria, tan es así que casi se queda sin ministerio porque no le encontraban para ofrecérselo. Es posible que casi nadie se acuerde de él como ministro de Industria, excepto tal vez Pujol que celebró su nombramiento con regocijo. Será por eso por lo que desde que le cesaron de ministro (enseguida) se ha movido con soltura por las puertas giratorias.

El colmo del cinismo es querer tildar de golpe de Estado la aplicación por parte del Gobierno del art. 155 de la Constitución, cuando han sido ellos, los soberanistas, los que cometieron claramente un golpe de Estado el 6 y el 7 de septiembre al pretender sustituir la legalidad derivada de la Constitución por una legalidad nueva que pretendían hacer emanar exclusivamente del Parlamento de Cataluña. Ahí se encuentra precisamente la trampa, en considerar que el Parlamento de Cataluña es un poder constituyente, cuando tan solo es un poder constituido, constituido por el único poder constituyente legítimo que es el pueblo español en su conjunto. El Parlamento catalán tiene sin duda una legitimidad de origen, pero perdió la legitimidad de ejercicio desde el mismo momento en el que se rebeló contra el orden constitucional. En realidad, no es la aplicación del artículo 155 de la Constitución lo que deslegitima al Gobierno y al Parlamento de la Generalitat, sino el golpe de Estado que cometieron al querer transformarse de poder constituido en poder constituyente.

Se ha especulado mucho estos días acerca de si el 10 de octubre Carles Puigdemont había hecho o no una declaración unilateral de independencia (DUI). Lo cierto es que la independencia estaba proclamada bastante tiempo atrás, al menos desde el 6 o el 7 de septiembre, desde el mismo instante en que los independentistas, violando todos los procedimientos establecidos, aprobaron en el Parlamento Catalán una ley a la que consideraron suprema y por encima de todas las otras leyes, incluyendo el Estatuto y la propia Constitución. Se declararon poder constituyente. Se consumó el golpe de Estado, la insurrección y la sedición. ¿Qué otro camino le quedaba al Estado sino reaccionar ante el desafío?

Lo más sorprendente de todo esto es la actitud que están adoptando formaciones que se denominan de izquierdas, y no solo las pertenecientes al ámbito de la Comunidad Autónoma de Cataluña -lo que quizás podría explicarse por la carga emotiva e irracional que todo nacionalismo comporta-, sino por partidos que pretenden extender su influencia al conjunto del Estado español y que lógicamente deberían defender la unidad y fuerza de ese Estado como única garantía de una política progresista y contrapeso del liberalismo económico. Se han convertido en los hooligans del soberanismo, con un discurso más estridente que el de los propios nacionalistas. Por una vez, tengo que estar de acuerdo con Pedro Sánchez, no veo ninguna bandera de izquierdas entre los secesionistas.

republica.com 27-10-2017