En días pasados con ocasión de las Jornadas de primavera del FMI se reunieron en Washington los ministros de Economía y los presidentes de los Bancos Centrales del G-20. Sobre estos foros sobrevolaron como pájaros de mal agüero el Brexit y la posible aplicación de las fanfarronadas que Trump lanzó en la campaña electoral y que continúa manteniendo en la actualidad. Ambos factores se inscriben dentro de lo que el FMI y el discurso hasta ahora oficialmente hegemónico en la escena internacional consideran graves amenazas a la marcha futura de la economía mundial.
Así y todo, el FMI en sus previsiones de primavera ha elevado la tasa de crecimiento mundial previsto y ha concedido al Reino Unido el privilegio de ser el país entre los desarrollados cuyas previsiones de crecimiento para 2017 se han revisado más al alza -0,5 puntos-, con lo que, al menos implícitamente, se desmiente que el efecto del Brexit vaya a ser tan catastrófico para su economía como se pensaba, al menos en 2017. El Fondo considera que el efecto se trasladará a 2018 y siguientes. Puede ser, sin embargo, que según se vayan acercando esos años se reconozca que todo ha sido un espejismo y que tampoco en ellos el resultado acabe siendo tan negativo.
Respecto al nuevo Gobierno estadounidense, el G-20 no sabe a qué carta quedarse. La mayoría de los participantes piensan que hoy por hoy las amenazas de Trump han quedado solo en palabras y confían en que no aplique su programa electoral, al menos en todo lo que hace referencia a las restricciones a los mercados. El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, que ejerció de anfitrión, puesto que Alemania ostenta la presidencia rotatoria, quiso transmitir un mensaje de tranquilidad y manifestó su confianza en que primará el entendimiento y en que no habrá confrontación en materia de comercio con EE.UU. en la próxima cumbre que se celebrará este verano. Nadie quiere creerse -y menos que nadie Alemania, la gran beneficiaria de la situación actual- que Trump vaya a cumplir sus promesas de la campaña electoral, pero lo cierto es que la condena al proteccionismo desapareció del comunicado final en la pasada cumbre por la oposición de EE. UU.
En ese intento por desembarazarse de estos fantasmas son muchos los que quieren ver una diferencia entre el comercio justo que proclama todos los días Trump y las políticas proteccionistas. La misma Christine Lagarde en una entrevista concedida a varios medios se afianzaba en esta idea: “Cuando EE. UU. pide comercio justo algunos traducen automáticamente: ¡Oh, riesgo de proteccionismo! Pero la idea de un comercio libre, justo y global, va en la buena dirección. En las reuniones de primavera del FMI hay que sentarse y discutir qué es comercio justo”. Lo cierto es que Trump parece que tiene muy claro, si no lo que es, sí lo que no es. Arremete fuertemente contra Alemania y China por el ingente superávit en la balanza de pagos por cuenta corriente que ambos países mantienen, en especial Alemania, y considera insostenible esa situación, además de perniciosa para los intereses de EE. UU. y de sus ciudadanos.
En este asunto a Trump no le falta razón. El 17 de noviembre del año pasado mantenía yo en este diario digital que todos somos proteccionistas, ya que hay muchas formas de serlo. El proteccionismo no se reduce exclusivamente a establecer contingentes y aranceles. Las contiendas comerciales pueden adquirir también la forma de una guerra de divisas. El actual presidente de EE. UU. acusa a China y a Alemania de obtener beneficios al mantener un yuan y un euro artificialmente devaluados frente al dólar. La primera, por el especial control de la economía que ejerce el gobierno de Pekín, y la segunda, por ser también la moneda de todos los componentes de la Eurozona, lo que origina que para la economía alemana el tipo de cambio esté infravalorado, mientras que permanece sobrevalorado para casi todos los demás miembros.
