VIVAN LOS CHORIZOS, SI SON CULÉS
Estamos ya acostumbrados a que los delitos fiscales no tengan la correspondiente sanción penal y -lo que es aún peor- tampoco la social, sobre todo si se trata de un personaje famoso; pero la actitud adoptada en el caso Messi por el Fútbol Club Barcelona excede todos los límites de la indignidad. Tras la condena a veintiún meses de cárcel al futbolista por la Audiencia Provincial de Barcelona, el club azulgrana ha lanzado una campaña bajo el poco afortunado eslogan de “Messi somos todos”. La realidad es muy otra, ya que muy pocos son los que pueden ser Messi y cobrar esas cantidades astronómicas que percibe el futbolista y que le permiten robar al fisco, es decir a todos los españoles, 4,1 millones de euros.
Porque el quid de la cuestión se encuentra en que Messi, y otros muchos messis, están robando a todos los ciudadanos y ponen en peligro sus empleos, la salud de sus familias, la educación de sus hijos, el cuidado de sus ancianos y tantos y tantos servicios más que peligran por la insuficiencia de recaudación. Y frente a esto se alzan posturas como las del Barcelona, que pretende que esos mismos ciudadanos a los que el fraude fiscal de tantos messis está perjudicando gravemente salgan a la calle con pancartas en defensa de los que les atracan, y proclamen la injusticia de la sentencia por el único motivo de que el condenado es culé.
Lo grave es que puede que lo consigan, y que sean muchos los papanatas que se crean el infundio y que consideren al delincuente como víctima. Es de sobra conocido el elevado grado de sectarismo que a menudo se concentra en los clubs de futbol, en los que los seguidores se identifican con el equipo hasta extremos poco racionales. Se dice que el Barcelona es algo más que un club. Ese plus es el nacionalismo, de manera que se dobla el sectarismo, sectarismo al cuadrado. Solo ese duplo de fanatismo puede explicar -que no justificar- una postura tan ilógica, postura a la que por otra parte nos tienen tan acostumbrados los nacionalistas catalanes que pretenden ocultar la corrupción y esconder ciertos delitos bajo el falaz pretexto de que el resto de España ataca a Cataluña. La historia es antigua. Comenzó allí, en la plaza de Cataluña, cuando Jordi Pujol se envolvió en la señera para librarse de ser procesado por sus trapicheos en Banca Catalana, y ha continuado a lo largo de estos cuarenta años con la complicidad de todas las fuerzas políticas de Cataluña y del resto de España.
El Barça ha aprendido bien la lección y habla de la judicialización del deporte, al igual que otros se refieren a la judicialización de la política, pero lo cierto es que lo único que se somete a la acción de los tribunales es la delincuencia y la transgresión de la ley. La defensa de Messi por el Barcelona no es desde luego desinteresada, está conectada con la propia autodefensa del Club inmerso en no sé cuántos procesos judiciales, de los que se está librando en todos los casos a base de dinero. Y es aquí donde radica la auténtica vergüenza, en que los delitos económicos, y especialmente el delito fiscal, llamado ahora delito contra la Hacienda Pública, se terminen saldando simplemente con el pago de la cantidad defraudada y una pequeña multa, sin que los delincuentes pisen la cárcel.
El problema fiscal de nuestro país no está en la cuantía del gasto público, uno de los más reducidos de Europa, sino en el escaso nivel de ingresos, inferior también a la mayoría de los países europeos, y cuya causa hay que buscarla no exclusivamente pero sí de forma significativa en el fraude fiscal. Casi todas las formaciones políticas, a la hora de solucionar el problema de la recaudación, se centran en la defraudación fiscal. Este recurso, al menos como declaración, resulta más cómodo y conlleva un coste electoral menor para los partidos que plantear una reforma tributaria que, se mire como se mire, implicaría para muchos ciudadanos un incremento de la presión fiscal. Pero para erradicar el fraude no basta con decirlo y, desde luego, los distintos gobiernos no han mostrado hasta ahora demasiado interés en conseguirlo.
