El ministro de Hacienda compareció la semana pasada en el Congreso con la finalidad de anunciar el plan de actuación de su Ministerio para estos cuatro años de legislatura. Entre los objetivos del plan figura en primer lugar –cómo no- su propósito de bajar de nuevo los impuestos. La presión fiscal de España se sitúa a la cola de los países europeos: trece puntos nos separan de Francia y de Dinamarca, doce puntos de Bélgica, diez de Austria, Finlandia y Suecia; nueve de Italia, cinco de Alemania y hasta países como Grecia, Portugal, Hungría, Ucrania o Serbia presentan cifras más elevadas de presión fiscal. Pues bien, a pesar de esta evidencia, se continúa reclamando una bajada de impuestos, y el Gobierno y parte de la oposición se muestran dispuestos a dar gusto a la porción de la población que crea opinión y que sin duda resulta beneficiada por la reducción de la fiscalidad.
Esta insuficiencia recaudatoria, como no podía ser menos, tiene su traducción en todas las partidas del gasto público y, por lo tanto, en el gasto social que en porcentaje sobre el PIB coloca a nuestro país en el puesto 17 de la Unión Europea, a siete u ocho puntos de Francia, Finlandia y Dinamarca, y por debajo, entre otros, de Austria, Italia, Suecia, Grecia, Eslovenia, Bélgica y Alemania. Estos datos son tanto más significativos en cuanto que España tiene un nivel de paro mucho más elevado que todos estos países, excluyendo a Grecia, y por consiguiente tendría que dedicar al seguro de desempleo mayores recursos. Pues bien, el ministro de Hacienda declara que en cuanto las finanzas públicas se hayan saneado y exista remanente, dedicará más fondos no a la educación ni a la sanidad ni a aumentar la cobertura del seguro de desempleo o a conseguir que los pensionistas no pierdan poder adquisitivo. Nada de eso. Lo único que Montoro promete es bajar los impuestos.
En materia de pensiones han comenzado a visualizarse las consecuencias de la fatídica ley aprobada en la legislatura pasada según la cual los pensionistas irán perdiendo año tras año poder adquisitivo. En un laxo no demasiado largo de tiempo, cualquier pensión va a verse sometida a una merma considerable. Los pensionistas sufren de este modo un cierto expolio. Con la inflación, los ingresos del Estado se actualizan (se incrementan) de forma automática y lo lógico sería que las pensiones mantuviesen el mismo recorrido. Pero es esto precisamente lo que se modifica con la Ley citada. Hacienda aprovechará esta mayor recaudación en términos nominales, que proviene del incremento de los precios, no a mantener el nivel de las pensiones (en euros constantes) sino a otras finalidades, por ejemplo a bajar los impuestos. Se despoja así a los jubilados de parte de su pensión (en términos reales) para destinar esos recursos a otros colectivos.
Aunque en teoría casi todo el mundo reprueba los gastos fiscales y las exenciones, lo cierto es que en la práctica se recurre a ellos con toda presteza como la solución más fácil, cada vez que se pretende incentivar una actividad aun cuando no esté nada clara su eficacia. Montoro anunció también en el Congreso que piensa propiciar el retraso en la edad de jubilación concediendo beneficios fiscales. Se supone que el ministro considera que la medida puede resultar beneficiosa para el fisco, porque el posible deterioro en la recaudación por los incentivos fiscales sería más que compensado por el ahorro en el pago de las pensiones.
El argumento anterior es incompleto y parece mentira que el Gobierno no sea consciente de que las cuentas cambian radicalmente si estamos en presencia de un elevado nivel de paro. La prolongación de la vida laboral tendrá como resultado incrementar el número de parados y por ende el gasto en seguro de desempleo, a no ser que lo que el Ejecutivo se proponga sea reducir la cobertura y abandonar una cada vez mayor proporción de desempleados a su suerte, a la marginación y a la miseria.
Paradójicamente, todo lo que implique rebaja de impuestos ha adquirido buena prensa y goza de un plus en la valoración de la opinión pública. Pero lo cierto es que casi todas estas medidas son perjudiciales para la mayoría de la población: a) A la disminución de impuestos directos le suele seguir el incremento de gravámenes indirectos, o de tasas, con lo que el sistema fiscal se hace más regresivo; b) los recursos que se dedican a la minoración de los impuestos tienen su coste de oportunidad, no pueden orientarse a otras aplicaciones (sanidad, educación, pensiones, etc.) con mayor provecho para las capas de población más numerosas y de rentas bajas y medias; c) las rebajas de los impuestos directos, por su mismo carácter, son tanto mayores cuanto mayores son las rentas del sujeto pasivo; d) el gravamen para los trabajadores en el impuesto sobre la renta se materializa casi en su totalidad en retenciones sobre el salario y, al ser considerado este por los empleados a menudo en términos netos, se produce un cierto espejismo fiscal. La bajada de impuestos es compensada por una reducción o un menor incremento de las retribuciones, con el consiguiente traslado del beneficio a los empresarios.
Desde hace por lo menos 25 años nuestro sistema fiscal ha sido sometido a múltiples reformas fiscales, todas en la misma línea, con reducción de los impuestos directos (IRPF, sociedades, patrimonio y sucesiones) e incremento de los indirectos, cumpliéndose así, todo lo descrito en el párrafo anterior. El resultado de ellas se refleja en la insuficiencia de nuestro sistema tributario; parece por ello increíble que lo único que se le ocurra al Gobierno sea prometer nuevas bajadas de impuestos. Esperemos que la carencia de mayoría absoluta le impida cumplir esta promesa.
Republica.com 20-1-2017