PACTAR CON LOS INDEPENDENTISTAS
En los momentos actuales, la principal y casi única función del Parlamento es la de formar gobierno. Pero, en lugar de ello, los padres de la patria se dedican a lo que se ha dado en llamar bárbaramente “postureo”, es decir, al espectáculo, a la farsa. Los diputados se agitan, se distorsionan, se contonean. Pretenden controlar al Gobierno, ese Gobierno que no existe más que en funciones, porque ellos no lo han nombrado. Crean comisiones, debaten proposiciones no de ley que son brindis al sol, dado que no pueden aprobar leyes. Se trata de actos de mera propaganda de los distintos partidos, ya que todos están pensando en las próximas elecciones. Y es que si el Ejecutivo es un gobierno en funciones, el Congreso actual es un parlamento provisional, porque es muy posible que tenga que disolverse en poco más de un mes.
Pues bien, al terminar una de esas sesiones dedicadas al torneo dialéctico, en la que se había discutido y votado acerca de la unidad de España, Albert Rivera, que en este teatrillo pretende oficiar de hombre de Estado, acuñó eso de que “Hoy los españoles puede estar tranquilos porque tres cuartas partes de las Cortes defienden la unidad de España y apoyarán sin fisuras al Gobierno”. Pero, lo cierto es que los españoles -incluyendo a la mayoría de los catalanes, los que no quieren la independencia- estamos cada vez más inquietos en esta materia. Y lo ocurrido en las Cortes ese mismo día no ha sido precisamente tranquilizador.
Los tres partidos que se autodenominan constitucionalistas fueron incapaces de ponerse de acuerdo en un mismo texto. Lo impidió el PSOE introduciendo en el debate la tan cacareada reforma de la Constitución, sin aclarar, como siempre, en qué consiste. Sin duda, hay muchas cosas que cambiar en la Carta Magna, lo que no se vislumbra es qué modificaciones podrían solucionar el llamado “problema catalán”. En primer lugar, porque los independentistas están claramente ya en otra onda, más bien hay que decir que siempre han estado en ella, porque cualquier paso dado en la autonomía únicamente constituía, en su mentalidad, un nuevo escalón en el que auparse para continuar la ascensión hacia la independencia.
En segundo lugar, porque junto al principio de la unidad de España, y totalmente fundido con él, debe colocarse el de la igualdad de todos los españoles, sin privilegio alguno por motivos territoriales, y eso es lo que jamás han aceptado los nacionalistas. Existe la sospecha de que lo que algunos pretenden con la reforma de la Constitución es introducir en la Carta Magna aquella parte del último Estatuto que el Tribunal Constitucional anuló. En tercer lugar, porque en esta materia resulta muy difícil creer que se produzca un consenso, al menos aproximado, al que hubo en 1978. Es de suponer que Ciudadanos no hubiese podido votar a favor de la versión presentada por el PSOE si, en lugar de la afirmación genérica sobre su reforma, se explicitase lo que se pretende modificar de la Constitución en el tema territorial.
A pesar de las palabras de Albert Rivera y de las protestas de falta de lealtad que realiza de vez en cuando Pedro Sánchez con respecto a la unión de España, lo cierto es que desde la etapa de Zapatero el PSOE da pocos motivos de sosiego acerca de su firmeza en la lucha contra el independentismo. Hasta hace muy poco tiempo, tal como no se priva de repetir Pablo Iglesias, el PSC defendía el derecho a la autodeterminación de Cataluña, e incluso en los momentos actuales son múltiples los concejales de este partido que han dado su aquiescencia para que sus respectivos ayuntamientos se adhieran a la plataforma por la independencia.
Por otra parte, es difícil olvidar aquellas imprudentes palabras de Zapatero: Pasqual, aprobaré lo que venga de Cataluña”. Zapatero propició un Estatuto de autonomía anticonstitucional, fuente de todos los conflictos posteriores. El problema no lo causó, tal como a menudo se afirma, ni el Tribunal Constitucional ni quienes recurrieron el Estatuto, sino quienes lo elaboraron y aprobaron.
Durante todos estos años, desde que Convergencia se deslizó por la senda del soberanismo, Pedro Sánchez y sus adláteres han adoptado frente a esta ofensiva una postura en extremo tibia. Se han situado entre el independentismo y el Gobierno, en una tercera vía, culpabilizando al primero y responsabilizando al segundo, lo que representa romper la unidad de acción. Su tesis es que hay que negociar, pero eso es lo realmente preocupante, porque el independentismo solo quiere negociar la separación de Cataluña con España. Cualquier paso en ese terreno es entrar en su juego.
