LA SOCIALDEMOCRACIA: DEL ÉXITO A LA MUERTE
En marzo de este año el profesor Gabriel Tortella declaraba a un diario digital: “La izquierda ha muerto de éxito en todo el mundo. La socialdemocracia ha vencido en toda línea. Todos los países modernos son socialdemócratas, aunque estén gobernados por partidos conservadores”. Esta aseveración, que se ha repetido en distintos ámbitos, habría tenido pleno sentido de haberse pronunciado en los años setenta, pero resulta absolutamente falsa en los momentos actuales.
La socialdemocracia se configuró como sistema intermedio entre el llamado socialismo real y el capitalismo salvaje del siglo XIX, contraponiendo el Estado social al Estado liberal. El liberalismo, partiendo de Montesquieu y de Rousseau, había establecido frente al Antiguo Régimen los derechos civiles y políticos, la división de poderes, el sometimiento por igual de todos ante la ley y el derecho de todos los ciudadanos a participar en los asuntos públicos; pero las condiciones económicas creadas con la división del trabajo y la Revolución industrial habían convertido todos estos derechos en papel mojado para la mayoría de los ciudadanos. La misma democracia estaba en peligro, porque la acumulación del poder económico en pocas manos concedía a una minoría suficientes medios y facilidades para falsear el juego político de manera que, tal como escribió Hermann Heller, bajo una máscara democrática, se establecía la más terrible de las dictaduras, la del dinero. Fueron muchas las voces que se levantaron frente a esta situación, proponiendo que el Estado liberal debería ser superado por un nuevo concepto político, el Estado social.
Si el Estado quería ser verdaderamente un Estado de derecho y democrático no tenía más remedio que ser también social, renegar del laissez faire e intervenir en el ámbito económico. Asumir, sí, la libre empresa y la economía de mercado, pero supeditarlas al interés general. El Estado social parte del hecho de que la economía no es un sistema espontáneo, perfecto y autorregulado, sino que necesita de la constante intervención, control y dirección estatales. Consiste, en definitiva, en aceptar el especial protagonismo de los poderes públicos en el proceso económico. En palabras de Karl Popper “El poder público es fundamental y debe controlar al poder económico”. Para ejercer su función, debe contar con todo tipo de instrumentos, incluyendo la intervención directa como empresario e incluso la reserva de sectores o recursos estratégicos. Es lo que en sus tiempos se denominó economía mixta, es decir, la existencia de un fuerte sector público empresarial capaz de servir de contrapunto al privado.
El Estado social asume también la necesidad de una función redistributiva que corrija el injusto reparto de la renta que realiza el mercado. Función redistributiva llevada a cabo mediante las prestaciones sociales y un sistema fiscal altamente progresivo. Keynes, desde la economía, vino a respaldar las tesis del Estado social, destruyendo el manido argumento de que la igualdad se opone al crecimiento. Más bien lo que demostraba la teoría económica es que el aumento de las desigualdades sociales, la acumulación del dinero y el funcionamiento desordenado de la economía y los mercados conducen a las crisis. Estaba muy cerca el ejemplo de 1929.
El Estado social fue el núcleo del discurso socialdemócrata, pero el miedo al comunismo, la lucha de las clases trabajadoras y las propias contradicciones del sistema liberal, hicieron que poco a poco fuera asumido también por las fuerzas conservadoras y que sus principios se incorporasen a todas las constituciones de los países capitalistas de Europa. La realidad económica y social en los países occidentales se modificó sustancialmente con respecto al escenario que imperaba en el siglo XIX. A principios de los años setenta se podía afirmar que gobernase quien gobernase el discurso socialdemócrata había triunfado en todos los países occidentales.
Pero, a partir de ese momento, la situación cambia y comienza un retroceso en ese proceso democratizador. Esa regresión tiene principalmente un origen político, ideológico. No obedece a ninguna causa objetiva o necesaria de devenir científico, tecnológico o económico, como a veces se nos quiere hacer ver, sino a la decisión tomada por las clases altas y los grupos sociales privilegiados de que se había ido demasiado lejos en el proceso de igualdad y democratización. El poder económico se subleva contra el poder político y el poder político abdica de sus competencias y funciones, y las transfiere al poder económico.
