La semana pasada, desde este diario digital, me refería yo a las distintas formas que puede adoptar el proteccionismo y a cómo en los tiempos actuales casi todos los gobiernos han escogido la fórmula más cruenta para las clases bajas y medias, la de la devaluación competitiva, esto es, defender la competitividad de la economía nacional por el procedimiento de abaratar los costes laborales, sociales y fiscales de las empresas y del capital. Señalaba también cómo los damnificados por estas políticas se revuelven contra la globalización y la libertad total de los mercados, con lo que el fantasma de otros tipos de proteccionismo es sentido como una amenaza por la política oficial y por los mandatarios internacionales.
El discurso de Trump durante la campaña electoral fue capaz de aglutinar muchos de los votos de aquellos que estaban hartos de la deslocalización y de ver sus salarios reducirse o al menos no crecer en la misma medida que la economía. Su eslogan de “América primero” y sus promesas de dificultar las importaciones de productos mediante el establecimiento de aranceles tuvieron eco en millones de ciudadanos. No obstante, siempre ha existido la duda de si, una vez en el gobierno, cumpliría su palabra.
Su secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, y el director de Economía Nacional, Gary Cohn, presentaron la semana pasada a la prensa la tan esperada reforma fiscal, toda ella contenida en un solo folio, señal inequívoca del grado de imprecisión con el que se propone, pero suficientemente explícita para mostrar:
Primero, que el discurso de la Administración Trump da un profundo giro, abandona la idea de establecer medidas proteccionistas de corte clásico dificultando las importaciones y se vuelve hacia ese otro proteccionismo basado en rebajar los costes a los empresarios, en este caso, las cargas fiscales.
Segundo, que constituye la mayor rebaja impositiva planteada en la historia, al menos reciente, de EE.UU, dirigida sin ninguna duda a beneficiar a las clases altas y a las empresas, lo que deberá compensarse con una notable reducción de los gastos públicos, concretamente en los de carácter social.
Entre otras medidas, se propone reducir de siete a tres el número de tramos del impuesto personal sobre la renta, disminuyendo también el tipo marginal máximo al 35%. Se elimina el impuesto de sucesiones que deben pagar en la actualidad las herencias superiores a 5,5 millones de dólares. Se baja el tipo federal del impuesto de sociedades del 35 al 15% y se facilitará la repatriación de los beneficios (estimados en 2,6 billones de dólares) de las multinacionales americanas embalsados en el extranjero, estableciendo un único gravamen del 10%.
Como se puede observar, todas las iniciativas van en la misma línea de aquellas reformas que desde los tiempos de Reagan han protagonizado los gobiernos neoliberales de todos los países. A los españoles nos resultan muy familiares, así como los motivos aducidos por el secretario de Estado: simplificar el sistema tributario y agilizar la carga de las clases bajas y medias.
En una primera estimación, el coste de la reforma se cifra en más de 2 billones de dólares en 10 años. Inicialmente se pensaba financiarla en buena medida mediante la eliminación del Obamacare y los ingresos derivados de los gravámenes sobre la entrada de productos exteriores. La reforma sanitaria descarriló en el Congreso, ya que sufrió incluso la oposición de parte del partido republicano. La idea de imponer aranceles ha quedado por el momento en punto muerto, quizás por la fuerte hostilidad de importantes poderes económicos. El riesgo, por tanto, de que el coste de la medida se traduzca en déficit público es muy amplio y puede concitar las suspicacias de las propias bancadas republicanas, que se oponen radicalmente a todo incremento del endeudamiento público. En tales circunstancias, Trump ha vuelto los ojos a Reagan y a la famosa curva de Laffer.
En noviembre de 1980, durante la campaña de las elecciones presidenciales estadounidenses, Ronald Reagan prometió bajar los impuestos, reducir el déficit fiscal e incrementar sustancialmente los gastos militares para combatir el imperio del mal, todo a la vez. Como se puede apreciar, la cuadratura del círculo. Algo similar pretende hacer en estos momentos la Administración Trump. Entonces fue Jack Kemp, director de la campaña de Reagan, quien ofreció la teórica solución, sacando del armario una teoría en forma de curva que un, hasta entonces casi desconocido, profesor de la Universidad de Stanford en California, Arthur Laffer, venía predicando: la bajada de impuestos no reduce la recaudación, más bien la incrementa.
La teoría, por supuesto, no funcionó, era una mera ilusión. Y el nuevo presidente, que había hecho campaña en contra del 2% que alcanzaba el déficit público en tiempos de Carter, lo incrementó de tal manera que en 1986 representaba el 6 % del PIB. A pesar de ello, a partir de entonces todos los gobiernos que han implantado una reforma fiscal regresiva han acudido a la popular curva como medio de demostrar que no va a tener un efecto apreciable sobre el déficit público. Trump no podía ser una excepción, sobre todo cuando le han fallado, al menos por ahora, las otras dos formas previstas de financiación, y sus enviados Mnuchin y Cohn indicaron en la rueda de prensa que las medidas incrementarían la tasa de crecimiento económico del 2 al 3 % y crearían millones de puestos de trabajo, con lo que la recaudación no se resentiría.
No deja de ser llamativo que a los defensores de la curva de Laffer nunca se les haya ocurrido realizar el razonamiento a la inversa. ¿Por qué no incrementar las pensiones o las prestaciones de desempleo en el bien entendido de que su impacto positivo sobre la actividad conllevaría un incremento de la recaudación impositiva de manera que el déficit se mantendría constante? Se habría encontrado la piedra filosofal. La razón de esta ausencia se encuentra en que el verdadero objetivo de tales reformas es el beneficiar a las empresas y a las rentas altas incrementando la desigualdad. Eso sí lo consiguió la reforma de Reagan y es seguro que también lo conseguirá la de Trump, si por fin se lleva a cabo.
La Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO) elaboró en febrero de 1990 un informe en el que llegaba a la conclusión de que, a pesar de toda la retórica acerca de las rebajas impositivas supuestamente generales o lineales, en la década de los ochenta los impuestos no se habían reducido para la mayoría de la población. Cuando se realizó el estudio, nueve de cada diez familias americanas dedicaban una parte mayor de su renta a pagar impuestos que antes de la llamada «reducción fiscal del lado de la oferta». Únicamente el 10% más rico de la población había disfrutado desde 1977 de menores impuestos, y dentro de este grupo había sido el 1% de mayores ingresos el verdaderamente agraciado. Para este 1%, el tipo efectivo del impuesto sobre la renta descendió en 15 puntos porcentuales con respecto al aplicable si hubiese estado vigente el sistema fiscal de 1977, actualizado por la inflación. En concreto, esto significaba que en 1990, por término medio, cada uno de estos contribuyentes se beneficiaba con respecto a 1977 de una rebaja fiscal del 36 % (82.196 dólares).
Los ciudadanos americanos, toda esa clase media y baja que ha votado a Trump, ya saben lo que les espera si su reforma fiscal tiene éxito.
republica.com 5-5-2017