Pero existe otro tipo de proteccionismo mucho más sibilino pero que practican casi todos los países, el de obtener competitividad frente al exterior no mediante el incremento de la productividad, sino por el abaratamiento de los costes sociales, laborales y fiscales (una especie de devaluación interior), lo que incrementa la desigualdad. No es extraño por lo tanto que los que se sienten perjudicados aboguen por otro tipo de proteccionismo que no recaiga sobre sus espaldas. Los mandatarios internacionales empiezan a vislumbrar el problema. Aunque parezca paradójico, el FMI lo viene insinuando desde hace ya tiempo, colocando la desigualdad social como el mayor peligro de cara a la globalización y a los mercados internacionales.
Schäuble destacó en la reunión del G-20 la necesidad de defender lo que denominó un nuevo crecimiento “inclusivo”, que no excluya a amplias capas de población de las ventajas resultantes del crecimiento económico y que espante, por consiguiente, el fantasma de las guerras comerciales. «Mucha gente siente que no se beneficia del crecimiento y la globalización, tenemos que encararlo. De lo contrario, veremos más proteccionismo», afirmó. Este proteccionismo, añadió, “sería nefasto para la economía mundial”. Se le olvidó decir que especialmente para Alemania.
La incongruencia, sin embargo, se manifiesta en que los mandatarios no renuncian a la política que causa la desigualdad y en que parecen esperar que se reduzca de manera espontánea y sin corregir ninguna de las medidas que la han ocasionado. Alemania y otros países del norte de Europa no están dispuestos a enmendar su superávit exterior, que tanto daña a otros países de la Eurozona y que obliga en cierta medida a sus gobiernos a instrumentar políticas muy duras para sus ciudadanos, en particular para las clases bajas. El FMI, que lleva tiempo denunciando el peligro que para la economía mundial puede representar el incremento de la desigualdad, continúa aconsejando la misma política y las mismas medidas que la causan.
La propia Christine Lagarde en la entrevista citada, tras alabar al Gobierno español por la política realizada y las reformas acometidas, amén de ponderar los esfuerzos que han hecho los españoles, plantea, con la excusa de la dualidad del mercado de trabajo, la necesidad de una nueva reforma laboral que, por supuesto, significaría una nueva vuelta de tuerca en contra de los derechos de los trabajadores.
Nuestro país, ciertamente, presenta en la actualidad una tasa de crecimiento, junto con EE. UU. y Gran Bretaña, de las más altas de los países desarrollados, y ha cerrado 2016 con un superávit de la balanza de pagos por cuenta corriente del 2%, dato en extremo importante si queremos ir amortizando la deuda externa. Pero todo ello se ha debido, aparte de a factores externos como el abaratamiento del petróleo, al profundo sacrificio de una buena parte de la población. Sangre, sudor y lágrimas. En el futuro es totalmente improbable que se produzcan los mismos factores exteriores, más bien su evolución será la contraria; ni tampoco los ciudadanos estarán dispuestos a someterse al mismo grado de padecimientos; Es lógico que reclamen otro tipo de proteccionismo del cual no sean ellos las victimas.
Se quiera o no, un cierto proteccionismo, por mucho que hoy su solo nombre haga temblar al pensamiento económico oficial, se irá imponiendo. Una porción importante de la población de los países desarrollados concibe ya la globalización como una carga de la que hay que huir. En las elecciones presidenciales francesas celebradas el pasado fin de semana, más del 40% de los franceses votaron a formaciones que, aunque mantienen posiciones antagónicas en otros temas, coinciden en rechazar la globalización y la UE. Ante esta perspectiva, son muchas las voces que comienzan a proclamar que si se quiere controlar la situación, los beneficios deben repartirse. En realidad es un brindis al sol. Empresa imposible. Al margen de las buenas intenciones, en la propia esencia de la globalización y de la libertad absoluta de los mercados se encuentra incrementar la desigualdad. No puede ser otro el resultado cuando el poder político democrático abdica de sus competencias y concede la supremacía a los mercados.
Republica.com 27-4-2017