No es el momento de enunciar aquí un catálogo de medidas encaminadas a este fin, pero sí de citar dos fundamentales. La primera, incrementar la conciencia fiscal de la sociedad, haciendo conscientes a los ciudadanos de que el gran defraudador es un delincuente que atenta contra el bienestar social en mayor medida que otros muchos que se pudren años y años en la cárcel. El defraudador, y más si es famoso, debe sentir como cualquier delincuente la reprobación y el desprecio social sin que su popularidad, en el ámbito que sea, pueda servirle de coartada y de excusa, sino yo diría que más bien de agravante. De ahí que sean tan reprobables posturas como las del Fútbol Club Barcelona que pretende convertir un delincuente en héroe.
La segunda es garantizar la efectividad del delito fiscal, que se diferencia de la mera sanción administrativa en que conlleva penas de cárcel. Cuando el fraude se mueve en torno a cantidades elevadas, las sanciones administrativas, siempre pecuniarias y no demasiado altas, resultan inoperantes. La baja probabilidad de que la infracción sea detectada, contrapuesta a lo reducido de la multa, ofrece una esperanza matemática favorable a la defraudación. Casi siempre es rentable. Mientras todo se arregle con dinero la tentación de evadir de los grandes contribuyentes se mantendrá. Únicamente el miedo a ingresar en prisión, como cualquier otro ladrón, podrá actuar de elemento disuasorio.
El delito fiscal aparece en nuestro ordenamiento jurídico en 1977, como una de las contrapartidas de los Pactos de la Moncloa, pero lo cierto es que después de cincuenta años se encuentra casi por estrenar. Se pueden contar con los dedos de la mano los ciudadanos que han entrado en prisión por condenas derivadas exclusivamente de este tipo penal. En una sociedad garantista como la nuestra, en la que resulta difícil demostrar el dolo, siempre ha habido mil obstáculos e impedimentos, tanto más si el delito no está bien tipificado y si los jueces y fiscales participan de la permisividad de la sociedad a la hora de enjuiciar la gravedad del fraude.
A lo largo de estos casi cincuenta años muchas han sido las modificaciones que ha sufrido esta materia en el Código Penal. Sin duda, algunas de ellas tendentes a tapar agujeros que se habían venido detectando, pero, por una especie de maldición del destino, las propias medidas positivas se acompañaban siempre de otras que invalidaban el delito.
Así ocurrió en la reforma de 2012, que junto a aspectos claramente favorables, introdujo el punto 6 del artículo 305, que dispone que si el defraudador, en el plazo de dos meses desde su citación por el juez como imputado, reconoce judicialmente los hechos y paga la deuda tributaria verán reducidas las penas en uno o dos grados. Esto supone que aun tratándose del tipo agravado de fraude del artículo 305 bis y aunque la rebaja sea únicamente de un grado, la pena de prisión podría no superar los dos años (lo que implica que el delincuente no entra en la cárcel) y que la multa podría fijarse entre el 25 y el 50% de la cantidad defraudada, muy inferior a algunas de las sanciones señaladas por infracciones meramente administrativas en el artículo 191 de la Ley General Tributaria. Podría darse por tanto el caso de que alguien que solo hubiese cometido una infracción administrativa tuviese que hacer frente a una multa superior a la de un condenado por delito fiscal, que además no entra en prisión.
La guinda se ha producido en la reforma del mes de marzo del año pasado cuando mediante ley orgánica se introdujo en el Código Penal el artículo 308 bis que dispone que podrá suspenderse la ejecución de pena de prisión en los delitos contra la Hacienda Pública si se procede al abono de la deuda, añadiéndose que este requisito se “entenderá cumplido cuando el penado asuma el compromiso de satisfacer la deuda tributaria… y sea razonable esperar que el mismo será cumplido”.
Es decir, que los grandes defraudadores no deben preocuparse porque si tienen la mala suerte de ser detectados por la inspección de Hacienda (cosa nada probable) y ser acusados de delito fiscal, siempre pueden librarse de entrar en prisión, ingresando entonces lo defraudado o, incluso, si no les viene bien en ese momento, basta con que den su palabra de que, cuando tengan un rato, harán el pago correspondiente. Es más, siempre contarán con algún colectivo como el Club Barcelona y con algún medio de comunicación afín, que los convertirá en héroes y en contribuyentes modélicos.
República 22-7-2016