EN EUROPA NO TODOS SOMOS IGUALES
Hace unos días se hizo público el informe de la auditoría llevada a cabo por el Tribunal de Cuentas europeo a la Comisión acerca de los rescates de Irlanda, Portugal, Rumania, Hungría y Lituania. La primera conclusión a la que llegan los auditores es la arbitrariedad y la falta de equidad con que ha venido actuando la Troika al aplicar criterios distintos según los países. Se han impuesto condiciones diferentes en situaciones similares. En realidad, este comportamiento no es nuevo, ha sido una constante en los organismos internacionales. Quizás el caso más evidente y también el más antiguo sea el de las misiones llevadas a cabo por el FMI en América Latina y en otros países subdesarrollados.
La carencia de protocolos y reglas concretas permite que las actuaciones de la Troika se realicen en el vacío, guiadas exclusivamente por la discrecionalidad de sus miembros, sus análisis subjetivos y sus particulares ideologías. Hay, no obstante, un factor aún más negativo y que incrementa la arbitrariedad en todas las decisiones de las instituciones europeas. Y es que ni todos los países son iguales ni tienen la misma influencia en Bruselas. La discriminación fue evidente desde el principio, cuando tanto Francia como Alemania sobrepasaron ampliamente el déficit fijado por el Pacto de Estabilidad sin que las autoridades comunitarias fuesen capaces de llevar adelante el expediente de déficit excesivo.
El último ejemplo lo hemos tenido recientemente en la aceptación por Bruselas del sistema que el Gobierno italiano ha diseñado para sanear a sus bancos, consistente en que las entidades financieros titularicen en paquetes la enorme cantidad de créditos fallidos o dudosos con el aval del Estado. Italia se libra así de sufrir un rescate similar al que padeció España en el pasado, y no se ve obligada, por tanto, a los ajustes y reformas que se impusieron a nuestro país, y los bonistas y accionistas de los bancos se han librado, al menos por ahora, de las quitas que podrían sufrir de haber adoptado el otro camino.
Resulta sorprendente que el BCE no haya puesto ningún reparo y que la única condición exigida por la Comisión sea que las operaciones se realicen a valor de mercado para no violentar la competencia con respecto a otros bancos, lo que sería en caso contrario ayuda de Estado. Lo más insólito es que este acuerdo se produce después de la creación en 2014 del Mecanismo Único de Supervisión (MUS), dependiente del BCE y que asume la inspección al menos de los grandes bancos considerados sistémicos y, sobre todo, del Mecanismo Único de Resolución (MUR), constituido con la finalidad de que la intervención de las entidades financieras en dificultades no sea tarea de los gobiernos nacionales sino de la UE.
La filosofía que preside ambos organismos es lograr que el coste de los rescates bancarios no recaiga sobre los contribuyentes sino sobre los accionistas, bonistas y demás acreedores de la entidad, de acuerdo con la jerarquía de riesgo establecida. Solo los depositantes de cantidades inferiores a 100.000 euros están claramente excluidos de las posibles pérdidas. Tal como afirma la presidenta del MUR, Elke König, el rescate de los bancos con dinero público es cosa del pasado. Pues bien, el plan diseñado por el Gobierno italiano para sanear sus bancos y aceptado por las autoridades europeas desmiente esta última aseveración, al menos para algunos países. Es evidente que los contribuyentes italianos se verán obligados a asumir las posibles pérdidas, cosa harto probable, dado que el Estado garantiza la titulización. Aun cuando el ministro de Economía italiano, Pier Carlo Padoan, ha conseguido que en los avales que se van a conceder no se tengan en cuenta ni en el déficit ni en el stock de la deuda pública, lo cierto es que son un pasivo contingente que aumenta el riesgo de endeudamiento público, tanto más cuanto que previsiblemente van a ser activos tóxicos.
A pesar de que hace poco más de tres años la situación de Italia era parecida a la de España y que los dos países sufrieron fuertemente el acoso de los mercados con la prima de riesgo a niveles prohibitivos, la trayectoria posterior, desde que el BCE intervino en el mercado, ha sido diferente. El Gobierno español se sometió de forma disciplinada a los distintos mandatos que venían tanto de la Comisión como del BCE y acometió la reforma del sistema bancario, mientras que los mandatarios italianos tiraron balones fuera, marearon la perdiz e hicieron como si acometiesen reformas; ahora emprenden la reforma del sistema bancario, pero con un plan propio y saltándose las reglas estipuladas.
Bien es verdad que la situación actual es muy distinta de la de hace tres o cuatro años. La actuación del BCE impide cualquier movimiento especulativo sobre los bonos de los países. Pero, sobre todo, la explicación de que Bruselas haya aceptado el plan hay que buscarla en la influencia que Italia tiene sobre las instituciones europeas y en los puestos de suma importancia que ocupan algunos italianos en Europa: Mario Draghi como presidente del BCE, sin duda la institución con más poder de la Eurozona; Andrea Enria, presidente de la Autoridad Bancaria Europea; Ignazio Angeloni en el Mecanismo Unico de Supervision y Marco Buti como director general de Asuntos Económicos. Igual que España, vamos.