“Por lo que he visto estos días, los tiempos en que podíamos fiarnos completamente de los otros están llegando a su fin”. Son palabras de Merkel y se refiere a las jornadas de las reuniones de la OTAN y del G-7 celebradas al final del pasado mes y en las que resultó palpable el desacuerdo con Trump. “Y por ello solo puedo decir -continuó afirmando la canciller- que nosotros los europeos debemos ser los dueños de nuestro propio destino”.
No deja de ser curioso que Merkel se vuelva ahora hacia Europa, después de haber sido Alemania la que ha ido colocando obstáculos una y otra vez a todo intento de una mayor integración. La razón hay que buscarla en que los desacuerdos y ataques de Trump se dirigen precisamente contra la línea de flotación del país germánico. No solo ha incidido sobre la desigual distribución de los gastos de la OTAN y, por lo tanto, sobre la exigencia de que los países europeos, especialmente Alemania, incrementen su participación, sino también sobre un tema recurrente que a los alemanes les pone especialmente nerviosos, su ingente superávit comercial, que crea graves problemas no solo en Europa sino también en la economía mundial.
Las palabras de Merkel han sido consideradas por algunos como un cambio de postura y surgen rumores acerca de que estaría dispuesta a aceptar, tras las elecciones de septiembre, una cierta flexibilidad en los vetos que hasta ahora ha mantenido. Pero esos mismos rumores avanzan que Alemania exigiría a cambio que el actual presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, sea el sucesor de Draghi en la presidencia del Banco Central Europeo, lo que al final sería un mal negocio para el resto de los países, especialmente para los del sur, ya que esta institución es el mejor instrumento para forzar a los Estados miembros e imponerles una determinada política.
Fue el BCE el que torció la voluntad del Gobierno de Syriza y del pueblo griego manifestada en referéndum y el que obligó al país heleno, mediante la restricción de la liquidez a los bancos, a someterse a todas las condiciones del tercer rescate, por más gravosas que estas fueran. Y ha sido el BCE, bajo el mandato de Draghi, la única institución con suficiente fuerza para despejar en los mercados las dudas que existían sobre el euro, aunque haya sido provisionalmente y las incertidumbres continúen y cada vez con más fuerza. Y, por último, es el BCE del que depende la estabilidad de las economías endeudadas de los países del Sur, cuyos gobernantes son conscientes de que en la Unión Monetaria necesitan de su respaldo para que sus países no se precipiten en la insolvencia.
Dejar el BCE en manos del presidente del Bundesbank sería un paso atrás de graves consecuencias, ya que nunca ha ocultado su oposición y reticencias a las medidas adoptadas por Draghi. Sería desandar los únicos pasos que hasta ahora se han dado para evitar la catástrofe en la Eurozona, teniendo en cuenta que Alemania siempre se ha negado a cualquier integración en materia fiscal y presupuestaria que implique transferencias de recursos o mutualización de riesgos entre países.
Por otra parte, las palabras de Merkel son, como siempre, ambiguas y no hay nada que indique que esté dispuesta, ni ahora ni después de septiembre, a transformar la Unión Monetaria en una unión política, con impuestos, presupuesto y tesoro propios, capaz de actuar como un auténtico Estado. Es cierto que cada vez cunde más en todos los ámbitos el convencimiento de que la situación de la Eurozona es insostenible y que no puede permanecer; que se precisan reformas en profundidad si se quiere subsistir. El mismo Draghi se ha pronunciado con frecuencia acerca de que la política monetaria no basta; pero, a la hora de concretar, la Eurozona parece haberse convertido en la torre de Babel en la que cada uno está pensando en reformas diferentes.
Hace tiempo que la Comisión viene amagando sobre la necesidad de ciertos cambios en la línea de una mayor integración, pero lo hace con tanta mesura, parsimonia y cuidado de no ofender a Alemania que nunca llegan a ponerse en práctica, y si al final se implantan es después de desnaturalizarlas y convertirlas ya en inservibles. Acaba de presentar un informe en esa línea, titulado “Papel de reflexión sobre la profundización de la unión monetaria y económica”. Una vez más, se queda en un discurso etéreo y sin concreción y por lo tanto sin virtualidad práctica.
