El 6 de noviembre de 2015 me preguntaba yo en un artículo titulado «La izquierda y el derecho a decidir» y publicado en este mismo diario si se puede ser al mismo tiempo de izquierdas y nacionalista. Uno estaría tentado a contestar que no, que son categorías antitéticas. Sin embargo, Antonio Muñoz Molina se encamina por otra dirección cuando escribe: «Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio. A continuación declararse no nacionalista se convirtió en la prueba de que uno era de derechas. Y en el gradual abaratamiento y envilecimiento de las palabras bastó sugerir educadamente alguna objeción al nacionalismo ya hegemónico para que a uno lo llamaran facha o fascista». En los momentos actuales en nuestro país la realidad y los acontecimientos parecen inclinarse mucho más hacia la tesis del académico de Úbeda que a lo que sería lógico desde el punto de vista teórico.
En el mismo artículo antes citado, intentaba yo explicar cómo la izquierda, a pesar de haber pregonado su vocación internacionalista, había sucumbido a menudo a lo que he llamado en algún otro artículo pecado original de la izquierda: su desconfianza hacia el Estado y, por lo tanto, su pretensión de debilitarlo por todos los medios posibles, entre otros troceándolo y limitando sus competencias. Durante mucho tiempo esta postura parecía plenamente justificada, el poder político no era más, tal como afirmó Marx, que el consejo de administración de los poderes económicos, el guardián de sus intereses.
En España el sistema político instaurado por la Restauración, basado en el caciquismo y en el turnismo de dos partidos burgueses, marginaba totalmente a las clases populares y las expulsaba del juego político. Eso explica el auge que tuvo en nuestro país y especialmente en Cataluña el movimiento anarquista, y la consolidación de tendencias federalistas e incluso cantonalistas. Más tarde, tras el breve periodo de la Segunda República, el Estado se identificó con el franquismo, un régimen dictatorial y opresor pero que además se proclamaba adalid de la unidad de España. Es hasta cierto punto lógico que la izquierda tendiese a oponerse y a combatir todo aquello que se identificara con la dictadura, y que en esa dinámica terminase asumiendo o al menos sintiendo simpatía por el nacionalismo.
Cabría pensar que todo lo anterior explica el extraño comportamiento mantenido por Podemos y sus dirigentes cuando coquetean con el nacionalismo, incluso con el soberanismo, defendiendo ese espurio concepto del derecho a decidir. Sin embargo, algo no cuadra, el franquismo está ya demasiado lejos en el tiempo y los cuadros directivos de Podemos son perfectamente conscientes del papel que, a pesar de sus defectos, ocupa el Estado actual a la hora de corregir y paliar la injusta distribución de la renta, tanto desde el punto de vista personal como regional, que realiza el mercado. Saben que sin las prestaciones y los servicios públicos la desigualdad y la pobreza se elevarían en todas las sociedades de manera exponencial. Es más, el Estado cuando es democrático, a pesar de sus errores, se convierte casi en el único guardián de los derechos de los ciudadanos y en muro de contención de las fuerzas económicas.
Es de suponer que los dirigentes de Podemos, así lo han dicho muchas veces, participan de la idea de que la globalización constituye la mayor amenaza a las cotas ya alcanzadas tanto en los derechos sociales como en los laborales, precisamente por la desproporción creada entre un poder económico y financiero que se globaliza y un poder político (los Estados) que queda recluido en espacios más pequeños, por eso toda operación tendente a reducir el tamaño de estos últimos debe considerarse un paso atrás desde la óptica de la izquierda.
Muchos de los dirigentes de Podemos provienen del mundo académico e incluso del área del Derecho, por lo que resulta difícil aceptar que realmente se crean esa falacia fabricada por los nacionalistas del “derecho a decidir”, con la que solamente se pretende revestir y ocultar el llamado derecho de autodeterminación, derecho que concedido a cualquier región o grupo de personas llevaría a los mayores absurdos, tal como ya ocurrió en la I República y que desde luego desde ninguna óptica y con ningún canon puede aplicarse a Cataluña. Considerar a esta Comunidad como una colonia o una región explotada da risa.
Los jerarcas podemitas saben perfectamente que tras el derecho a decidir de Cataluña se esconde “el España nos roba”, y que en gran medida ha sido esta idea la que se ha inoculado a parte de la población haciéndole creer que Cataluña es objeto de toda clase de discriminaciones, abusos y atropellos. Los ciudadanos siempre son propensos a aceptar y creer que son tratados de forma injusta comparados con el vecino. La realidad, por supuesto, es muy distinta. La renta per cápita de Cataluña está muy por encima de la media nacional; tan solo en Madrid, en el País Vasco y en Navarra es superior. En los dos últimos casos, el estar ubicados en cabeza deriva, en buena medida, de su situación fiscal privilegiada (concierto y cupo) concedida de forma ilógica en la Constitución, y es esta prerrogativa precisamente la que reclama Cataluña. No hay que olvidar que el denominado procés y la reivindicación del derecho a decidir nacieron a raíz de la negativa del Estado a concederles el pacto fiscal, sistema financiero similar al del cupo.
El discurso nacionalista en los países desarrollados tiene bastante parecido con el que defiende el neoliberalismo económico. El mejor sitio en donde está el dinero es en los bolsillos de los ciudadanos, afirman los liberales; los recursos generados en Cataluña deben quedarse en Cataluña. Tanto las clases altas como las regiones ricas de lo que hablan es de limitar, cuando no de eliminar, la solidaridad. En definitiva, se trata de reducir a la mínima expresión la función redistributiva del Estado. En los dos casos se considera que los ricos son ricos por sus solos méritos, que la distribución de la renta que hace el mercado es correcta, y que cada uno debe ser dueño de disponer de sus ingresos como le venga en gana. Todo proceso redistributivo, bien sea interpersonal o interterritorial, lo consideran un acto de caridad, algo graciable, cuando no un abuso y un expolio. Su sentimiento de encontrarse injustamente atendidos por el Estado no surge de que piensen que están realmente discriminados, sino de que no están lo suficientemente bien tratados, dado su grado de excelencia y superioridad sobre los demás, lo que les hace acreedores a disfrutar de una situación privilegiada. ¿Puede la izquierda dar cobertura al victimismo de los ricos?
