FUNDAMENTALISMO DE SIGLAS Y SECTARISMO

Resulta curioso el contraste entre el discurso que algunos quieren mantener acerca del antagonismo de los dos grandes partidos políticos (PP y PSOE), que impide cualquier acercamiento o pacto, y la realidad enmarcada más que por los programas electorales (el papel lo aguanta todo) por las actuaciones realizadas en sus etapas gubernamentales. Los prohombres del PSOE quieren convencernos de que entre ellos y el PP existe una brecha infranqueable, una distancia infinita. Señalan al PP como único responsable del sufrimiento infligido a la sociedad española en los últimos años, pero olvidan que, a diferencia de Podemos y de Ciudadanos, ellos no son nuevos en esta fiesta y que, en materia económica, entre acción y reacción transcurre un largo espacio de tiempo, de manera que las responsabilidades en esta crisis se extienden mucho más allá del Gobierno de Rajoy.

No seré yo el que cierre los ojos a las duras medidas adoptadas en estos cuatro años, pero hay que reconocer que no son muy distintas de las acometidas durante la última etapa de Zapatero. Unas y otras han venido condicionadas por nuestra pertenencia a la Unión Monetaria (de manera que el margen de maniobra resulta reducido) y difícilmente se puede plantear ante ellas una alternativa radical, si no se está dispuesto a adoptar una postura crítica frente a la moneda única, lo que no aparece en absoluto claro en el discurso de casi ninguna formación política y desde luego no en el del PSOE.

Nadie puede afirmar con seguridad qué hubiese sucedido si Zapatero hubiera continuando gobernando cuatro años más. Es un futurible. Pero existen suficientes indicios para aventurar que los resultados hubiesen sido mucho más negativos, no tanto por la posición ideológica, sino por su demostrada incapacidad para desenvolverse en las instituciones europeas y para resistir la presión de Merkel. ¿Cómo no recordar aquella aciaga noche de mayo de 2010 en la que, a pesar de que lo que se dirimía era el rescate de Grecia y de que la prima de riesgo de España se situaba a unos niveles similares a los actuales, España salió de la Cumbre como la gran derrotada, sometida a duros ajustes, congelación de las pensiones y una reducción en el sueldo de todos los funcionarios del 5%? Conviene tener en cuenta que ha sido esta medida la que ha colaborado principalmente a empobrecer de manera permanente a los empleados públicos ya que, a diferencia de aquella que más tarde adoptaría el PP – supresión de una paga extraordinaria con efecto en un solo ejercicio-, se consolida a futuro el resto de los años.

¿Cómo olvidar las necias explicaciones reiteradas frecuentemente por Zapatero para justificar su actuación, argumentando que el euro estuvo a punto de romperse? Resulta absolutamente ingenuo pensar que tanto Alemania como Francia iban a consentir la ruptura de la Eurozona, cuando todos sus bancos estaban implicados en los créditos de los países del Sur. Pero es que, además, tal hecho hubiese sido lo mejor que hubiera podido ocurrir: la desaparición del euro de común acuerdo y en aquel momento en el que todavía no se habían tomado determinadas medidas que dificultan aún más la vuelta atrás.

De la posición pusilánime de Zapatero ante Merkel y Bruselas es también buena prueba su celeridad para modificar la Constitución, movilizando para tal efecto al PP de Rajoy con la finalidad de garantizar la deuda pública por encima de cualquier otra obligación o pago, incluso de las pensiones, de la sanidad o del sueldo de los empleados públicos. Aun cuando la mayoría de los países se comprometieron a adoptar esta medida, casi ningún país lo ha realizado hasta el momento.

No parece muy probable tampoco que el Gobierno de Zapatero hubiese dado una mejor solución al rescate bancario, entre otras razones, porque tiempo tuvo para hacerlo, en lugar de negar al principio el problema, afirmando que, gracias a la supervisión del Banco de España, eran las entidades financieras más sanas de Europa, y que constituían un ejemplo para las extranjeras, y posteriormente, embarrándose en una serie de fusiones que, lejos de solucionar las dificultades, las incrementaron.

