El Banco de España ha publicado recientemente un dato de sumo interés que, sin embargo, ha pasado desapercibido. El saldo de la balanza por cuenta corriente en 2016 ha tenido signo positivo, casi el 2% del PIB. Su relevancia se encuentra en que ha sido precisamente el comportamiento negativo de esta variable el que nos ha precipitado a la crisis. Nuestro déficit exterior fue creciendo progresivamente de 2000 a 2008 hasta alcanzar en este último año cerca del 10% del PIB, cifra a todas luces temerario. La acumulación durante este periodo de saldos negativos se tradujo en un desorbitado endeudamiento exterior, haciendo extremadamente vulnerable nuestra economía a los movimientos de los mercados.
Una condición imprescindible para que España saliese de la recesión era cerrar esta brecha que estaba en el origen del problema. Lo primero era evitar que el endeudamiento continuase creciendo. La tarea no se presentaba fácil, puesto que la pertenencia a la Unión Monetaria (UM) nos impedía devaluar la moneda, que es la forma normal de equilibrar la balanza de pagos. Este camino estaba cerrado, por lo que las autoridades europeas y el Gobierno español dirigieron la mirada a la única vía posible en esas circunstancias, la de la devaluación interna.
Tengo que reconocer que era bastante pesimista sobre la eficacia de esta política y la posibilidad de equilibrar la balanza de pagos acudiendo únicamente a dicho procedimiento. Pero lo cierto es que ha funcionado; otra cosa muy distinta es el coste que ha habido que pagar por ello. Hay que admitir que un superávit en la balanza por cuenta corriente del 2% del PIB es un dato positivo desde el punto de vista macroeconómico, ya que asegura que al menos a corto plazo el sector exterior no va ser un factor de distorsión que estrangule el posible crecimiento.
Pero la corrección no ha sido gratuita. Como ya se ha señalado, no se ha conseguido por devaluación del tipo de cambio sino por devaluación interna, y esta tiene efectos infinitamente más negativos que la primera. Aun cuando se suele afirmar que consiste en la deflación de precios y salarios, lo cierto es en la práctica, dado que nos movemos en una economía de mercado -en la que, por supuesto, los precios no pueden ser intervenidos ni limitados los beneficios empresariales- todo se reduce a disminuir salarios. El planteamiento era de esperar. Fue uno de los motivos por los que algunos estuvimos en contra de la UM desde sus inicios. Preveíamos que en cuanto comenzasen las dificultades, que sin duda iban a surgir, el ajuste recaería principalmente sobre los trabajadores, y que la imposibilidad de devaluar la divisa, unida a la libre circulación de capitales, constituiría un arma letal en contra del Estado social y de los derechos laborales.
La ventaja de la devaluación de la moneda es que perjudica a todos por igual y modifica únicamente la relación de precios interiores frente a los exteriores, pero deja intactos los precios relativos (incluyendo los salarios) en el interior. Todos se empobrecen en la misma medida frente al extranjero, pero no experimentan ningún cambio relativo en su capacidad económica respecto a los otros agentes internos.
La deflación competitiva, por el contrario, resulta totalmente injusta, ya que distribuye el coste de una manera desigual y caótica: afectará exclusivamente a los salarios y a aquellos empresarios, principalmente los pequeños y que carezcan de defensa, mientras que las grandes empresas que actúan en sectores donde la competencia no existe no solo no asumirán coste alguno, sino que incluso verán incrementar sus beneficios. Tampoco todos los salarios se comportarán de la misma manera ni se reducirán en la misma cuantía.
La comprobación empírica de lo dicho anteriormente la encontramos al ver cómo el coste de la actual crisis, por ejemplo en España, se ha repartido de manera asimétrica y desigual. La reducción de precios se ha conseguido a base de rebajar los salarios en un porcentaje mucho mayor. Los costes laborales unitarios en términos reales han descendido de forma continua, de manera que la distribución de la renta ha evolucionado en contra de la remuneración de los asalariados y a favor del excedente empresarial.
Paradójicamente, fue Milton Friedman el que ya en un texto escrito en el año 1958 y citado por Paul Krugman recientemente explicaba con una comparación curiosa lo difícil que resulta sustituir la devaluación de las divisas por la deflación de precios y salarios: “La defensa de los tipos de cambio flexibles es, por curioso que parezca, casi idéntica a la del cambio de hora en verano. ¿No resulta absurdo cambiar el reloj en verano cuando se podría conseguir exactamente lo mismo si cada persona cambiase sus costumbres? Lo único que se precisa es que cada persona decida llegar a la oficina una hora antes, comer una hora antes, etc. Pero, obviamente, es mucho más sencillo cambiar el reloj que guía a todas estas personas, en lugar de pretender que cada individuo por separado cambie sus costumbres de reacción ante el reloj, por más que todos quieran hacerlo. La situación es exactamente igual a la del mercado de divisas. Es mucho más simple permitir que un precio cambie —el precio de una divisa extranjera— que confiar en que se modifique una multitud de precios que constituyen, todos juntos, la estructura interna del precio.”
El ejemplo es, desde luego, pertinente. Nadie estaría dispuesto a cambiar su horario, al menos si no está seguro de que todos los demás lo harán en la misma medida. Ningún trabajador aceptará de buen grado una bajada de salario si piensa que los precios y los otros salarios no se van a reducir en idéntica medida; y ningún empresario reducirá sus precios si puede no hacerlo. No hay certeza de que la devaluación interior consiga siempre el objetivo perseguido de modificar la relación de precios internos-externos, al menos en la cuantía necesaria, pero lo que parece seguro es que modifica los precios relativos interiores, incluyendo los salarios, y que cambia la redistribución de la renta de una manera caótica, injusta y regresiva.
Además, la deflación competitiva, a diferencia de la devaluación, no afecta a los activos ni a los pasivos. Estos no sufren ninguna modificación. Así que todos aquellos que poseen deudas ven cómo se incrementan respecto a sus salarios. Por el contrario, todos los que acumulan riquezas serán más ricos en términos relativos. El monto de la deuda frente al exterior no se reducirá (cosa que sí ocurre en la devaluación monetaria), lo que resulta muy relevante para los países del sur de Europa, incluyendo España, enormemente endeudados.
El hecho de que España haya conseguido equilibrar la balanza de pagos por cuenta corriente es una buena noticia, pero que lo haya tenido que hacer mediante la deflación interna implica el haber pagado un alto precio por ello en términos de equidad y dejar casi intacto el endeudamiento exterior, lo que alimenta la incertidumbre frente al futuro. La demanda interna, además, se puede resentir al haber deprimido los salarios y mantener casi constante el endeudamiento de las familias mediante tasas negativas de inflación.
republica.com 17-3-2017