En los últimos cuarenta años, el capital ha dado jaque mate a los Estados nacionales, único ámbito en el que, mejor o peor, se habían establecido mecanismos medianamente democráticos, y en el que el poder político había impuesto límites y reglas a las desmedidas ambiciones del poder económico. Al renunciar los Estados a esos mecanismos de control, han renunciado al mismo tiempo a su soberanía y a las cotas de democracia alcanzadas, por pequeñas que fuesen. La desregulación de la economía y la eliminación de todo tipo de reglas, de manera que el capital funcione internacionalmente con total libertad, trasladan el verdadero poder más allá de las fronteras nacionales, a ámbitos carentes de cualquier responsabilidad política y democrática. Hace ya más de quince años que el renacido capitalismo -hijo del capitalismo liberal- se quitó la careta. En Davos, en el World Economic Forum, Tietmeyer, gobernador del todopoderoso Buba (banco central de Alemania), proclamó: “Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”. Pero ¿dónde queda entonces la soberanía popular?
Será quizás en el proyecto de Unión Europea donde aparezca de forma más clara el intento de insurrección del capital de los lazos democráticos. Los mercados, tanto los de mercancías como los de capital, son supranacionales, mientras los aspectos políticos quedan confinados en los Estados nacionales. A lo largo de todos estos años los distintos tratados han ido configurando un espacio mercantil y financiero único, sin que apenas hayan existido avances en la unidad social, laboral, fiscal y política. La libre circulación de capitales establecida en el Acta Única, en ausencia de armonización social, fiscal y laboral, colocaba ya contra las cuerdas al Estado social y a la socialdemocracia, pero ha sido la Unión Monetaria la que los condena a muerte y hace imposible su ejercicio. Al entregar la moneda propia, los Estados nacionales ceden también su soberanía sin que haya una unidad política democrática a nivel supranacional que la asuma.
Las negativas consecuencias que para el Estado social y la democracia iba a tener la Unión Monetaria resultaban evidentes, para cualquiera que estuviese dispuesto a verlo, desde el mismo momento de su diseño en Maastricht; pero si existía alguna duda ha desaparecido tras estos años de crisis, en los que se ha demostrado fehacientemente dónde radica la soberanía y cómo se tuerce la voluntad popular. Poco importa cuál sea el partido que gobierne, puesto que la política viene marcada desde Franfurkt o desde Bruselas. Por otra parte, la incapacidad de devaluar el tipo de cambio fuerza a los países a llevar los ajustes a los salarios. Unión Monetaria y libre circulación de capitales crean un espacio en el que, gobierne quien gobierne, resulta inviable la aplicación de la política socialdemócrata.
Si en el pasado fue la derecha la que siguió el camino de la socialdemocracia, en los últimos cuarenta años han sido los partidos socialistas los que han acompañado a los conservadores y a los poderes económicos en este camino de retroceso. Han aceptado presupuestos y asumido principios que entran en total contradicción con lo que fue el discurso socialdemócrata. Ellos mismos han cavado su propia tumba. Tony Blair en Gran Bretaña, Schröder en Alemania, Felipe González en España y tantos otros, han sido los causantes de la muerte de la socialdemocracia, aceptando un campo de juego en el que no puede funcionar.
La deserción de los partidos socialistas y los obstáculos para aplicar una política socialdemócrata han dejado un gran vacío en todos los países europeos. Las clases bajas y medias se resisten a aceptar el nuevo orden que las empobrece y las retrotrae a situaciones que creían felizmente olvidadas. Surgen movimientos y formaciones políticas que el stablishment engloba bajo una misma etiqueta: “populismo”. Aun cuando tienen características muy distintas, proponen soluciones diferentes y se encuadran en lugares antitéticos en el espacio político clásico de izquierdas- derechas, tienen un denominador común: reaccionar con fuerza en contra del nuevo marco económico creado, que pretenden romper. Frente a la presión obrera, la socialdemocracia sirvió en buena medida como instrumento para que el sistema capitalista (el liberal del siglo XIX y principios del XX) se adaptase y evitase su destrucción. ¿Sabrá reaccionar de la misma manera el actual capitalismo liberal depredador?
El mundo 05-07-2016