MANOS SUCIAS
Entre los múltiples casos de corrupción que inundan la actualidad española, la semana pasada nos ha obsequiado con el escándalo de Manos Limpias y de Ausbanc. Sin embargo, no creo que este descubrimiento haya sido especialmente sorpresivo. Concretamente en el caso de Ausbanc era un secreto a voces que se movía entre la presión y el chantaje; y no recientemente sino desde muchísimos años atrás, cuando era poco más que un chiringuito sin apenas estructura. Todo el que se haya movido por ámbitos financieros y periodísticos ha escuchado más de una vez la insinuación de su comportamiento cuasi mafioso.
Lo más interesante a considerar no es el caso en sí, del que los jueces dirán en su momento lo que crean conveniente, sino lo que podríamos llamar “daños colaterales”. Porque a río revuelto, ganancia de pescadores. El descrédito de ambas organizaciones se puede emplear para atacar una institución, tal como la de la acusación popular, que ha mostrado en múltiples ocasiones su eficacia. Los brochazos de trazos gruesos de tertulianos y comentaristas pueden terminar tirando al niño junto al agua sucia.
La acusación popular tiene profundas raíces en nuestra tradición jurídica. Surge unida a los primeros conatos del Estado liberal, en la Constitución de 1812, y se ha mantenido durante largos periodos, precisamente en todos aquellos en los que se acentuaba la democracia. Es cierto que se trata de una figura poco conocida en el Derecho comparado, pero no siempre lo foráneo es mejor que lo nacional. Junto con la institución del Jurado, compone la vía de participación de los ciudadanos en uno de los poderes del Estado, el judicial. Pero es que, además, supone un buen exponente de la consistencia del bien público y de cómo este no es algo etéreo, sino que afecta e incide en el bien de cada uno de los individuos que integran la comunidad.
Es por ello por lo que cuando se daña el bien común se perjudica el interés de todos y cada uno de los ciudadanos, y parece lógico habilitar a aquellos que lo deseen a ejercitar las acciones penales correspondientes. La acusación popular resulta más lógica y al mismo tiempo más útil en aquellos casos en los que el delito no se dirige contra una persona concreta y, por lo tanto, no hay ningún legitimado para ejercer la acusación particular. De no existir la acción popular, todo quedaría en manos del ministerio público.
Es por eso también por lo que la doctrina Botín resulta tan disparatada e inadmisible. Es difícil mantener que el delito fiscal no representa un robo a todos y a cada uno de los ciudadanos, y que cada uno de ellos no tiene derecho a defenderse con independencia de que la acción penal la ejercite o no también el abogado del Estado y el Ministerio Fiscal. La Agencia Tributaria resulta perjudicada tan solo en cuanto que es la encargada de la recaudación de los ingresos públicos, es decir, de todos los españoles.
Los delitos que hayan podido cometer Miguel Bernad y Luis Pineda no deben utilizarse para desprestigiar la figura de la acusación popular y mucho menos para orquestar una campaña en pro de su eliminación de nuestro ordenamiento jurídico. Cualquier institución puede utilizarse indebidamente. A nadie se le ocurre poner en tela de juicio la función de la fiscalía o de la judicatura porque determinados jueces o fiscales hayan sido acusados de prevaricación o de cohecho. Podrían ponerse miles de ejemplos. A menudo, el chantaje consiste en la omisión de denunciar un delito a cambio de una remuneración dineraria. Sería absurdo que para evitarlo se prohibiesen las denuncias.
Tampoco los procesamientos de Bernad y Pineda tienen por qué implicar a priori ningún cambio en la situación procesal de la Infanta. Esta será inocente o culpable según lo que se derive del juicio. Y mucho menos puede implicar una descalificación, tal como se ha pretendido hacer en alguna tertulia, de la actuación del juez Castro. Sus argumentos no pierden un ápice de rigor por las intenciones presuntamente bastardas de quienes ejercitan la acción popular.
Dicen que en el timo tan culpable es quien lo realiza como quien lo sufre. En la mayoría de los chantajes se produce algo similar. Si el que lo efectúa es un delincuente, el que lo sufre anda cerca porque algo vergonzoso o incluso delictivo pretende ocultar. Por eso hay que preguntarse qué sucede en nuestro sistema financiero cuando, según parece, las entidades financieras han estado padeciendo durante tantos años el chantaje de una organización relativamente pequeña, al menos en un principio, sin rebelarse ni denunciarlo. Incluso el tema se eleva de grado cuando el chantaje se dirige, como parece ser en el caso de UNICAJA, a un directivo, pero se paga con el dinero de la entidad. E incluso lo más grave consiste en que el resto del Consejo hace oídos sordos como si no se hubiese enterado.
Si Ausbanc, con el silencio cómplice de todos, ha llegado a desarrollarse tal como lo ha hecho, se debe a que ha sabido ocupar, aunque fuese mediante tácticas mafiosas, un lugar que los poderes públicos habían dejado vacío, el de la defensa de los clientes de las entidades financieras. El Banco de España ha pasado olímpicamente de esta tarea. Se ha preocupado exclusivamente de la solvencia de las entidades y, como hemos visto, de forma bastante deficiente, ya que han sido frecuentes las quiebras bancarias, pero ha dejado en total indefensión a los usuarios, expuestos a todo tipo de prácticas abusivas.
Relevancia tiene también la noticia un tanto escandalosa de cómo Ausbanc montaba ciclos de conferencias para que las impartiesen jueces y magistrados, todos ellos muy bien remunerados. No es la primera vez que el tema de las conferencias, becas o publicaciones hace temer que se deteriore la independencia judicial. Ciertamente, no son los únicos pero el especial papel que ocupan en la sociedad jueces y fiscales hace imprescindible, más allá de un tema de incompatibilidades, una especial vigilancia de todos aquellos mecanismos que pueden representar un soborno, aunque encubierto y sibilino.
Decía que no es el único caso porque ello explica el auge de las fundaciones, medio por el que el poder económico representado por las grandes empresas, ahorman la ideología, la cultura y la doctrina económica a sus intereses, manejando económicamente a aquellos que pueden ser sus emisores. Tenemos un buen ejemplo en FEDEA. Y todo ello financiado con dinero público mediante deducciones fiscales.