No existe mayor sofisma que el de mantener que no se puede responder con la ley y los tribunales a un problema político. En una democracia la ley es el fundamento de toda acción política, de manera que fuera de la ley no existe la política, lo único que existe es la anarquía y la delincuencia, y son por supuesto los tribunales los encargados de restablecer el Estado de derecho. La postura irenista mantenida por Pedro Sánchez conduce sin duda al desastre. La historia demuestra que frente a los nacionalistas -y más concretamente frente al soberanismo catalán- de nada valen las concesiones. Tal como afirmaba Ortega, no cabe solución, solo conllevar el problema. Obviamente, por ambas partes, pero si la otra parte no quiere, no queda otra opción más que la fuerza, de la ley, pero la fuerza.
De forma un tanto empalagosa se afirma que hay que reformar la Constitución para que los catalanes se sientan cómodos. Antes que nada habría que decir que muchos catalanes, la mayoría, se sienten muy cómodos, al menos tan cómodos como los de otras regiones de España. Desde la Transición, buena parte de la política española ha estado condicionada por el intento de incorporar las pretensiones y los gustos de los nacionalistas. Se hizo una Constitución a su medida. En Cataluña este hecho se manifestó en el buen resultado obtenido en el referéndum, muy superior incluso al alcanzado en otras regiones; en el País Vasco y Navarra, concediéndoles el privilegio del concierto, régimen propio de la Edad Media o de una monarquía absoluta, pero totalmente incompatible con un Estado social de derecho y una hacienda pública moderna.
Así y todo, el nacionalismo nunca ha estado cómodo. Siempre ha pretendido más y más privilegios (ellos los llaman singularidades) y, dado el sistema electoral que los convertía a menudo en árbitros de los dos partidos mayoritarios, los conseguían porque los gobiernos en minoría se veían forzados a concedérselos. Convergencia se ha vanagloriado a menudo de haber colaborado a la gobernabilidad del Estado, pero en realidad lo único que han hecho siempre ha sido chantajear al Gobierno central para obtener concesiones, no tanto para Cataluña como para los intereses de una determinada clase política.
El nacionalismo practica una distorsión en el lenguaje nada inocente, pero que se está introyectando de forma muy hábil incluso en el discurso de los que combaten el soberanismo, y es la identificación de Cataluña con la Generalitat y con su Gobierno. Así, se habla del Parlamento o del presidente de Cataluña, cuando en realidad habría que referirse al Parlamento o al presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, lo cual cambia mucho (sobre todo en el ámbito de las competencias). Se afirma que Cataluña está en quiebra, cuando en realidad goza de muy buena salud económica y las únicas finanzas que se encuentran en estado de insolvencia son las de la Generalitat. La Generalitat es tan solo una de las tres Administraciones con las que cuenta Cataluña. Se sostiene que la hacienda estatal sea visto obligada a prestar a Cataluña, cuando en realidad está prestando tan solo a la Comunidad Autónoma, y en ese confusionismo los nacionalistas pretenden defender que los recursos han salido antes de Cataluña, lo cual puede ser cierto, pero no de la Generalitat, que recibe lo que le corresponde y si mantiene un déficit mayor que el de otras economías es tan solo por su mala gestión o porque aborda competencias que no le corresponden. Todo el victimismo del nacionalismo catalán termina diluyéndose al considerar que los sueldos del presidente y de los consejeros de la Generalitat son los más elevados de todas las Comunidades Autónomas.
Otra de las falacias que se repite con cierta insistencia es que la falta de diálogo ha sido la causante de que el independentismo haya aumentado en los últimos años. Este argumento participa de la confusión de creer que porque dos fenómenos coincidan en el tiempo uno es causa del otro. El origen del incremento habría que buscarlo más bien en la enorme crisis económica, que ha fustigado a Cataluña, como a otras regiones, y en sus terribles secuelas, que ha generado las críticas y las más duras protestas, adquiriendo según las latitudes distintos ropajes, y que en Cataluña se ha revestido de independentismo.
Pretender solucionar el problema del nacionalismo catalán a base de concesiones es de una gran ingenuidad. Bien lo experimentó el propio Azaña quien, después de ser un defensor acérrimo del Estatuto catalán en la II República, se quejaba amargamente en su obra “La velada en Benicarló” de la deslealtad del nacionalismo catalán; primero cuando Companys, aprovechando la revolución de Asturias, proclamó unilateralmente el Estado catalán, y más tarde por el comportamiento de la Generalitat en plena guerra civil. De ahí la intranquilidad que produce la postura ambigua de Pedro Sánchez tendente a la cataplasma, al diálogo y a la negociación. Son difíciles, por no decir imposibles, nuevas concesiones sin romper el principio de igualdad. La actitud adoptada por Ciudadanos, al convertirse en un partido acólito del PSOE, tampoco infunde mucha tranquilidad. Albert Rivera haría bien en reflexionar en ello, ya que el gran activo (quizás el único) de su formación política ha sido oponerse al nacionalismo.