Del empobrecimiento de una gran parte de la población española y de la trampa en que se debate nuestra economía son muchos los responsables: de hecho, todos los que no han cuestionado la Unión Monetaria y han participado en su constitución. Ciertamente lo son los Gobiernos de Rajoy y del segundo Zapatero por la forma en que han acometido las consecuencias de la crisis, distribuyendo sus costes de manera muy desigual. Pero Aznar y el primer Zapatero lo son también por haber permitido su gestación. Aquellos polvos trajeron estos lodos. Incluso la responsabilidad llega mucho más atrás, a los Gobiernos de Felipe González, que firmaron el Tratado de Maastricht y se conformaron a la política alemana y a los criterios de convergencia, incorporándose incluso antes de lo que correspondía al SME y a su política deflacionista, precedente de la situación actual.

Tampoco en materia tributaria, en la que el margen puede ser mayor, las actuaciones de los dos grandes partidos (PP y PSOE) han presentado diferencias sustanciales. Desde principios de los noventa el sistema fiscal ha ido evolucionando a posiciones cada vez más regresivas. Si los Gobiernos de Aznar desnaturalizaron el IRPF, reduciendo la progresividad y separando las rentas de capital de la tarifa general, los de Zapatero, en lugar de corregir las reformas anteriores, profundizaron en la misma tendencia, eliminaron el impuesto de patrimonio y vaciaron de contenido el de sociedades hasta el punto de que Montoro, forzado por las circunstancias, ha tenido que corregir algunos de los desaguisados realizados por el anterior Gobierno.

No creo que en materia fiscal el PSOE, después sobre todo de proponer aquella idea tan luminosa del tipo único, pueda realizar muchos reproches al PP, como tampoco creo que pueda hacerlos en general en materia económica y social. Ambos tienen poco que recriminarse. Se entiende mal, a no ser por motivos estrictamente personales o por un fundamentalismo de siglas, una negativa radical a cualquier negociación o ese intento de atribuirse el protagonismo del cambio, de ese cambio que Pedro Sánchez afirma que han reclamado los españoles. Ni por el resultado ni por su historia podemos aceptar que el cambio viene de la mano del PSOE, tal como nos quieren hacer creer.

El voto es personal e intransferible y cada español ha votado con acierto o desacierto lo que ha creído conveniente. Y el único cambio obvio que se desprende del resultado de estas elecciones ha sido la pluralidad de opciones políticas y la superación por tanto del bipartidismo. Aunque, entiéndase bien, ello no implica la desaparición de las dos formaciones políticas hasta ahora hegemónicas, en cuyo caso estaríamos de nuevo inmersos en el bipartidismo. Lo único que se habría modificado serían los actores.

Este cambio es sin duda claramente positivo, ya que nos libra de dos lacras, a cual más negativa, a las que nos tenía sometidos desde los orígenes nuestra ley electoral: las mayorías absolutas y el sometimiento al arbitrio y chantaje de los partidos nacionalistas, aunque existe la amenaza de que esta última retorne de manera distinta, y por donde menos cabría esperar. La contrapartida es la mayor dificultad para alcanzar la gobernabilidad. De ahí que los partidos, especialmente los antiguos, tengan que cambiar de chip.

Uno de los aspectos más repulsivos de los políticos en la España reciente –tal vez fruto del bipartidismo- ha sido el sectarismo que ha informado la mayoría de sus discursos, condenando como nefasto todo lo que la formación política contraria realizase o propusiese, incluso cuando fuese lo mismo que ellos habían ya practicado. La nueva etapa, por el contrario, comporta y hace imprescindible buscar las semejanzas y acordar las discrepancias. La gobernabilidad exige abandonar toda posición dogmática y maniquea, así como todo maximalismo. Solo quien obtenga mayoría absoluta, lo que no es previsible, puede pretender mantener intacta la totalidad de su programa. El pacto, la negociación, el consenso, requieren renuncia. Los políticos, y también por qué no sus votantes, deberán acostumbrarse a que la democracia, tal como afirmaba Richard Hofstadter, es «un equilibrio armónico de frustraciones mutuas».