Las propuestas a corto plazo (de aquí a 2019) no presentan demasiadas novedades e inciden sobre medidas ya en marcha que se han ido retrasando, como la unión bancaria en la que, mientras que el poder de supervisión se ha transferido al BCE, la responsabilidad y el posible coste de las insolvencias, a pesar de haberse prometido al principio lo contrario, continúa en los países miembros. La única novedad radica en un engendro que han denominado Sovereign Bond-backed Securities (SBBS), que consiste en empaquetar deuda de varios países con distinto tipo de solvencia, pero sin que suponga mutualización de riesgos, puesto que cada miembro responderá de su endeudamiento. Se cae en la ingenuidad de creer que así se engañará a los mercados.
Las propuestas a largo plazo se plantean nada menos que de cara a 2025 (a largo plazo, todos muertos o disuelta la Unión Monetaria) y están descritas con total ambigüedad y generalidad, que las convierten en poco significativas. No se atreven ni siquiera a hablar de verdaderos eurobonos. La propuesta de un tesoro europeo es un canto al sol, porque lo importante no consiste en crear una institución más, sino en las competencias y los medios con los que se la dote. El problema del presupuesto comunitario radica principalmente en su escasa cuantía, que impide cualquier actividad u objetivo que se pretenda acometer, y de eso no se dice nada, ni de su incremento ni del establecimiento de recursos propios; al menos no se cuantifica. Esa insuficiencia de recursos del presupuesto comunitario es uno de los condicionantes que invalida la propuesta de un instrumento de estabilización macroeconómica; el otro -y quizás más importante-, la huida de todo lo que signifique transferencias entre los países miembros. En estas circunstancias es un espejismo el proyecto de creación de un fondo de desempleo europeo, tanto más cuanto que se supedita a la convergencia en las cuestiones laborales.
A pesar de la insuficiencia e indeterminación del documento no hay demasiada duda de que tendrá la oposición de Alemania, sobre todo si pretenden que pase de las musas al teatro. Pero entonces, ¿cuál ha sido la pretensión de Merkel al querer ponerse al frente de Europa y clamar por un destino común europeo frente a EE. UU? Intenta utilizar para su conveniencia como siempre a la Unión Europea. En primer lugar, ante la exigencia de Trump de mayor aportación a la OTAN, que afecta de forma notable a Alemania, este país intenta mutualizar los gastos de defensa como antes ha pretendido hacer con el problema de los refugiados. El veto a la mutualización no funciona, todo lo contrario, se defiende ardorosamente, cuando es a favor de Alemania.
En segundo lugar, y sin duda lo más relevante para Alemania, trata de defender su política exportadora que tan bien le ha venido a su economía, pero que ha puesto contra las cuerdas a muchos países europeos y que se ha constituido en un grave problema para toda la economía internacional. Detrás de la crisis de los Estados del Sur se encuentra el superávit comercial de Alemania. Este excedente, que se hace mayor cada año, ha perjudicado en primera instancia a los países miembros de la Eurozona, pero se ha trasladado al exterior y, al margen de sus excentricidades y disparates en esta materia, Trump tiene razones para quejarse. Lo que resulta irónico, y sin embargo lógico, es que Alemania pretenda escudarse en la Unión Europea. Puesto que es el euro -y que el euro sea la moneda no solo del país germánico sino de otra serie de países- lo que permite a Alemania tener una divisa infravalorada. De existir, la cotización del marco sería bastante superior a la de la moneda europea.
Desde el comienzo de la crisis Alemania mira más al Este que a Occidente; más, por ejemplo, a China y a Rusia que a Estados Unidos. Pesan más las razones económicas, salvar su estrategia de crecimiento basado en las exportaciones, que las políticas. Muchos alemanes manifiestan que para mantenerla Alemania ya no necesita a Europa, tiene a los países emergentes. A la vista está que Merkel no es de tal opinión. Sabe que para que la divisa alemana no se aprecie precisa del anclaje en la Unión Monetaria. Lo que no es consecuente es que si Alemania es la gran beneficiaria de la moneda única no esté dispuesta a hacer concesiones para defenderla.
Guste o no, hoy se comienza hablar de nuevo de la cuestión alemana. Muchos se preguntan si Alemania no ha vuelto a los hábitos que adoptó desde 1871 hasta 1945. Está claro que en el campo geopolítico, no, pero ¿y desde el geoeconómico? Hans Kundnani en su interesante libro “La paradoja del poder alemán” afirma que sí. Y no conviene olvidar que en las coordenadas actuales la economía manda mucho más que la política.
Republica.com 9-6-2017