El procés y el nacionalismo han trasladado la lucha del plano social y de clases económicas, al enfrentamiento territorial. Hace años las calles de Barcelona y de otras ciudades de Cataluña se llenaban de protestas contra los recortes practicados por el Gobierno de la Generalitat y por el Gobierno central, que también es el suyo. Eran críticas similares a las que se hacían en otras partes de España. Hoy todo ello ha desaparecido en Cataluña. Las manifestaciones se hacen tan solo para reclamar la independencia.
Pienso que de todo lo anterior son conscientes los lideres de Podemos. Entonces ¿cómo es posible que defiendan la autodeterminación de Cataluña? ¿Cómo pueden estar a favor de que las regiones ricas de Europa, ya sea en España, Italia o Alemania pretendan separarse del resto, olvidando que en buena medida lo que son en los momentos actuales se lo deben al haber formado durante muchos años una unidad política y económica con lo que ahora pretenden abandonar?
La razón de esta postura tan anómala hay que buscarla quizás en la manera en que esta formación política ha surgido. La crisis derivada de la pertenencia a la Unión Monetaria y los recortes sociales y laborales aplicados en consecuencia elevaron la protesta de una parte importante de la población y su rechazo a los dos partidos que hasta entonces habían venido turnándose en el poder a los que se hacía responsables de la política de austeridad aplicada. De ahí el surgimiento de movimientos como el del 15-M, y de ahí también que de forma un tanto sorprendente una formación política como Podemos se hiciese con un bocado importante del espacio político.
El 15-M fue un movimiento plural de contestación y protesta. Carecía de un programa elaborado y definido. No tenía por qué tenerlo. Su objetivo era la crítica y la oposición. Su papel no consistía tanto en decir lo que había que hacer (seguramente habría habido discrepancias) como en lo que no se tenía que hacer (en ello había unanimidad). Hasta ahí todo correcto. El problema aparece cuando se produce el salto a la creación de una formación política, que además obtiene importantes éxitos a corto plazo. Entonces sí se precisa de un programa coherente y unificado.
La ambigüedad, sin embargo, estuvo presente en el discurso de Podemos desde el principio. Tan pronto se afirmaba que la división izquierdas o derechas estaba ya superada como mantenían que profesaban una ideología socialdemócrata. Ambigüedad que ha sido especialmente llamativa en la postura adoptada frente a la Unión Monetaria, problema que debería ser el número uno para un partido de izquierdas, ya que condiciona todos los demás. A pesar de sus asambleas y sus vista alegres, la tarea de construir un discurso congruente y un programa sin contradicciones quedó supeditada a la finalidad de lograr en cada sitio los mejores resultados electorales y de alcanzar lo antes posible el poder. Alguna vez lo explicitaron claramente cuando tildaban de fracasada a la izquierda que les había precedido por haber ocupado en el tablero político un puesto secundario.
Esta es la razón de su heterogeneidad, que en cada Comunidad o Ayuntamiento se ha plasmado de forma diferente no solo en las alianzas o en las siglas con las que se presentaba a los comicios, sino también en el discurso. Y ese es el motivo también de su continua apelación a pactar con el PSOE, olvidando que el 15-M surgió no cuando gobernaba Rajoy sino Rodríguez Zapatero. Muchos de los lideres de Podemos se han declarado discípulos de Anguita, pero no parece que tengan muy presente ni el programa, programa, programa ni el discurso de las dos orillas. En los momentos actuales, mientras pertenezcamos a la Unión Monetaria, todo partido de izquierdas debería moderar sus prisas por llegar al gobierno. Lo ocurrido al PSOE con Rodríguez Zapatero y la experiencia de Syriza en Grecia debería conducirles a la prudencia y a interrogarse acerca de si tienen un plan de gobierno coherente y si ese plan es viable en las actuales circunstancias.
Las prisas manifestadas por Podemos y la primacía que ha concedido a la obtención de resultados positivos en las elecciones sobre la coherencia del discurso es lo que quizás explica su conversión al derecho a decidir y su coqueteo con los nacionalistas. Piensa quizás que en Comunidades como Cataluña, País Vasco o Galicia le puede resultar muy conveniente. Las cosas, sin embargo, son más complicadas. Primero porque en esas Comunidades discursos nacionalistas suele haber muchos, y además a la hora de la verdad pueden encontrarse con que sus agrupaciones tienen tanta vida propia, que funcionan independientemente, se declaran soberanas (Si lo son las regiones porque no ellas) y apenas se pueden considerar parte del partido nacional al que dicen pertenecer. Lo que está ocurriendo en Cataluña es buena muestra de ello.
Segundo, porque lo que, según piensan, les puede proporcionar votantes de esas Comunidades, tal vez se las quite en mayor medida en otras; sus potenciales votantes de Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha, etc, (las Comunidades realmente necesitadas y peor dotadas) no verán con muy buenos ojos cómo su formación política, teóricamente de izquierdas, se coloca a favor de las Comunidades ricas y en el bando de los que pretenden romper la corriente de solidaridad necesaria y lógica dentro de un mismo Estado. Difícilmente se pueden mantener 17 discursos diferentes, uno para cada Autonomía.
republico.com 15-9-2017